Por qué leer

Porque sí

Hace ya algún tiempo que ejerzo una actividad que aún hoy me parece de las más dignas formas que tiene el hombre para llegar a vivir bien. Hace ya casi seis años que comencé con recelo a practicar la lectura. Una actividad de lo más noble, que a mí me parecía de lo más inútil. Es evidente que no entendía bien la actividad del intelecto que se necesita ejercitar para poder llevar a cabo cualquier acción. No dudaba, por otra parte, que en los libros encontraría sabiduría, pero no veía cómo es que esta sabiduría tan aclamada por unos, vituperada por otros y tan sinuosa para mí, podría darme los elementos necesarios para poder vivir bien. Y si de algo estaba casi seguro, era que deseaba leer, porque deseaba saber. Aunque no sabía qué sabría. Pero de que algo iba a encontrar, no dudaba. Pues bien, así comencé mi navegación por la lectura, con mucha curiosidad, es decir, con mucho miedo y con mucho gusto a la vez. Con mucho miedo porque no sabía para qué leer tanto, y con mucho gusto porque intuía que estaba haciendo algo bueno. Pero, ¿qué tan importante es la palabra? ¿Por qué nos arropamos en ella, pero a la vez desconfiamos? ¿Ser lector es en verdad una forma digna de la vida humana, o sólo es un engaño elucubrado por algún genio o artífice maligno que teniendo miedo de enfrentarse al mundo real, decidió construir y justificar el suyo diciendo que la actividad del intelecto y del alma son lo más importante?

Hoy quiero, en un ejercicio mínimo, intentar justificar esta actividad. Pensando en ella como un ejercicio del alma, ya sea de la imaginación o de la mera razón o ambas añadiendo al deseo, para ello habrá que sortear la pregunta anterior y demostrar que los fundamentos de la lectura existen, es decir, tenemos que demostrar que el alma existe, de otro modo el bien que atribuimos a la lectura no podría descansar en otro lado que no fuera la materia, en el mejor de los casos, o en el vacío. Además, si no exploramos los fundamentos de esta actividad, ni sus repercusiones, la lectura queda como una actividad baladí. Así sólo podríamos alegar que se trata de un mero gusto, ¿pero este gusto a quién beneficia?, ¿en verdad sólo al lector?, ¿entonces qué caso tiene la lectura en una sociedad cualquiera?

I

Ya sé que el fundamento de la lectura es la palabra, pero la palabra no es otra cosa sino la relación que tiene nuestro ser con el mundo, y aún con los demás hombres. Comencemos por aquí. Pensar en la palabra como una reacción a los estímulos que el exterior ejerce sobre mi persona, nos pondría en el mismo nivel que los animales. Éstos, que sin duda tiene algo de imaginación, no pudiendo escapar nunca de las incitaciones con que el mundo exterior los acecha incluso durante el sueño, no tienen nunca posibilidad de refugiarse en el interior como lo hacemos nosotros. Al hablar del interior, me refiero a esta facultad que tenemos los hombres para encontrarnos con nosotros mismos en un lugar que sin duda no es el mundo físico. A esto podríamos llamarle conciencia, sin apelar necesariamente a las posturas cristianas que esto implica. Aún si seguimos por este camino y nos encontramos con que los animales sí tiene un lenguaje, es decir, señales, tenemos que aceptar una parte de este argumento, pues hace un momento declaré que los animales teniendo algo de imaginación y sensibilidad a los estímulos, es evidente que por ello mismo practican la memoria, saben qué sí comer y dónde es seguro para dormir, a dónde dirigirse si el clima cambia.  Ellos también hacen relaciones entre su ser y el mundo, lo cual no niego. Pero estas relaciones no les permiten conocerse en el mundo, es decir, no sabe el león, por más imponente que sea, que es león, no sabe el camello que es camello; pero el niño sí puede saber que es niño y que los otros dos animales son león y camello. Además, sabe el infante que pronto será hombre, porque ha visto que los niños van creciendo, y sabe que sus padres y abuelos alguna vez fueron niños. Esta relación de temporalidad no la hacen los animales. Importante notar esto, ya que los estímulos del medio ambiente si bien sí generan un cambio de placentero a menos deseable y hasta doloroso, son cambios que se notan con sólo la sensibilidad, es decir, en la inmediatez. La vida sólo se capta si además de sensibilidad e imaginación se cuenta con el raciocinio.

Con todo lo anterior lo que quiero dar a entender es que la palabra en el caso de los hombres no es el resultado de estímulos. Otro modo de refutar esto es pensar en la diversidad lingüística. Si los hombres estamos expuestos en casi todo el mundo a los mismos cambios climáticos, condiciones físicas y demás, por qué hay tantas formas de nombrar a la lluvia. Esto también es un problema para la tesis que vengo presentando, pues apelando a la diversidad de idiomas, se hace evidente que el alma, si bien nos identifica como hombres, también nos diferencia como sujetos. El solipsismo aparece casi inmediatamente como una necesidad al aceptar que todos tenemos almas distintas. Cada quien habría de hacerse cargo de su propia vida y punto. Los que encuentren es sus solitarias reflexiones que la vida y el mundo no tiene ningún sentido, tienen dos opciones, o inventarse un sentido e ir salvando a quienes se dejen, a sabiendas de que al hablarles sólo parpadearán; o disfrutar (risa falsa pues no hay sentido de nada) del espectáculo de los monos que no saben que lo son. La palabra, desde aquí, lo más que ofrece es la revelación de la nada. Toda distinción es una construcción necia para salvarnos de esta náusea. Pero desde esta consideración, tanto la palabra como el alma son vistas como engaños, pero evitan la siguiente pregunta: ¿no será más bien que esta construcción nos predispone a pensar que el sin sentido es lo único real?, es decir, esta postura nihilista parece más bien un intento de atrofiar el alma tanto como la actividad intelectual. Una vez más, volviendo a los animales, ellos no tienen lenguaje y no conocen el mundo más allá de sus pulsiones e imaginación. El hombre que se relaciona con el mundo por medio de la palabra, comienza casi de inmediato a poetizar, es decir, a acercarse al cosmos y a sí mismo mediante construcciones que no le dan sentido al mundo, sino que lo revelan tal cual es. Es decir, el ejercitar la búsqueda de la verdad a que Platón llamó dialogar, no nos aleja de la realidad dejándonos con idealismos, sino que más bien nos acerca a él. Otro modo de decir esto es que la filosofía no nos dice cómo debería de ser el hombre en el mundo, sino cómo de hecho es. A esto me refiero cuando digo que la palabra nos hace más real, más cercano al mundo: no lo idealiza, lo realiza.

II

Conforme con esto, no es difícil aceptar que la única forma de saber cómo llegar a vivir bien es conociéndonos. Acatar el mandato délfico. Ahora bien. Si decidimos aceptar esto, resulta que el único medio que tenemos para llegar a ser hombres es por la palabra. Ejercitar la parte más exterior del alma que es el habla y los sentidos. Para iniciar con esto haríamos bien en hacer caso al precepto aristotélico. Comencemos por lo primero para nosotros. En una investigación lo primero para nosotros es el reconocernos faltos de algo y deseosos de encontrar ese algo que nos hace falta. Así, en su Protréptico a la filosofía, recomienda el estagirita al rey no preocuparse por las posesiones materiales, ni por el honor o por los gozos banales, ya que éstos siempre lo son en provecho de algo más, es decir que no son bienes que se basten a sí mismos, por lo tanto no son completos. Y haríamos mal en tratar de acercarnos a la plenitud del espíritu con bienes que no son perfectos. A más de esto, la imperfección de las posesiones materiales y del placer sexual, por ejemplo, es que son fútiles. El bien al que se aspira ha de ser eterno, es decir, ha de ser desde siempre, antes de que el hombre pudiera articular cualquier palabra, sólo así podemos navegar seguros pensando que es buena la existencia del hombre, de otro modo, no hay nada qué hacer o todo está permitido. Ahora bien, si es buena la existencia del hombre, es todavía mejor el intento verdadero por perfeccionarse, por alcanzar su verdadero ser; por conocerse pleno y no sólo vislumbrase en el espejo turbio de las dudas: actualizar las facultades del alma, desarrollar la segunda naturaleza.

III

Permítanme hacer una pequeña digresión en este punto. Recuerdo que algún maestro nos decía: “quizá sus almas, o corazones o vidas modernas, no les permiten reconocer el problema” y en efecto, yo no sabía si quiera que era un moderno de cepa. Y no quería aceptar lo que Aristóteles, santo Tomás, Cervantes, Austen o Joseph Conrad dicen. Hoy sé que era por una rebeldía pusilánime por abandonar los prejuicios que me sostenían la vida. Rebeldía del joven que quiere encontrar la verdad, pero que no apuesta lo que ya tiene. Esta retención a lo largo hace estériles a los intelectos o peor, resentidos: dice Alfonso Reyes de esto hombres que son “eunucos en medio de mujeres de las cuales no puede disfrutar nunca” Respecto a mí, aún tengo temor a perderme, por eso trato de estar cerca de personas que considero sabias, pues hay que aceptar que en esto de la palabra existe una complicidad por encontrar algún bien. Y que esta complicidad sólo puede explicárnosla lo erótico que hay en la palabra. Pues leer también causa un placer, que es el placer de saberse cerca de la verdad y el bien. Si además hay belleza creo que es enteramente el arte poético.

Pero bueno, volvamos a lo de hoy. La lectura es una extensión de la palabra hablada. ¿La escritura pudo o no haber existido? Sócrates detestaba escribir, pues decía que menguaba a la memoria, y sin imaginárselo fue a ser uno de los personajes más recordados por estar su nombre y sus acciones escritas (esto pensando que Platón lo retrató fidedignamente y no más bien que poetizó con la persona de su maestro). Creo que si bien la escritura fue una posibilidad del habla y no una necesidad, hicieron bien quienes decidieron escribir por primera vez, ya que así el pensamiento queda más fijo, además que permite ir perfeccionando las palabras que mejor conceptualicen al ente pasión o idea en cuestión. Y es aquí donde está la responsabilidad y el fin de aquel que se dedique a leer o reflexionar con sus propias fuerzas y en compañía de otros, ya sean de su tiempo o anteriores a él. El que lee bien, ha de enseñar a leer, es decir, a discutir y descubrir el mundo más claro de los que pensamos. Esto posibilita una mejor calidad de vida, pues el deseo por alcanzar el bien, por medio de una actividad tan noble, irremediablemente va filtrándose en el alma de cada hombre que convive con un filósofo o lector serio y comprometido con la verdad. Quizá para esto leer tanto, para estar más cerca del bien.

IV

La gran labor del lector, hoy día, es sin duda recuperar el amor por el bien verdadero. El deseo casi lascivo por estar contemplando esto. Para ello ha de tratar de explicar y justificar que el bien y el alma son inmortales. De otro modo todo está permitido, ya que no hay fraternidad de hombre a hombre. Vivir bien sería un cuento y lo más a lo que aspiraríamos sería a sobrevivir. Hay varios ejemplos en la literatura en donde la actividad intelectual sin reflexión por el alma o un bien supremo, llevan a los personajes a una degeneración en donde pierden su humanidad. Por mencionar alguno, pienso en Rebelión en la granja, donde los animales aprenden el lenguaje, pero sólo lo usan para comerciar y progresar, no hay una fe más que en la inteligencia del dictador Napoleón. El final de la novela es aterrador. En Un mundo feliz de Aldous Huxley, la poesía es de barbaros. Es decir, todo aquello que desestabilice la interpretación, y por ende la manipulación de la naturaleza humana es digno de desconfianza. Pero la conciencia del salvaje y del personaje principal, esa interioridad de la que hablé más arriba, los hace seres extraños a sus compañeros, aunque más cercanos a los lectores.

La lectura es una de las mejores formas de dignificar al hombre. Ésta, aunque en el presente nos invite a realizarla en la intimidad, no es ahí donde florece. La intimidad y la soledad si bien sí son tierras fértiles para la reflexión, ya que es ahí donde las palabras del otro corazón que me habla comienzan temerosas a escucharse, carecen siempre de la jovialidad que trae consigo la compañía, es decir, de ese lugar donde los amantes encuentran más brillante el mundo, más digno de ser obsequiado cual caricias de verdad.

Javel

Para nunca dejar de gastar:

Al hoy fallecido maestro Sergio Pitol, le debemos el que nos haya emparentado con autores como Jane Austen, Joseph Conrad o Henry James.

“En fin, el libro es un camino de salvación.”

“La palabra libro está muy cerca a la palabra libre; sólo la letra final los distancia la o de libro y la e de libre. No sé si ambos vocablos vienen del latín liber (libro), pero lo cierto es que se complementan perfectamente; el libro es uno de los instrumentos creados por el hombre para hacernos libres. Libres de la ignorancia y de la ignominia, libres también de los demonios, de los tiranos, de fiebres milenaristas y turbios legionarios, del oprobio, de la trivialidad y de la pequeñez.”

Sergio Pitol

 

 

 

 

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