En el último diástole del corazón de un ladrón caben miles de secretos coleccionados a lo largo de tantos años y tantas puertas abiertas a la fuerza. No hay baúl que soporte una cantidad semejante de chucherías, ni lugar en el mundo que sea tan espacioso y eterno que pueda mantener en un solo instante, no solo la memoria siempre despierta y minuciosa del malhechor, sino también los recuerdos violados y compartidos a la fuerza que sus hábiles manos arrebataron en un descuido de sus víctimas.
El sístole que nunca llega, se mantiene a la espera de un amanecer que nunca pasará, como la esposa engañada que mantiene vigilia sabiendo que su marido no volverá a dormir con ella, tampoco esa semana. Quien ha padecido de un hurto, no importa qué tan pequeño pareciese a los ojos de los demás, conoce las profundidades del abismo que se abre entre lo que una vez fue suyo y la esperanza de recuperarlo. El corazón de un ladrón que se ha detenido se queda esperando, aguardando desde las sombras la oportunidad que nunca llegará de conseguir aquello que tanto desea, que es, tan variado en su número y cualidad, como los caprichos de una adolescente. Es por eso que se da en los ladrones la más trágica de las muertes, pues su corazón sobresale de entre todos los hombres, por ser el que más desea al mundo que le rodea, y sin embargo, se ve incapaz de robarle al tiempo un poco más de vida o de recuerdos mal habidos.