Estaba atrapado dentro de una galleta, sus brazos y sus piernas, entumecidas, no tenían la fuerza para romper su prisión. Lo último que recordaba era el familiar olor a cloroformo con el que capturaba a sus víctimas. Parece que esta vez alguien lo había capturado con su propia trampa. En fin, desorientado y todavía adormilado, lo único que pudo pensar como solución a su problema, fue decorar su prisión.
Archivos por mes: abril 2018
La gracia de la alegría
La gracia de la alegría
A mi maestro
Francisco García Olvera
in memoriam
Ante la plena
mar, una sola lágrima…
Brota la niebla.
José Luis Rivas
Vi con claridad la felicidad. Francisco García Olvera fue un hombre feliz. Por ello fue siempre tan dichoso todo encuentro con él. Por ello, estamos todos tan agradecidos de la dicha de haberlo tenido en nuestras vidas. Nosotros, tan imperfectos, nos maravillábamos de su radiante alegría, nos inspirábamos con su paciente esperanza, agradecíamos su tenaz disciplina, su corrección directa, su reconvención amable, su planeada simulación, la inteligencia que espontánea iluminaba nuestras vidas. Yo, en particular, deberé siempre a mi maestro lo mejor de mi vida: la confianza en la palabra. Fue él quien me llevó a los diccionarios, fue por él que descubrí en los términos pasado, en las palabras sentido, en lo dicho posibilidad. Fue Francisco García Olvera quien ideó la simulación original por la que fue posible que los amigos se reunieran a leer, a trabajar juntos, a pensar en compañía: a que la palabra fuera común a todos. Por García Olvera tengo a los mejores de mis amigos, tuve los mejores momentos, casi fui feliz… Fue su confianza la que me dio profesión. Si llegué a estar frente a un pizarrón, si pasé horas corrigiendo trabajos, si comencé a ser docente, sólo fue posible por la confianza del maestro Francisco. Y en la más terrible crisis, sintiendo lejos a mis amigos, perdiendo el sentido de la profesión, empañando la esperanza en la vida, fue mi querido Panchito quien me ayudó. “¿Cómo conserva la esperanza un profesor?”, le pregunté dolido a quien ejerció la profesión por más de sesenta años. “Uno sabe que nunca es suficiente. Las definiciones son perfectas, los hombres no lo son. La educación siempre está en lo imperfecto”, me contestó alegre y me ofreció un chocolate. ¿De dónde venía su alegría? Francisco García Olvera contagiaba su alegría, extendía la mano de su inteligencia y sus palabras nos endulzaban el gusto sin empalagarlo: ahí el secreto de la definición perfecta, de la metáfora viva, de la enseñanza sabia. Irradiaba alegría para deslumbrar el buen gusto: pensar como la alegría del hombre que sabe sus propios límites, el hombre contento. Educaba el gusto por el orden mediante la correcta exageración. Exageraba educando porque nosotros, tan imperfectos, tan exagerados, sólo así podríamos comenzar a conocernos, a reconocernos, a pensarnos. El gusto por pensar: la gracia de Pancho. La gracia de la alegría de Francisco García Olvera fundó en sus discípulos una cierta fe, una esperanza, una cierta confianza en la palabra. La gracia de su alegría nos hace deseable la felicidad, confiable la vida y entrañable la amistad. Yo deberé siempre a mi maestro lo mejor de mi vida.
Námaste Heptákis
Coletilla. Aurelio Asiain escribió el siguiente poema sobre los tres estudiantes de cine secuestrados y asesinados, cuyos cadáveres fueron disueltos en ácido, en Jalisco.
EMPÁTICO
La irreparable pérdida
y la pena que embarga
y las sinceras condolencias.
Estos hechos terribles
no quedarán impunes.
He girado instrucciones
y lugares comunes.
La cosa está resuelta.
La realidad disuelta
en ácido.
La luz sobre el misterio
La luz sobre el misterio
A la memoria de Francisco García Olvera
La precisión es alegría, una sonriente dicha que elabora la definición ante lo ignoto, como si el misterio que nos aborda fuera tan evidente como para no gozar la insistencia de pensarlo, de nombrarlo, realizando nuestras inclinaciones más benignas. Lo aciago de la palabra escuela es que el ocio no se alcanza ya a saborear, pues tiene encima las yemas tiesas del negocio casi inevitable. ¿Cómo se puede propiciar aquello para lo que estamos dispuestos? ¿Cómo entender esa relación entre el ser, el hacer y el haber en que parecen irse delineando los bordes de nuestra voluntad, sensibilidad e inteligencia? La sabiduría es asombrosa, y nuestra admiración por ella muestra, quizá, el gusto por saber, aunque dicho gusto natural no sea todavía philosophia, mas que en un sentido primordial. El problema moderno de la inteligencia está basado, hay que recordar, en la imposibilidad última de distinguir la inteligencia de todos sus actos posibles, para los que la sensibilidad, si bien no insignificante, es pensada a partir de una división primordial en el orden del conocimiento: el yo se encuentra en un cuerpo cuyos movimientos sensibles sólo son aclarados hasta que el entendimiento se aplica a ellos. La fenomenología, a través de la visión, ha de dejar espacio a la palabra para recordar que sin inteligencia no hay misterio, sin palabra no hay manera de auscultarnos, de pensar aquello que se nos presenta. Por eso la aclaración se viste de una admiración ante lo que parecía estar silencioso. Los que salen de la rudeza no aprenden eso: los datos no son claridad por sí mismos.
No hay hábito sin ser, y no conducimos el hacer de manera afortunada sin conocer nuestro ser. Investigar es una especie de felicidad que colma nuestras deficiencias con nuestras propias capacidades. No puedo evitar pensar que nuestro ser, a la vez que común, aparece diverso en una maravilla visible en las palabras y las obras. Educar es una obra de palabra: al silencio necesario para la concentración en la filología sigue la posibilidad de comprender, al escuchar aguzamos el oído para la noble obra de hablar bien. La maestría en el decir reluce en la obra del saber mostrar, conducir. Es tentadora la opción de afirmar que la maestría para decir nos mueve sólo a repetir sus propias formulaciones, pero aceptar eso sería falta de filología. La raíz de la lengua común nos alimenta de una convención materna única, pero el que se anquilosa sobre el pecho forma el hábito de dependencia inútil, que no honra el decir bien. Probablemente, si para lograr una vida dedicada a saber hubiera un solo camino y un molde, conocerse sería imposible. La palabra no es estática, sino relación con otros, juego y seriedad. Quien no tiene palabra, andará a tientas; quien remeda sólo es un alumno, pesadilla del maestro, afiliado sempiterno del profesor.
Misteriosa esa diversidad para el obrar y el hablar, posibilidades cercanas a todo hombre. ¿Ese ente que somos, reflejado en el espejo, tan parecido a otros semejantes en sus diferencias, no está hecho para lograr su diversidad a partir de su movimiento? Pero la fuente parece la misma. Los recovecos del alma requieren, para ser descubiertos, de todas nuestras facultades. Tal vez por eso sólo hasta que uno se admira de lo que está tan cerca sea posible notar la bondad existente en lo que sentimos. Lo que nos acaece corre siempre en distintas aguas, aunque la inteligencia sea facultad universal. En ese caso la filología tiene todavía mayor sentido como obra de constancia amorosa, lo que permite descubrir mejor ese ente que somos en sus distintas relaciones. Toda obra tiene como base la relación del ente humano, como un todo, con aquello sobre lo que se ejerce. A veces, lo he visto, las actividades más vigorosas no involucran el trabajo manual, que por lo general tiene una duración estipulada por las capacidades para él. Es como si esa gracia de iluminarse tuviera la oportunidad de relucir en el fuego vivo de un aliento que no se desea apagarse, como si la potencia natural en verdad mostrara sus incandescencias de manera tangible a través de la voz. No están equivocados quienes dicen que la obra de un pensador se alarga como una estela a través de su vida.
¿Qué significa ser para el hombre? Aunque la respuesta parezca estar a flor de piel, titubeamos al esbozar siquiera un acercamiento. Y es que la comunidad de esa palabra con todo lo no humano es algo que la práctica diaria parece encubrir con la opinión común. Existimos con un sentido privilegiado para entender el movimiento, para notar el ser como tal. Lo natural sólo es comprendido a través de nuestra naturaleza propia. La palabra realidad no prescinde de la actualización constante de nuestras relaciones, pero no tendría sentido si su actualización no se basara en algo. Quizá eso posibilita el lógos sobre el fenómeno: aquello que aparece ante la inteligencia, ante la vista interna, subsiste en la actividad de pensar el ser, de verlo. Maestro es quien nos ayuda, con su hacer, a sabernos más claramente humanos, para propiciar lo bueno.
Tacitus
Ojalá sea la luz
Ojalá sea la luz
El hábito bueno perfecciona la vida, el malo la corrompe.
Todos como candelas encendidas juntan las llamas que poseen y se enriquecen en un fuego común.
F. G. Olvera
Y a fin de cuentas, ¿cuál es la labor de un maestro? Para esto tenemos que discernir sobre aquellas actividades y hombres que dicen educar. Después tenemos que decir algo respecto de la educación. Los hombres que dicen educar son dos: uno es el profesor, otro es el maestro. Profesor es el que profesa; profesar es adherirse a un dogma sin cuestionarlo y pedir que no se cuestione. Profesar es acercarse a las palabras como quien se acerca a la zoología desde un libro ilustrado. Ahí está el animal, ¿ahí está la naturaleza? El profesor dirá que sí y que aprendamos esto. Y quizá no es que sea un tirano, sino que no sabe enseñar, le da miedo enfrentarse a la espontaneidad de la vida; a la vitalidad del discurso. En fin, el profesor es aquel que toma un libro de texto y nos dicta o muestra, pero desde la sapiencia de otro. Jamás dirá “no le crean nada a este libro”.
El precepto último sólo lo dice –y lo dijo desde que lo conocí– un maestro. No creer en nada no significa arrojarse estúpidamente al escepticismo, hay hechos que no puedo eludir: como que “hablo y ustedes me entienden”. No creer en nada es aprender a escuchar, y a ver “no con los ojos de la cara”, sino con la inteligencia. No creer en nada es un acto de humildad intelectual y por ende vital. No creer en nada es tomarse muy enserio la labor de investigar, para una vez sabiendo algo comenzar así: “Parto pues del hecho de que sé hablar y sé escribir y de que hay otros seres semejantes a mí, que saben leer y entienden lo que digo.” El maestro sienta las bases, no las diluye, las cuestiona junto con sus estudiantes. El buen maestro dice lo que piensa de una forma clara y estructurada. Pero la claridad que es la manifestación de la luz, nos hará ver sólo si ponemos atención “No anoten, escúchenme a mí”, porque educar es ante todo una experiencia estética. Es el fenómeno de la inteligencia que busca el orden del hombre en el universo, es decir, aquel que busca su justa proporción: la belleza de –y en– su ser. Para lograr esto, el lenguaje debe de ser claro, pero sobre todo, vivo: perfecto.
El maestro es el que trabaja con la luz (analogía con la inteligencia) que también es fuego (eros) en el caso del hombre, para ayudarlo a ver. Porque el maestro confía en que hay luz en sus alumnos, es decir, una llama que puede ser atraída por su igual. Todos entran (entraban) en tu clase. Para todos había atención. Yo que no sabía escribir “ejercicio” (ejersicio) aprendí, porque a nadie querías dejar fuera del ejercicio del buen lenguaje. Tu fenomenología era sobre el lenguaje. Y el otro siempre apareció ante tus ojos no como un objeto de estudio, sino como el prójimo que se acerca a mí; no era un ser extraño al que debo auscultar, sino al que le debo estrechar la mano ya que vive conmigo en el habla cotidiana. Imagino que por eso eras tan precavido. Porque sabías que con las palabras uno puede herir de muerte malsana a los hombres (hiriéndose uno al mismo tiempo) y por eso nos dejaste grandes pistas que apenas voy descubriendo: Por eso nos dijiste una vez: “Yo creo que hay un lugar después de la muerte al que yo llamo cielo o paraíso, en donde uno se encuentra con su seres queridos”. Porque, para ejercitarnos en la búsqueda de la verdad sin caer en el absurdo o el abismo, hay que creer en algo superior. Yo también creo eso. Ojalá sea así.
Ahora que ya no estás, yo no te creo, porque nos dejaste un par de mamotretos a fin de no abandonarnos en la obscuridad de estos días aciagos. Para la muerte nos preparaste, mientras tú reflexionabas. ¡Gracias, maestro!
Javel
Palabra: Recuerdo que me enseñaste a ver que mi palabra favorita y quizá mi sino era recordar, es decir, traer de nuevo al corazón.
Te recuerdo en clases, pero el recuerdo más claro que tengo es éste: estás sentado en tu escritorio, el de tu oficina, y lees un libro muy grueso que se titula Ideas. Me despido de ti (usted) y me señala un letrero en la ventana «si no leo, me aburro».
Morir un poco
Morimos un poco cada día que pasa, y no porque nuestra vida se reduzca un día, sino porque se va dejando de lado la esperanza de convertirse, de dejar de ser pecador y de encontrar la gracia.
Maigo
De la dificultad de ayudar a los otros
“Hemos perfeccionado nuestra insensibilidad”, me dijo un amigo que trabaja en un periódico de nota roja mientras se veía sus manos manchadas de tinta. No entendí si hablaba de toda la humanidad, de todos los habitantes de nuestro país o de los que hacen posible que las personas se informen sobre los sucesos más importantes. Así que le pregunté, encerrado en la misma generalidad: “¿por qué lo dices?”. Moviendo sus grisáceas manos, empezó a decir que al día ve muchísimas fotos de personas muertas, hombres, mujeres e incluso niños; que él desearía no imaginar cómo murieron, pero a veces leía a detalle sus muertes y no podía entender qué orillaba a la gente a matar así; con sus ojos cargados de una pesada indignación, me detallaba que había ciudades en las que la muerte había dejado de ser algo natural, obra del paso de los años, y que las personas padecían el corte de sus manos, brazos u otras extremidades íntimas; eran enterradas incompletas; vivían incompletas. “¿Por qué pasa esto, por qué no se intenta enmendar esta situación?”, así remató su agitada disertación.
¿Qué decirle a mi amigo para que no se sintiera tan mal, pero para que no creyera que lo incitaba a la indiferencia? Porque en alguna ocasión alguien nos había comentado, a nosotros dos y a otros amigos, que no podíamos preocuparnos de todos los problemas que pasaban a nuestro alrededor, pues si lo hacíamos no podríamos ni dormir. Quizá ya había recordado esa frase y no le satisfacía. ¿No resultaría una respuesta políticamente correcta, es decir, que nos hace aparentar preocupación, como cuando decimos que amamos a la humanidad, pero que nos exime de hacer algo bueno porque no tenemos suficiente tiempo para preocuparnos por todos?, ¿debemos anteponer el bienestar de los demás al nuestro?, ¿en qué punto podrían coincidir el bien para nosotros y para los demás? Suponiendo que sí quisiéramos ayudar a todos con todas nuestras fuerzas, ¿cómo hacerlo?, ¿siendo parte activa de una organización no gubernamental?, ¿buscando restos de cadáveres sin identificar?, ¿dedicarnos a lo que nos corresponde? Creo que esta pregunta es la mejor, debemos dedicarnos a lo que nos corresponde para vivir bien. Pero no puede ser una respuesta simplemente pragmática, pues en ese caso tanto se dedica a lo suyo el empresario honesto al hacer dinero, como aquel que engaña, estafa y hace tratos con el narcotráfico. Los narcotraficantes también se dedican a lo que les corresponde, o a lo que ellos creen que les corresponde; un pretexto semejante se dan toda clase de criminales. Así que me pareció conveniente decirle a mi amigo: porque no nos dedicamos a lo que es bueno que nos dediquemos.
La consternación de mi amigo se transformó en curiosidad, así que añadí: por ejemplo, si crees que tu trabajo hace conscientes a las personas del país en el que vivimos y ellos, según sus capacidades, intentan actuar con justicia para evitar la violencia, me parece que es bueno lo que haces. Algo así le dije, pero con muchas más palabras y diversos ejemplos. Pareció más tranquilo, pero una mueca de incertidumbre no se disolvía de su rostro. ¿Por qué no intentó desenredar la pregunta que todavía parecía quedar pegada en su alma? Quizá no quería pasar más noches intentando averiguar si su trabajo valía la pena, o tal vez se había dado cuenta que él sólo no podría cambiar el mundo. Lo que haya pasado por su alma quizá él mismo ni siquiera haya podido sin entenderlo. Aunque me dejo tranquilo el que me mirara a los ojos y con voz sonora y segura me dijera: “debo perfeccionar el modo en el que informo”.
Yaddir
Tres formas del desprecio a la razón (tercera parte)
Por mi parte creo que, si dios les hubiera concedido a ellos elegir
entre llevar la vida entera que vieron llevar a Sócrates y morir,
por mucho hubieran preferido morir.Jenofonte, Memorabilia, I.2.16.
(Si desea leer la primera y la segunda partes, puede hacer aquí lo primero y aquí lo segundo).
III. LA PARALÓGICA DE LA ACEDIA
Quienes desprecian la razón van pareciéndose a brutos o a fieras; pero también pueden volverse monstruos. Los primeros podrían admitir que la palabra es capaz de nombrar e incluso podrían conceder que nos puede acercar a los demás hombres, aunque clamarían que ambas cosas carecen de importancia porque se dan sometidas a nuestros caprichos en un mundo sin sentido. Los segundos, exaltados, sólo apreciarían los nombres de sus propios prejuicios y al resto lo desecharían con desdén totalitario. Pero los terceros son incluso peores. Ya sea que se entienda su merma del discurso público como un mal único en su género, o que se le vea sumado a los otros, su presencia supone que la palabra es falsedad, que el mundo es fuerza y la comunicación imposible. El suyo es el régimen de la crueldad.
Hablar sobre la naturaleza de un monstruo es difícil. Un monstruo no es lo mismo que un enfermo porque aquéste cayó de la salud: por inclinación natural desea recuperar la normalidad (pueda o no hacerlo). Por otro lado, el monstruo está en cierto sentido entre la enfermedad y la salud, en un estado que parecería serle normal aun en su desviación. Esta normalidad es, sin embargo, un simulacro. Para entenderla como tal hay que buscar luz en el bien del que el monstruo está alejado. Esta analogía ayuda a imaginar el sentido en el que el vicio es diferente de la incontinencia o de la adicción. Quien trate de entender la crueldad pensándola como adicción, incontinencia, o algo semejante, errará porque no alcanzará a ver que quien es cruel elige lo que hace. La crueldad es la intimidad del injusto. Semejante al monstruo, el cruel es indistinguible sin idea del bien, y del que está alejado es del bien común. El cruel es indolente frente las vidas de los demás. Por eso la crueldad sin indolencia nos sería incomprensible. Usamos ese nombre, indolencia, para una incapacidad de conmoverse frente al otro, pero ésta es distinta de la mera insensibilidad (un demente puede ser insensible) y también de la apatía (un niño puede ser apático). Somos capaces de notar cierta diferencia porque en la indolencia percibimos algo así como una falta de humanidad1. Es un hueco expuesto, visible, en quien se place en la violencia porque su relación con el mundo se da negando la comunicación: no hay otros que para él sean próximos a sí mismo, no hay naturaleza que lo refleje, no hay quien pueda decirle quién es.
El discurso público para éste no es juego, tampoco es moda; más bien, para él el discurso público no existe. «Discurso público» es un ruido que hacen unos en su pretensión al poder. El que así vive, sometido al régimen de la crueldad, tiene un uso de la razón deforme. El uso que exhibimos normalmente viviendo con los otros en la expresión lógica, en este caso se vuelve un simulacro. La simulación suplanta al diálogo. Finge la apariencia de lo que tenemos de común cuando hablamos, de nuestros esfuerzos por darnos a entender, de los recursos viejos y novedosos a través de los que convivimos dando cuenta de lo que juzgamos importante. Y es que la lógica no es una disciplina de las fórmulas aprobadas por un comité de solemnes científicos para erigir decretos de validez; la lógica es la contemplación de la forma natural (con todo y sus peculiaridades lingüísticas) en la que el discurso humano comunica la verdad. Los razonamientos bien hechos se afirman (en quien los comprende) por expresar la verdad en lo dicho, y la observación de los modos y órdenes en los que eso sucede no pretende erigir un reglamento de arbitrariedades. A diferencia de este uso de la razón, el que hace el cruel no puede promover la convivencia en la palabra, pues niega que ésta sea algo más que ruidos aprendidos, anómalos y desordenados. Sin embargo, en su relación con los demás pretende utilizarlos por medio de esta fachada de razonamiento. Por eso el simulacro que éste hace de la razón es paralógica.
Paralogismo, hablando en general, es el nombre que la tradición lógica le ha dado a los discursos que aprovechan su parecido con los buenos razonamientos para invitar a la afirmación, aunque lo que digan sea falso2. Aristóteles distinguió esta clase de engaño de las ilusiones provocadas por la abundancia de significados en las palabras que usamos, y juntos, forman lo que por dos mil años ha sido la base de listas y discusiones y distinciones sobre falacias3. No toda paralógica, sin embargo, tiene las mismas causas. Vista como fenómeno de la comunicación y sus peculiaridades políticas, puede provenir del error, de la ignorancia, del mal hábito o de otras muchas cosas; pero en la que surge de la crueldad y que amenaza al discurso público es esencial la negación de la posibilidad de comunicarnos. Ésta es suplantada por la fuerza. Va más allá del intento de engañar que realiza quien preferiría no entrar en argumentaciones en serio: éste, también condenable en su propia medida, por lo menos en su evasión asume la posibilidad de la verdad en la palabra; pero no es ésta la paralógica del cruel. Es notorio en los foros públicos, virtuales y reales, cuánto se usan figuras engañosas que tienen solamente la pinta de argumentos, pero en ellos cunde la descalificación de la posibilidad de razonar. En la enemistad que se hace manifiesta en esas ocasiones está obrando algo más allá de la ignorancia sobre el orden de la argumentación o la falta de hábito en discusiones serias. No se trata de deslices que se resolverían con señalarlos. Imagine, lector, si de decirle a un militante de algún partido político en un foro «oye, este argumento tuyo es una petición de principio», podría esperarse la respuesta «¡vaya!, no me había dado cuenta. Gracias. Buscaré un modo bien fundamentado de exponer mi postura», y atáquese de risa. Pensar que lo que falta es llevar unas buenas clases de lógica y aprenderse unas tablas de falacias es ingenuidad. Que no se sabe discutir bien se ve con mucha facilidad; que en general nos hace falta esforzarnos por ejercitar la claridad en la expresión y por aprender a escuchar a los demás es también muy obvio. Pero un programa de adiestramiento técnico en argumentación sería un despropósito. Las personas, sin ninguna educación técnica, naturalmente nos esforzamos por comunicarnos bien. Por eso la paralógica que cunde en nuestra vida pública es en cierto sentido monstruosa.
El cruel está en guerra contra todo, y nadie que esté en guerra contra todo puede ser amigo de sí mismo4. Su paralógica viene de una ingratitud profunda, una tristeza que niega lo mejor que tenemos. Viene de esa deformidad del discurso que vuelve ilegible la vida. En la falta de reconocimiento se ahoga toda reflexión, las personas y la naturaleza dejan de existir como vida y toda existencia se confunde con un medio para una finalidad egoísta que termina por rechazarse a sí misma5. La crueldad ciega frente a todo lo otro, reduce al hombre a nada sino él mismo, obscurece todo lo sagrado. Y aun en él mismo, lo que se encuentra es causa de desprecio, pues se asume que no puede acercar a la verdad. Esto lo dijo muy bien Javier Sicilia en La ilegibilidad del mundo. Allí, el poeta acusa que cuando se pierde la posibilidad de comprender el mundo como signo, tecnificándose la vitalidad humana en un afán de someterlo todo bajo su control, es casi imposible practicar el bien. El mal del alma de quien así pierde el celo por el bien se llama acedia6. Esta palabra nos viene del griego antiguo con la a- privativa y kḗdos que significaba cuidado, preocupación o cariño. Su uso en las conversaciones desde el cristianismo primitivo lo enfocó en el descuido de los bienes espirituales, semejante a la pereza en apariencia, con la diferencia de que la acedia no es una debilidad frente a las dificultades sino un desánimo frente a la bondad del mejor camino posible, que incidentalmente es difícil. Por decirlo de otro modo, es al mismo tiempo una falta de cuidado y una falta de dignidad para percibir los bienes que merecen cuidado. Este tipo de descuido indolente caracteriza al cruel. La paralógica que resulta de la acedia se nota en el uso desdeñoso de la razón como si fuera uno más de los innumerables artículos irracionales del ejercicio del poder. La crueldad, este disfrute perverso por el dolor ajeno, se vuelve contra el cruel al transformarse en un dolor que odia todo el mundo. La vida se hace agria, los días se vuelven tortuosos, largos como si el Sol se ralentizara en su curso o se detuviera por entero. Otro que reflexionó sobre la acedia fue Santo Tomás. Su observación es que la acedia es cierta tristeza que impide al hombre alegrarse por su propio bien7. Lo ataca una parálisis por la que no obra bien, y por supuesto, en el bien obrar está incluido el bien hablar. Volviendo a los discursos públicos, la paralógica de la acedia permea no nada más los dislates más inanes que despliegan nuestras figuras públicas cuando abren la boca, sino todos los simulacros de comunicación que provienen de despreciar aquello en nosotros que nos permite entendernos con los demás y convivir con ellos: se ve en debates erísticos, discusiones construidas sobre el insulto, falta de imaginación para compadecer, absurdos que ostentan seriedad y, visiblemente, en las manifestaciones descuidadas que confunden gobierno con administración y amistad con buen negocio. Estos son modos que vuelven al mundo ilegible y también indecible. Un monstruo como éste todo lo mira monstruoso. Es ésta una degeneración de lo mejor que somos al volvernos incapaces de reconocerlo. Así la paralógica de la acedia obscurece el significado del mundo y nos encierra en el peor laberinto imaginable: uno individual, en el que la única constante es la crueldad, donde no hay comprensión posible ni esperanza de auxilio, y donde la amistad no sólo es inasequible, sino que nos convence de que nunca ha existido.
1 Que la crueldad sea la intimidad del injusto no quiere decir que su ser esté oculto o que su experiencia sea irracional, inexpresable o misteriosa; como tampoco debe entenderse su enajenación de los demás hombres como una separación ontológica. Considérense en Metafísica de la expresión de Eduardo Nicol, §23: «Pero [el logos] no puede cumplir su cometido, que es pensar y hablar de todos los géneros, sino manteniendo su interioridad respecto del ser: afirmando en cada uno de sus actos el principio universal de la comunidad del ser. Para lo cual es preciso que retenga el atributo de la expresividad», §31: «La fórmula que expresa desde antiguo la condición moral del ser humano, nihil humanum a me alienum [sic], no contiene ninguna norma o directiva, ni se resume en ella una virtud o un ideal. Lo que expresa es una solidaridad metafísica». También véase esta reflexión. (Para el interesado en la cita latina que hace Nicol, se trata de homo sum, humani nihil a me alienum puto (soy hombre, nada humano me es ajeno) dicha por Cremes en el Heautontimorumenos de Terencio. Se puede leer una versión facsimilar bilingüe, latín-castellano, traducida por Pedro Simón Abril en 1577 aquí).
Ahora bien, hay que pensar el sentido en el que la interioridad, el «lugar desde el que nos contamos historias», del injusto, es diálogo consigo mismo. Si hay vida interior tan sólo en tanto haya introspección, y ésta es la semilla del diálogo, ¿podría ser ése otro camino para explorar la deformación psicológica en la que consiste la crueldad y que conduce a la paralógica de la acedia?
2 Kant tiene su propia y muy complicada comprensión de lo que es un paralogismo (Kant, «Libro segundo de la dialéctica trascendental, Capítulo I – Paralogismos de la razón pura» en Crítica de la razón pura). Aquí no me refiero a ella.
3 Aristóteles, Refutaciones sofísticas, especialmente 165b 23-168a 1. Los siete paralogismos que expone son el del accidente por substancia, la generalización indebida, la conclusión irrelevante, la petición de principio, la afirmación del consecuente, la falsa causa y la doble pregunta.
4 Dice brillantemente San Agustín que «pena justísima del pecado es que cada quien pierda el don del cual no ha querido usar bien […], y que el que no quiso obrar bien cuando podía, pierda el poder de hacerlo cuando quiera», en De libre albedrío, III, 18, §52; y en Confesiones, I, §18, exclama contra la ridiculez del que odia al ser ofendido «como si cualquier enemigo pudiera hacer más daño que el odio que tiene contra él, como si pudiera herir más profundamente aquél a quien persigue, que la herida que en su corazón causa la enemistad». Y también, en La ciudad de Dios, XIV, §2: «¿Quién tiene la enemistad en otro lugar que su alma?». Considérense también los argumentos en Platón, Las leyes, 626b-628e; República, 351a-353e; Gorgias, la discusión entre Sócrates y Polo (especialmente 468b-480e); Aristóteles, Ética nicomaquea, 1129b-1130a.
5 Nicol, Metafísica de la expresión, §30: «La novedad consiste en usar la ciencia, que es la suprema racionalidad, como instrumento de posesión interesada. […] En la intimidad, lo que predomina es la extrañeza, y hasta el provecho queda empañado por un vago sentimiento de nostalgia; pues la naturaleza se ha perdido en los mismos frutos que obtenemos de ella, y al explotarla nos perdemos a nosotros mismos. Para existir, necesitamos de ella como morada, más que como almacén de materias primas».
6 También se llama en español acidia y acedía. Santo Tomás (Suma teológica, Libro II, parte segunda, q. 35, artículo 1, en línea aquí) hace el chiste de equipararla en su acción al ácido sobre las cosas que corroe y que quedan frías tras la reacción endotérmica que provoca el agente agrio, así como se enfría el alma paralizada por una tristeza que impide la buena obra. Suele llamársele «el Demonio de Mediodía» a partir de las reflexiones de Evagrio Póntico en el Tratado práctico, §12 , disponible en inglés y griego aquí. (¿Incluiría el chiste de Santo Tomás la cercanía del nombre de Evagrio con el agente agrio? El parecido en latín no es tan vistoso como en español, así que probablemente se trate sólo de una afortunada coincidencia (acer con Evagrius, el primero proveniente del griego ákros, puntiagudo, y el segundo de eu- ágrios, buen salvaje)). Námaste Heptákis hizo una reflexión sobre el demonio de mediodía y su manifestación en nuestras democracias, llamándolo desidia. Pienso que acedia es un nombre que le va mejor, sin embargo. Comparado con acidia, tiene mayor parecido con su origen etimológico akēdía (ἀκηδία), y con acedía, mejor sonido. En cuanto a desidia, ésta viene del latín desidere, nombre de la acción de dejar un asiento, un sitio o un puesto y, por extensión, de la denotación de pereza (e incluso cobardía) que viene con el abandono de las responsabilidades. La cercanía al significado de la acedia es notable; no obstante, la diferencia del énfasis es capital: lo importante en el nombre desidia es el abandono, en acedia es la falta que impide el cuidado.
7 Suma teológica, Libro II, parte segunda, q. 35. La tristeza por el bien del otro, mal análogo a la acedia, es la envidia. Ambos son propios de quien desprecia los bienes divinos. Por ello, dice él, son vicios que no consisten en un desvío de la humildad, sino que provienen de la ingratitud. Al preguntarse si se trata la acedia de un pecado que destruye la vida espiritual derivada de la caridad, responde que sí, pero no en quien lo padece tan sólo sensualmente (y a su pesar), pues «la consumación del pecado está en el consentimiento de la razón» (artículo 3).