El sello sobre el lienzo

El sello sobre el lienzo

Por alguna razón, nos hallamos imbuidos en la ignorancia de lo que nuestros sentidos pueden ofrecer para instruirnos. Una mayoría fácilmente podría decir que el criterio se forma al mantenerlos al tanto de novedades y cosas desconocidas. Los viajes permiten observar panoramas desconocidos, visuales, táctiles, olfativos y gustativos. No hablemos de la efusividad que se ha desarrollado por la técnica industrial de la música, que evidentemente no es lo mismo que el gusto honesto por ella.  Los sentidos se ofrecen como vehículos para una memoria inane: ¿cuándo habremos de incluir, en ese panorama de la sensibilidad, la posibilidad de observar la conexión que todos tienen con el recuerdo y el olvido para nuestra formación? Independientemente de si creemos o no verdadero el ardid cartesiano en contra de la percepción, no podemos negar que a través de lo que recordamos haber sentido se precipita la particularidad de la sensación. Aunque lo sensible mismo pueda ser desfigurado por nuestro recuerdo, puede también ser recreado para otros. Aunque podamos experimentar muchas variantes sensibles, la diversidad de recuerdos y sensaciones no puede asegurar mayor conocimiento del mundo, y mucho menos conocimiento de las honduras de la sensibilidad.

Cuando comenzamos a meditar en torno a placer y el dolor, polos de lo sensible, caemos en redundancias inopinadas. No sabemos atribuir una verdadera razón a nuestra persecución o evasión de ellos: lo admitimos como un hecho. Hay quienes incluso evitan ciertos placeres, otros ven en sus placeres de antaño una deficiencia culpable, aunque eso, al parecer, no niegue el hecho mismo del placer. Pero ¿se puede hablar de hechos en el caso de la sensibilidad? La pregunta es interesante, porque nos permitiría ahondar en el impacto que el objetivismo moderno ha tenido para abordar la actividad sensible. Si la sensibilidad se puede esquematizar en la corporalidad, unión que permite decir que sólo es cognoscible lo relacionado con el cuerpo en este caso, los juicios sobre aquello que me produce placer provienen siempre de la opinión. En dado caso, no niego el hecho y las diferencias en torno a los juicios de mi sensibilidad, los juicios estéticos, no abarcan el terreno de lo objetivo.

Además del placer y el dolor, con los que somos tan proclives, más por una sospecha que por una fantasía pura, a moralizar la reflexión, ¿qué sucede con el conocimiento de lo que nos dan los cinco sentidos? En torno a ellos no moralizamos generalmente porque el acto sensible que realizamos bajo su poder, al parecer, no tiene mucho que ver con la voluntad. No obstante, el arte abre una posibilidad para esas facultades que el mundo natural no puede tener. Incluso puede entrenar el sentido del que requiera. Los productores de perfumes tienen una capacidad mnémica impresionante para los aromas que se producen por ciertas combinaciones artificiales; los catadores de vino pueden también distinguir ciertos elementos de lo que toman. Con el lenguaje, nuestra memoria y voz no recrean sólo sonidos al leer un poema, sino una música. Nuestra sensibilidad está abierta a ese fenómeno, y eso establece los distintos grados que hay entre los indiferentes y los apasionados. El oído para los versos no es sólo un atributo intelectual, sino capacidad auditiva. ¿Cómo se entrena el sentido? ¿Interviene la voluntad en su educación, además de los talentos necesarios? Para vislumbrar el arte no sólo necesitamos nuestros sentidos, aunque sean lo primero que tengamos frente a las producciones humanas. De otro modo, la diferencia entre lo artístico y lo poco inspirado sería siempre elusiva en su totalidad. Al tiempo que podemos conocer lo sensible de manera común, podemos ejercer cierta influencia sobre la producción y sobre nuestra apreciación de sensibles que muestran la compenetración de nuestra inteligencia en lo que juzgamos de nuestro sentir, a tal grado que no se puede hablar con absoluta seguridad de subjetividad y objetividad sin ser arbitrario en alguna medida. Cabe hablar, en cambio, de la presencia ineludible de la imaginación y su función potente. La memoria es la mejor compañera del resguardo de lo sensible, pues sólo quien trata de mantenerla sabrá mejor de los engaños frívolos de lo actual y lo curioso.

 

Tacitus

Un momento de mar

Un momento de mar

¿No es verdad que los recuerdos son como las olas? En el poema A la que murió en el mar, de José Emilio Pacheco sabemos que sí. El poema que está en estilo libre, con ocho versos, en tres estrofas recuerda a una joven que murió en el mar. El poeta que está a la orilla de la playa es acechado de súbito por las marejadas del recuerdo, pero advierte que tan pronto llega, tan pronto se va en su líquido existir. Pero el mar no sólo le sirve al poeta como alegoría del recuerdo, que nos acecha y se va sin que podamos retenerlo entre las manos. El mar en su naturaleza titánica le muestra la resistencia igual de imperiosa que posee el hombre para enfrentarse al tiempo que es cambio, pues le dice a la muchacha en los tres primeros versos:

El tiempo que destruye todas las cosas

Ya nada puede contra tu hermosura

Muchacha.

El trote del tiempo que es igual de corrosivo que el agua en la piedra, no tiene cómo destruir el recuerdo de aquella mujer. Además, en la forma completa del poema, hay que notar que estas tres líneas llegan juntas, y que la palabra muchacha intenta hacer eco del agua que se estalla en la orilla del mar. Un recuerdo me ha asaltado, decimos con frecuencia, y ahora sabemos qué fuerza posee y por qué volteamos a verlo. Muchacha es la palabra que detona al recuerdo, y una manera de enfrentar al tiempo, diciendo que las memorias son siempre jóvenes, pero lejanas.

En la siguiente línea que dice así:

 

Ya tienes para siempre veintidós años

Las palabras siempre y veintidós son el movimiento bamboleante del mar. Siempre, que es una palabra grave y que muestra su fuerza trepidante en la primera sílaba, se va desmoronando en la segunda y retrocede por completo la fuerza en la silaba dós. Así comienza a alejarse la visón de quien es siempre joven, y la misma naturaleza que la trajo, la va abandonando al negro misterio de la memoria, y así la mujer se va convirtiendo en

…peces

Corales

Musgo marino.

El ultimo verso que está firme frente al movimiento dialectico de las palabras y de las olas inventadas por el poeta, no son sólo el poeta, sino cualquiera de nosotros que al recordar y ser recordados iluminamos por un momento el misterio del pensamiento y que ahuyentamos a la soledad y al olvido. Por eso dice JEP que somos:

Las olas que iluminan la tierra entera.

Javel

El navegante

Había una vez un navegante, llamado Agustín, seguro de su nave y de conquistar al mar, zarpó de su casa para Sigue leyendo «El navegante»

Problema de poder

La destrucción de la violencia engendrada por la búsqueda del poder (en todos sus recovecos) es tan estruendosa que nos dificulta oír las inhalaciones y exhalaciones de los adictos, carne latente para los sacrificios al descontrolado poder. Las llamas de la violencia que cercena cualquier posibilidad de vivir tranquilamente, las que degüellan las decisiones políticas, nos inmovilizan a tal grado que consideramos ese el problema principal de la lucha por el control. El adicto, escondido en su propio rincón o enredado en el frenesí festivo, es relegado al olvido, dejado en el segundo escalón. ¿Cuál es el problema central, la disputa por el poder o el saber el porqué se genera la adicción?

La pregunta por la causa o las causas de la adicción podría generalizarse no sólo a las sustancias ilegales, sino también a las legales. Esa diferencia nos ayuda a notar la influencia de la sustancia en la causa de la adicción, pues hay sustancias cuyo control es mayor en los adictos; hay sustancias que devoran con mayor rapidez; aunque todas dañan según la frecuencia en la que sean consumidas. Pero, ¿por qué se prefiere una sustancia a otra?, ¿por qué hay quienes no se vuelven adictos pese a consumir varias veces sustancias como el alcohol o la marihuana? Hay muchas respuestas que se presentan sin ser convocadas, clichés de quienes no pueden entender las adicciones, como encontrar la causa de una adicción en el factor social o en la curiosidad adolescente o en una mezcla de las dos; es decir, una persona tiene necesidad por una adicción debido a que la influencia de los amigos es decisiva o el afán por experimentar diversos estados de ánimo impera cuando apenas si se sabe cuáles son las propias aspiraciones. Estas respuestas denigran, no sólo porque apenas si buscan asomarse en el alma del adicto, sino porque dejan de lado al adicto en solitario o a quien consume, pero quiere dejar de hacerlo.

Marmeládov, uno de los personajes más miserables de Crimen y Castigo, sabe que el alcohol ha arruinado su vida, ha agravado la locura de su esposa, ha orillado a su hija mayor a conseguir dinero rápido (camino por el que quizá su hija menor también deba deambular), pero no puede dejar de consumirlo. Intenta olvidar su pena mediante el alcohol, aunque sabe que la agrava; busca esa situación para volverse más miserable, pues él sabe que lo merece. Su culpa es su castigo. Pero su principal culpa es saberse en falta con su esposa, en hundirla lentamente junto con él. Tal vez Marmeládov, luego de ver y soportar tanta miseria, no podía ver nada más y por eso caía constantemente al fondo de las copas. Un adicto podría ser alguien así, quien no conoce mejores momentos que los provocados por la sustancia dentro de sí, quien no ha experimentado momentos felices, quien en su determinante sopor o exiguo éxtasis no ve lo bueno.

Yaddir

Papel, metal y tela

ARCHIVO DEL DR. HÉCTOR BERRIOZÁBAL NÚÑEZ.
CORRESPONDENCIA PERSONAL.

México, DF, 12 de marzo, 1997

Querido Héctor:

Espero que ya haya cedido la tos. Si no, por lo menos en la regularidad de los espasmos encontrarás una muerte más ordenada de la que mereces. Mientras llega procura poner cara de contagioso, que así hasta ventaja le sacarás al asunto y tendrás incluso menos zopilotes circulando que los que te siguen normalmente. Bromas aparte, te deseo mucha salud. Te contaba en mi carta anterior que estuve deshaciéndome de cachivaches acumulados con los años (cada vez falta menos para la abominable mudanza). No recuerdo si te he contado que en esta casa vivieron mis padres también. Abajo, en la covacha, mi padre guardaba un baúl que no me atreví a mover por años sobre años y, en él, había montones de cosas que yo nunca había visto. Comprenderás, por cómo era su carácter, que si mandaba no abrirlo… pues mira, que hasta casi quince años después de su muerte seguía yo observando su prohibición, como si en ausencia estuviera él tan sediento de obediencia como en sus años de más vigor. Total, que ya te contaré de varias de las sorpresas que me llevé al hurgar en el baúl. Para mi padre ésta fue la caja de recuerdos, mientras que para mí fue la de los descubrimientos. Pensándolo bien, fue ambas. Es curioso cómo escuchamos lo que nos dicen los objetos, cómo hay algunos cuyos murmullos tienen mucho más sentido para nosotros que otros, y cómo es de brillante en nosotros la imagen de la gente que los tuvo, la gente que los quiso, la gente para la que significaron algo, mientras los consideramos. Es vertiginoso pensar, mirando algo tan inocuo como una moneda, que puede convertirse en un espejo de cara a otro espejo: es algo más que moneda porque alguien la guardó, y alguien la guardó por ser algo más que moneda. Todo el contenido del baúl fue nuevo para mí, y sin embargo, no dejo de estar consciente de que cada pieza es una antigüedad.

Ya habrá tiempo para mayores sentimentalismos y la cercanía (con un cognac) para darles su lugar. Mientras tanto, hay un hallazgo que más que los otros quiero compartirte sin demora. ¿Recuerdas al señor Guillermo Noboa? Por si no: era conocido de mi padre del tiempo en que trabajó en la planta, con los españoles. Parece que fueron amigos desde antes y quizá se alejaron con los años (esto sólo lo sospecho por la familiaridad de lo que te mostraré). De cualquier modo, entre las cosas que ahora me encontré había una carta mecanografiada que este señor le escribió a mi padre. De lo más impresionante. Te la transcribo completa a continuación:

En Ourense, a tres de Diciembre del año 1940

Mi buen amigo Álvaro:
   han llegado las novedades y no paran las promesas azucaradas. Caminos, puentes, edificios, y la multitud se desvive en elogios. Vislumbres y espejos, es lo que digo. Sé que no te lo crees pero no lo soporto más. Llegará el día en que colapsen las habladurías aquí y en todo sitio a la redonda y prefiero ausentarme antes de ser testigo de cómo caen también las expléndidas (sic) estructuras. Me marcho para México. Si vieras lo que llevo de equipaje te echarías a reír. Un cajón y no más. La Carmen –ella sí que lleva hasta el embaldosado a cuestas– ha pasado por tal trance que a Dios juro ni con tres meses de valeriana que se repone. Mas es necesidad, ha de hacerse así. Pero me he extendido sin llegar al artículo de mi intención: he de confesarte un agobio. Tengo un diario, precioso para mí. Debo decir quizás que lo tuve: lo he extraviado. No lo hallo por más que he vuelto la casa al revés. Lo que te estorbará figurarte es que sea tan valioso para mí y, sin embargo, no sea diario de mis días. Se trata de un librillo que encontré cuando era un chaval. En esos días estuve con mi familia por algunos meses en los bosques que había ahí en el Candán (y que quiera sigan ahí, aunque no me fío) y solía merodear en soledad a la hora de la siesta. Conoces los juegos leves a que se dan los mozos. El tiempo era magnífico para correrías, para distracciones. Pero un día fue la diferencia. Quiso la fortuna pues que diera con el formidable visaje de un colgado. El primero que había visto, abominable, visión que aún hoy retorna ocasionalmente a fastidiarme. Nada supe hacer sino quedarme admirado. Habría sido un viejo centenario o un hombre como tú y yo, el que sepa la verdad la diga. Para mis ojos jóvenes era anciano cual Titono. A sus pies descansaba un diario: una libretilla forrada de piel, no más que un legajo pequeño y amarillento de pocas letras con toda suerte de razones, ocurrencias, registros y entre todo, una asombrosa confesión. El hombre anónimo se había dado fin porque, según recuerdo lo escrito, «mucho antes había perdido la vida». De todo lo contenido en el diario es esta carta final la que más sentidamente grabose entre mis sienes. Que tú de mejor memoria lo conserves cuando a mí la edad me haya cobrado la deuda, a continuación contaré lo que dijo aquel anónimo:
   Dijo que de joven deambuló esos bosques. Allí mismo donde lo hallé tristemente paseó con regularidad en tiempos de mayor sol y de menos odio entre los hombres. Un día dio con un gitano que también por los parajes del despoblado se paseaba. Era éste un mercader. Rara postura tenía, corcovado y de mirada alerta como la del gato montés que siente la tormenta venidera al tacto. La cara de plato, tornada al frente casi dificultosamente, enjuto de carnes y velludo de las cejas mediterráneas a los mechones que brotaban de sus orejas. Extraño de gestos y de melodía en el discurso. Negro era. Negros los ojos, los pelos, las ojeras, la voz. Todo este detalle recoge el diario y aún lo evoco. El mercader cargaba al lomo un saco abultado. «Milagro que uno como tú y uno como yo se hayan encontrado», le habría dicho al anónimo en su lengua. Le habría hablado más: «¿deseas comprar algo? Nada cargo que no sea precioso». Cuenta el diario en profundidad un largo regateo y un discurso estupendo que dio el gitano a tiempo que vaciaba su saco. Si enciende tu curiosidad, ya podré contarte todo pedazo (preferiblemente en persona). Dice que quedó vuelto el lino y todo cacharro en el pasto y a fastidio del gitano que al joven anónimo nada había seducido. «Le he dicho ya (y sí que le había dicho ya) que nada sino un maravedí poseo. Obsequiado me fue por mi madre y lo estimo por encima de estos artes». Casi se había marchado el mercader rabiando cuando se decidió a hacer un último intento. «Algo traigo mucho más estimable que ninguno de estos ingenios que adviertes. Mucho más vale que el maravedí más caro en este mundo». En la libretilla reflexionan las letras arrepentidas sobre el obvio truco que el mercader avezado lanzó como arroja el gancho un pescador, sobre su condición de inocencia que lo entregó a la curiosidad y sobre otras semejantes consideraciones. Especula dos páginas y poco más acerca de negarse o de haber fingido indiferencia. El caso fue muy otro: «¿a qué se refiere?», le preguntó el mozo. De entre sus ropas el viajero extrajo un pañuelo de lienzo coloreado anudado por las puntas. Lo abrió como si revelara algo contenido, mas nada había por ver. Preveía la decepción y la contravino con la historia del misterioso artículo:
   «Hace muchos años salvé de la muerte a un hombre perdido en el desierto entregado a visiones de fiebre en las que atestiguaba otras épocas», contó en su lengua, «y siete años ha que dio conmigo nuevamente. Se le veía rozagante, complacido. Me dijo que traía el único entre sus enseres con que podía saldar su deuda y me entregó en el acto este pañuelo doblado. ‹He aquí mi vida›, me aseguró jurando en nombre del profeta, ‹que puede parecer poca cosa a quien los ojos le vengan opacos. No a ti. Aguzado quien ve en verdad cuán llena de bendiciones y maravillas es: no ha andado hombre bajo el orbe que mejor fortuna que yo haya tenido. Riquezas, amores, dignidades: en cuanto pueda uno representarse mejora, mejores todavía han sido los míos. Su fuente es divina, su corriente perpetua. Y todo cuanto resta de ella y cuanto fue que de recuperar se puede, toda cosa ventajosa que estuviera por acaecer, toda buena hora y feliz encuentro, toda oportunidad beneficiosa, todo pensamiento merecedor de elogio o plácida ocurrencia al entretenimiento; todo digo, lo renuncio aquí y ya mismo y lo entrego a ti, mi salvador, para que hagas de esta vida lo que mejor te parezca›. Aquí, a que me juzguen los cielos, que tal vida tengo».
   Ya estarás pensando, y acertarás, que el anónimo descreyó del forastero. Insistió en el valor incalculable de su prenda. Mas el gitano ya no pensaba en dineros. «Cuando mude tu vida», le dijo, «tendrás cien veces cien maravedíes y entonces me buscarás para pagarme uno solo de ellos. Lo que vale esta vida es únicamente un respiro. Aspira el aroma del pañuelo y seguido sopla en él. Es todo». El mozo lo hizo. Sus razones habrá tenido, que el diario no daba relación de ellas. Me inclino a pensar que fue el aspecto trivial del acto. El mercader se fue ya entonces. La confesión afirma tal evento como el último de su vida. Imagino que quedarás tan suspendido como yo por esto y lo que sigue. El anónimo no concedió gran importancia primero. Mas con los años comenzó a dudar pues que ocurrieron muy asombrosos sucesos. Las más improbables peripecias lo dejaban tan bien parado que pensaríase tenía concurso con demonios o videncias del porvenir. Halló brío donde no lo había tenido nunca antes. Se hizo de gentes en altos puestos. Tarde o temprano tornose rico y alcanzó ser magistrado en Valencia bajo el ala del mismo Espadón de Loja. No había placer que desconociera ni dolor que lo acompañase. Nada reprensible había en su comercio con los hombres. Mas crecientemente recorría en su seso la idea de que esa vida no era suya. Escribe el difunto, esto lo recuerdo con mucha claridad, que «nunca en estos mis años de madurez tomé una sola determinación sin sentir un impulso repugnante, ora poderoso, ora débil, que evoca en mí imágenes de otro hombre cuyo natural camino me fue vedado y ya nunca andaré». Explica que cada año turvábase (sic) peor, mas en su desesperanza no había asunto que le concerniera y que no se compusiera o prosperara prácticamente solo. Intentó renunciar a todo y desentenderse de sus dignidades, amores y riquezas. Fracasó. Quiso perder el entendimiento mas no aprendió nunca cómo. En sus últimos días no quebró su voluntad la consideración de sus jornadas impostoras, sino la de sus jornadas perdidas. Rumiaba sin sueño sobre hombres y mujeres que nunca conoció, pensamientos que nunca tuvo y decisiones que nunca deliberó. ¡Qué singular confesión, amigo! ¿Cómo vine a perder semejante diario? Ahora que ya no me aprovecha, quisiera haberme dado las horas para transcribirlo (que muy capaz que soy de extraviar uno y su copia). De cualquier manera abandonó todo el anónimo y regresó al Candán buscando al mercader. Tamaña insensatez, que habría sido polvo hacía décadas. Mas eso hizo, con un maravedí en la bolsa y sin dar nunca con él ahí en los bosques de su juventud se ultimó.
   ¿Entiendes ya que abandono la tierra natal con una única pena? Escucharé las tuyas pronto esperando que sean pocas. Adiós. Cuando nos veamos menos te hablaré de cuentos y más de un par de planes que te agradará conocer.

Un tierno abrazo con saludos y recuerdos (y aquí viene un rayón que, aunque parezca pintura de Franz Kline, supongo que es la firma).

¿Qué te parece? Fuera por lo extraordinario del relato del señor Noboa o por otras causas que se me esconden, otear así las palabras pasadas me dejó pasmado. Es una especie rara de pasmo, una sensación liviana, como el presentimiento de una afinidad; de que en cosas como esta carta que guardó mi padre en su baúl, y en el resto de ellas, se percibe un tejido que las enhila a todas, aun siendo tan distantes, tan dispares. Y con estos fantasmas te dejo, Héctor. Quedo a la espera de tu respuesta y de que pronto nos encontremos con el convocado cognac para que ya, por fin, me reveles a detalle todas las intrigas de la academia. Todas, pero especialmente las de la procesión de doctores (que nadie se atrevería jamás a comparar con zopilotes revolviendo el cielo).

Un tierno abrazo con saludos, recuerdos y una firma decente.

(AQUÍ LA FIRMA A TINTA NEGRA DEL SEÑOR LORENZO ALANÍS FERAUD).

Sable

Sin duda El Demonio la había estafado. ¿Por qué cambiaría su alma por un insulso mayordomo? Más provecho le hubiera hecho a su mundo, si la hubiera mercado por un poquito de sal.

El engaño de los trágicos

El engaño de los trágicos

 

Conocí la poesía de Antonio Deltoro [Ciudad de México, 1947] una tarde triste. Abatido por la crueldad de lo humano, tomé un libro y me refugié en los versos. Vi el dolor de mi dolor, reconocí en las letras los contornos de mi pesar, leí palabras que susurraban los suspiros de mi desconcierto. La lectura no me sumergió en una tempestad inabarcable ―que ya parecía así la vida―, sino que en el camino de los poemas de Deltoro reconocí mi altura: sus árboles enhiestos asombraban mi fragilidad, su luna luminosa clarificaba mi confusión, su tristeza esperanzada esperanzaba mi tristeza… Antonio Deltoro oculta una sonrisa cálida entre gélidos versos dolientes. Desde aquella tarde reconocí en el poeta una dichosa compañía para los días malos, a veces para los peores.

         He vuelto a Deltoro en la semana entristecido por mí, entristecido por él. Me entristece la enfermedad del poeta; entristece el lector por la enfermedad espiritual que lo rodea. Don Antonio en coma; yo sin poder explicar que por temor alguien que parecía distinto renuncie a la felicidad. Quizás ambos, el poeta y el lector, sobreviviendo. Quizá nadie sepa hasta cuándo.

         Leo el poema “Sobrevivencia”, del hermoso Los árboles que poblarán el Ártico [Era, 2012].

Una vez viste la verdad,
ya no te acuerdas.

Llueve
y sonríes
al sentir la lluvia
que, muchos años después,
sigue cayendo.

Qué maravilla reducirse,
concentrarse,
no salir,
no abarcar,
quedarse con la lluvia,
no con el trueno y el rayo
que enceguecen
al oído y al ojo

cuando caen
juntos, los dos,
al mismo tiempo.

 

¿Cuál es el tiempo del poema? Por los primeros dos versos podría decirse que desde un futuro hipotético se evoca un acto del pasado, y desde ahí quien habla en el poema juzga la situación entonces presente y exhibe una decadencia. Podría decirse que el poema ve una felicidad pasada que se reconoce perdida en ese futuro hipotético que se hace presente, como quien asume la inevitabilidad de los cambios, la tiranía del tiempo, la visión trágica de la vida. Porque evidentemente es más sencillo asumir fácilmente que la vida se torna trágica, a esforzarse por explicar la propia vida. Porque es más sencillo asumir que la verdad puede quedarse en el pasado y que el futuro siempre es lo terrible por venir. La sabiduría de los trágicos, empero, nunca será sobrevivencia.

         La verdad sólo puede ser olvidada cuando su visión no es temporal, pues una verdad temporal ―¿acaso hace falta decirlo?― no es verdadera, sino sólo una opinión adecuada. El tiempo del poema no es, pues, aquel que podría decirse como un futuro hipotético, sino la experiencia de quien está negando la verdad que ha conocido, la niegue en el tiempo en que la niegue. El tiempo del poema es el tiempo de la existencia. El poema le habla a quien en su existencia está negando la verdad que ha visto. Y no sólo niega, sabe que la niega: llueve y sonríes. Nadie que haya visto la verdad puede ocultársela, aunque haga todo el esfuerzo por olvidarla, por desviar la mirada, por distraerse con otras cosas, por fingir que no es quien es. He ahí el error de los trágicos: conocen la verdad pero prefieren el estruendo, han visto la verdad pero quisieran que sólo fuera el trueno y el rayo que enceguecen al oído y al ojo. Parece que los trágicos, por creerse hijos del Tiempo y olvidarse hijos de Dios, no reconocen que el estruendo que aterra cae al mismo tiempo, junto con ellos, pero en medio de la lluvia. Parece que olvidan que la lluvia sigue. Parece que olvidan la verdad. Y frente a ellos, mirándolos, bajo la lluvia, alguien está sobreviviendo.

 

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Esta semana aprendí que quien no sigue mis consejos tiene éxito, en lo cual concuerdan los del mundo y los que quedan (si quedan).