La dicha inevitable

La dicha inevitable

Una mano fresca se tiende para la mía, renuente. Me abraza con una lluvia ingente para no evadirla, para no huir de mí. ¿En dónde puede estar el fin de mis dudas, si quiero verlo todo? Ningún pan termina con el hambre: el arte de hacerlo lo sabe en su persistencia. Ingenuidad real es no creer que el pan se multiplica. El pudor no puede desoír los pensamientos, pues sin vigilar las sospechas podemos ser impíos. Mirar nuestro corazón, nuestras palabras en una mirada ajena para gozar la ternura profunda de la seriedad en nuestra candidez, no es posible sin amor. El martirio sin amor es sólo exaltación, vanidad, idolatría. Es peligroso el rumor en la sensación de perfección que no escatima en elogios para nosotros, de cuya fuente mana la frivolidad. Al decir que nada hay más obvio que el amor, podemos descuidar que esa palabra vive en la caridad y en los deseos inconfesados. ¿Cómo alinear esos extremos, sin ser parciales? ¿Cómo observarnos en la luz sin desgarrarnos, sin lamentar nuestra suerte para olvidar y enterrar lo que hemos hecho?

Esa mano se abre con una gota de agua pendiendo de uno de los dedos. Inunda la noche con un beso feliz, con un gesto amable, severo. Un beso que con su agua perla la frente cansada en su disimulo. Esa agua que creemos sacar en cada mirada a nuestro fondo, ese fondo que creemos descubrir o dibujar en nuestras nocturnas meditaciones a puerta cerrada, cuando encendemos la vela de nuestras palabras, cuya luz choca contra el muro de una respuesta que sentimos velada. En los viajes hondos podemos aún ocultarnos, tomar un agua que termine la sed de nuestras inquietudes, que cierre nuestros labios anhelantes. La dicha de amar no es simple, mas no por ello rara. La dicha de amar es difícil, pero copiosa. No se requiere la ingenuidad de los instintos naturales, pues no es instintivo el amor. Parece tan fácil como no soltar la mano, como abrir expectantes nuestros labios. Cada paso y pensamiento nos abren la dificultad implícita en esos gestos. Una dificultad grácil y feliz, no una obstinación rígida. Esa vida que se espera es la que se vive, porque cada hora es una palabra posible para la gracia de nuestro anhelo que es amor.

 

 

Tacitus