Tres formas del desprecio a la razón (segunda parte)

El carácter que en cada tipo de gobierno está como en casa
es la salvaguarda habitual de ese gobierno y lo erige desde el principio. (…)
Y un mejor carácter siempre es responsable de un mejor gobierno.

Aristóteles, Política, 1337a.

(Si desea leer la primera parte, puede hacerlo aquí).

II. LA TIMAGOGIA

Además del deterioro que hace de la razón golosina, está también el que la usa como arma. No hizo falta ni mucho tiempo viviendo en el capitalismo voraz, ni desmedida reflexión en los círculos de politólogos, para que las luchas sociales llegaran a ser explotadas como nichos de mercado al grado al que están ahora. Tratar de convencer a unos o a otros, primero de que son parte de cierto grupo que se comporta siempre de cierta manera y, segundo de que están opuestos a tales otros grupos, es una aspiración comprensible (si bien, no justificable) si se piensa en la preeminencia actual de la búsqueda eficiente del poder. Este fenómeno consiste en una simplificación muy atractiva de las preocupaciones relevantes en la vida práctica. Estos grupos de luchadores sociales se forman, muchas veces, de legítimas indignaciones; pero por nuestra sobrepoblación y nuestros hábitos comunicativos, tales grupos no prosperan por la fortaleza de sus postulados, por la claridad de su ideología, ni por lo razonable de sus demandas (si acaso tienen alguna de las tres). Prosperan por su publicidad. La retórica que los mantenga en la memoria pública es la que más fácilmente puede reproducir la indignación que los movió originalmente y así puede acrecentarlos. Como todo nicho de mercado, mantenerlo creciendo, interesado, consumiendo y demandando más, es lo preferible para el vendedor, incluso si éste es un vendedor de causas sociales. Naturalmente, la retórica que existe en un mundo político que se comporta como mercado desarrolla más que otros aspectos su selectividad. Una de las causas de que exista la retórica, así o como sea, es que a todos nos encanta dejarnos convencer. Esto no es decir que a todos nos convenzan las mismas razones, o que accedamos a cualquier disparate; quiere decir nomás que hay un placer de lo más humano en encontrarle plausibilidad o verosimilitud a alguna imagen o razón que nos proyecta beneficiándonos. Cuando la palabra se reduce a la publicidad, las discusiones de lo trivial y las de lo importante se confunden porque el grado de prioridad lo establece el publicista. Él dirige la retórica. La información que ha de propagarse, la propaganda, mide la indignación y a ella se dirige.

Es por eso que el discurso público empieza a volverse terriblemente selectivo. No con miras a lo mejor, ni con miras a lo justo, ni con miras a nada por el estilo; sino apelando a los diferentes grupos que más efervescen a la vista de todos. Estas modas justicieras, o más bien vengativas, invitan un tipo de jaloneo del furor público que no es precisamente demagogia. Se le parece porque usa un discurso que pretende antes conseguir seguidores para la sujeción efectiva del poder, que lograr la convivencia o la comunicación; pero difiere en dos cosas importantes: primero, en que no es solamente populista, no va dirigido nomás al dḗmos, al pueblo (casi siempre identificado con quienes son pobres, honestos y chambeadores); segundo, en que este poder, o si se quiere sonar menos intrigoso, esta influencia, la busca también más allá de los intereses de la politiquería. Piénsese, por ejemplos de esto último, en el movimiento por el desprestigio de los fumadores, la aparente urgencia por algo que llaman «lenguaje inclusivo» o el creciente rechazo de los «críticos» literarios a personajes ficticios que no sean «representativos» del lector1. Otro caso es el de la campaña de guerra contra los nombres de los ciegos, sordos, cojos, y demás, o los de actividades tradicionalmente vergonzosas como la de la prostituta o la del pepenador; pero no está tan claro si esto haya empezado como eco de políticos originalmente, o si venga de alguna susceptibilidad herida que éstos aprovecharon. En cualquier caso, este tipo de desvío es conveniente para el mercado porque mantiene una controlada diversidad en la que los consumidores pueden verse reflejados y, sin embargo, sienten también que se les considera como únicos2. El establecimiento de las nuevas prioridades públicas a través de la propaganda allana así el camino a una vida en la que la palabra no puede hablar de bien en las cosas que nombra; pero se puede ella misma usar como trofeo de superioridad (que no es lo mismo que bien). Esta manera de desarraigar la razón de la posibilidad de compartir el bien permite manejar la indignación en muchos niveles. Hace así de las palabras herramientas, armas, que apuntan siempre contra todo menos contra quien las usa. Esta clase de discurso pretende arrear el ánimo que se hincha con indignación, éste que los griegos llamaron thymós. Por eso bien dijo Námaste Heptákis que conviene llamar a esta forma de desprecio a la razón, timagogia3.

Esta contaminación del lenguaje común y corriente se va depositando en nuestras vidas sin que sea fácil percibirla. Pero una vez que ya se ha propagado es muy vistosa. Aprovecha la naturalidad de la retórica, nuestra disposición compasiva (si no con todos, sí con los nuestros, los más cercanos) y la celeridad que tenemos para llegar a conclusiones sin cuidado4. Por eso los discursos timagógicos de los defensores de causas vengativas sociales están llenos de entimemas5, razonamientos en los que se sacan conclusiones apresuradas con premisas silenciosas, sugeridas y dadas por sentadas. No es sólo lo que suele decirse lo que empieza a afectarnos, sino lo que puede decirse. En estas circunstancias la indignación fermenta rápido, se distribuye fácilmente y se piensa muy poco. El ambiente en el que se da el discurso se adapta. En estas condiciones nuestras palabras empiezan a perder su fertilidad: decimos menos cosas y se nos ocurren menos cosas que decir. Cuando preferimos no externar lo que opinamos por juzgar que no es prudente ante nuestro público, estamos siendo reservados; pero cuando esa sensibilidad está dictada por un hábito nacido de la timagogia, de evitar en absoluto tales o cuales ideas, estemos frente a quien estemos, nuestra opinión está efectivamente censurada. El discurso que se piensa y así se calla se estanca en un silencio forzado. No es raro que empiece a apestar: cualquiera que le dé voz en adelante será mal visto, como alguien incómodo para todos, independientemente de sus razones. Él se ha vuelto el incorrecto, no nada más lo que dice. Su presencia enciende los ánimos. Está del lado afilado de la palabra salida de la forja. Y no sólo pasa con el discurso articulado, sino hasta con sus artículos, las palabras solitas, a las que se encasilla (a todas juntas aunque sean de significados diferentes) en una bóveda obscura, teñidas de inapropiadas por sí mismas. Quedan inútiles bajo la mordaza como si por sí solas tuvieran terribles potencias malignas. Este desuso recuerda al tabú de las tribus polinesias de Tonga. El diálogo público se arrancia, toda opinión es potencialmente un desafío opositor. Y las palabras del lenguaje que se vuelve el «apropiado», admitido como corriente y sancionado por los que se asumen gente sensible, es mínimo, producido en masa y entregado a todos en una canastita con moño. En letras chiquitas trae la advertencia de que está sujeto a capricho y que pronto algunos de sus contenidos podrían ser inapropiados.

El mal que la timagogia le hace a la vida pública no debe ser subestimado. En un lenguaje tan minimizado las palabras pierden mucho de su potencial creativo, la diversidad discursiva se reduce y las realidades que señalan las palabras pierden distinción y profundidad a medida que aquéstas se adelgazan. Se vacía el lenguaje de su contenido y se confina a los mismos únicos significados, entre los permitidos o los censurados. No es gratuito que donde cunde la timagogia abunden los eufemismos. Abundan también los estorbos, como por la afectada deferencia que hace referirse a «los y las» en un grupo de personas, o espantosamente a «lxs o l@s», en vez de hablar y escribir buen español6. Muchas veces estas demandas al lenguaje son, como dice Gabriel Zaid, «mera ostentación de militancia». El discurso queda entonces famélico, impotente, asalvajado ante los problemas de la vida práctica. No hay capacidad heurística en el lenguaje timagógico porque su «brújula moral» está imantada por el prejuicio. Por la misma razón tampoco hay capacidad hermenéutica. Resta lugar a la invención, que tan natural es en el habla. Nos atrofia. Nos embravece. La complejidad política se vuelve prácticamente inasible porque nos quedamos sin nombres para las distinciones (imagínese, lector, tratando de explicarle a un angloparlante la diferencia entre ser y estar en español, cuando él sólo conoce el verbo to be). La comprensión de las cosas se empobrece así en una farsa que adula la debilidad de la mente y nos habitúa a desear con toda nuestra fuerza anímica la molicie que la conserva. Esta disposición no es muy distinta a la de los bebés malcriados. Nada más afín que la seguridad del anonimato en línea para jugar a que se es defensor de los desvalidos (incluyendo prominentemente en sus campañas de auxilio a los que ni ayuda pidieron). Y además de que la timagogia aplana así el lenguaje, lo polariza, porque finge que todo insulto es igualmente violento y que cualquier palabra que no considere todas las posibles susceptibilidades es un insulto. Simula que sólo hay dos opciones: luchar contra el sistema o ser un indolente sin consciencia. De ahí que ocurran casos como el del sexista –es decir, quien tiene la convicción de que cierto sexo es humanamente inferior a otro por naturaleza y actúa en congruencia–; casos como el del sexista, digo, que acaba siendo tratado igual que quien usa el lenguaje denominado sexista, comparta esta opinión o no. Si todo es igualmente vil, todo defecto es vicio; o en la de peores, no hay nada vicioso. Incluso las causas en serio justas quedan igual de trivializadas que las tonteras de turno. El lenguaje timagógico engaña suponiendo un mundo donde el único «bien», que es relativo, será la completa ausencia de molestias, donde la seguridad reine, las sensibilidades susceptibles sean veneradas y los soldados justicieros sean fáciles de reconocer hasta para el más ingenuo: ante esta promesa, es fácil enojarse por cualquier cosa. La virtud, cosa que es difícil por sí, aquí ni siquiera se sospecha. Si acaso esto es por otras razones, también es porque el discurso sobre la virtud está lleno de temas prohibidos por la timagogia. La timagogia es un cuarto de manicomio donde el lenguaje a ratos acolcha los muros que nos salvan de nosotros mismos y a otros nos enfurece hasta la demencia. Cualquiera en su sano juicio sabe que el encamisado que vive así, si no estaba loco, se vuelve.


1 En inglés se habla mucho del personaje con el que uno se identifica, relatable, como si fuera un requisito indiscutible del buen drama. Hay consecuencias interesantes de esta perspectiva para la tragedia y para la comedia, si es que entendemos ambas como dramas en los que los personajes son mejores o peores que nosotros.

2 Hay nichos de muy diversos tipos de causa para la lucha social. Suele suceder que los que se sienten cómodos participando en alguna de ellas no sean, sin embargo, conmovidos ni mínimamente por lo que acaezca a alguna de las otras.

3 La palabra surgió a partir de la observación, más o menos juguetona, de que la frase políticamente correcto, tan usada ahora, no nombra bien, pues sugiere la vida política y su forma correcta de manifestarse. No deja ver la ironía con la que realmente se usa, que connota el uso discrecional (en su sentido de selectivo) de las imágenes y los discursos para afectar superioridad moral. En otras palabras, políticamente correcto es una frase timagógica ella misma, y oculta lo terrible que es su origen: la desnaturalización del bien, del recto actuar, o de la deliberación sobre lo preferible, en la vida práctica. Es notorio, dicho de paso, que este granjeo del ánimo en el discurso incluye también al nicho, muy numeroso, de partidarios de la incorrección política usada como contraprotesta, como respuesta reaccionaria, al mismo nivel belicoso (o mayor en ocasiones) al que está la protesta «justiciera» de los luchadores sociales.

4 En la Ética nicomaquea (1102a 26 – 1103a 4 y 1149 a29-b3) Aristóteles reflexiona sobre la razón y observa que no parece ser solamente aquel aspecto calculador, frío e imposible de desviar que notamos, por ejemplo, en el pensamiento matemático; sino que puede ser burlada por su propia disposición a sacar conclusiones, puede ser más o menos cuidadosa, e incluso parece a veces, durante la deliberación (y tómese en cuenta que esto es sólo una imagen), que puede en ella haber a la vez un deseo de escuchar consejo de alguien que sea mejor que ella, y un deseo de aconsejar. Llega a suceder que la celeridad provocada por un mal, uno que infla el ánimo, haga que este lado de la razón sea malo para escuchar consejos prudentes. También véase Jenofonte, Memorabilia, I.2.21: «Olvidar los buenos consejos [las enseñanzas (νουθετικῶν λόγων)] es olvidarse de aquello que hizo al alma desear la sensatez [σωφροσύνη]».

5 Que, ya que hablamos de Aristóteles, éste entendió el nombre de esos razonamientos como viniendo de en- y thymós (del verbo enthyméomai que quiere decir ponderar, sopesar en el ánimo, llevarse al corazón) y así lo usó para darle el sentido que llevó a nuestra palabra entimema. Sus premisas son probables o se aceptan sin ser explícitas por darse por consabidas (o por ser atractivas, seductoras). Están en oposición a los silogismos apodícticos, en los que las premisas son explícitas, visibles y llevan a la conclusión necesariamente.

6 Aquí, Carlos Ivorra escribe contra la violencia de género, arguyendo que ésta es la que al idioma español le hacen los justicieros sociales que luchan contra la violencia de sexo mientras, equivocadamente, la llaman violencia de género. Esta violencia tiene su fuente en la confusión del género gramatical con el sexo de lo nombrado, confusión ésta más bien afectada y arropada por la indignación común de la propaganda, porque de tenerse en serio, imposibilitaría la comprensión del español en general. (Recomienda además que los luchadores sociales se batan contra la discriminación numérica o contra la temporal, haciendo al idioma además las violencias de número y de tiempo que nos obligarían a escribir para «el, la, los o las ciudadano, ciudadana, ciudadanos o ciudadanas que leyó, lee, leerá, o leyeron, leen, leerán, esto»). Y, por si hay por ahí alguno (o alguna) que esté muy indignado por mi ejemplo, entiéndase que no me he pronunciado en contra de los esfuerzos que luchan por la equidad política de todas las personas; esfuerzos que me parecen de propósitos encomiables. A estas exigencias al lenguaje Gabriel Zaid («Señoras y señores» en Mil palabras) las nombra «redundancias interesadas» y las considera un retroceso en el uso del idioma por ser más trabajosas tanto para hablantes y escritores cuanto para oyentes y lectores.

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