De la búsqueda
La experiencia es a ratos subestimada, a ratos sobrevaluada. La afirmación parece risible y falsa en esa ridícula contradicción: la historia es la gran experiencia, y somos más estrictos con ella en términos científicos. Cuando nos referimos a lo práctico, decimos que nada vale más que la experiencia, como maestra indudable a través del error, como si la verdad práctica fuera develándose en cada tropiezo, esa teoría extraña más ingenua que la brillantemente emotiva pero cándida malicia que distingue a la Emma de Jane Austen. Es difícil hablar de experiencia histórica: tenemos, si somos afortunados y atentos, experiencia de algo que se ha presentado. No todo lo experimentado alecciona por sí mismo, pues de lo contrario los argumentos serían innecesarios. Ya es demasiado aventurado, no obstante, hablar de una necesidad de argumentos: la palabra experiencia es ya tan sorda y trivial que la gracia de la razón parece despreciable. Hemos ido aún más lejos al relacionar experiencia y razón, o al menos eso parece con algo de escepticismo.
De los entes matemáticos no tenemos experiencia, pero sí recuerdo y, por supuesto, conocimiento. La “práctica” de los ejercicios matemáticos no es experiencia, porque lo aprendido no proviene en sentido estricto del número de veces en que realice una operación; la repetición permite que la memoria trabaje en el orden inteligible de las relaciones numéricas, posibles sólo por el primer número como tal. Las cantidades que es posible contar, como los dedos de la mano, no son comprensibles sin el número mismo. La demostración aritmética no requiere de “práctica” para ser verdadera, porque no se elabora a partir del trabajo, y la verdad no es experimentada en ese nivel. Experiencia tengo, en cambio, de la sensación de calor más intenso que percibimos cuando el solo está justo en el punto más “alto” de la cúpula celeste. Se entiende que el fundamento cartesiano del ego no atienda ni a los sentidos ni mucho menos a la experiencia: todo acto en que digo experimentar algo prueba indefinidamente su “ser” en el ámbito del pensamiento en tanto realizado por mí, que soy una cosa que piensa, supuestamente. El cogito no reduce la experiencia a nada, pero sí la limita al acto pensado. El “alma” que experimenta se difumina en la unidad formal de todo acto de pensar.
Experiencia práctica no se tiene sin acción. Los jóvenes no son muy experimentados porque la acción no puede ser determinada estrictamente sin la ocasión pertinente para ella y sin las capacidades que nos acercan a ser libres en la elección de los medios y fines. El gran problema de la práctica es que, aunque sea posible para nosotros estar orientados hacia la elección, no poseemos de manera inmediata la capacidad de elegir sensatamente. La experiencia a la que nos referimos generalmente atribuye una gracia al error como si él nos enseñara en el escarmiento algo de lo indeseable. Pero lo único que poseemos es la percepción del error. ¿No eso es posible porque vemos en parte la verdad? Eso no es necesario: podemos confundir las razones por las que algo es erróneo. La prueba más clara es que, a pesar de que los deseos parezcan patentes en nosotros, podemos pensar que el error se haya sólo en la elección de los medios y los recursos, cuando no observamos que a veces ni siquiera elegimos bien los fines. Por eso el deseo no es, por sí mismo, una iluminación de la experiencia. Sólo el buen juicio se acerca a la libertad; la dificultad implícita en la existencia de la verdad práctica se haya precisamente en lo indeterminado que resulta la acción. La elección es un terreno complicado, por lo que no podríamos afirmar, sin algo de peligro, en que sabemos elegir por el sólo hecho de ceñirnos a lo que queremos. A veces somos deshonestos al plantear incluso la posibilidad de una elección al modo que nosotros mismos lo imaginamos. La experiencia ayuda a disipar la precipitación y a imaginar posibilidades de manera más detallada, pero no garantiza la verdad del entendimiento práctico. Los adultos y ancianos suelen confundir muchas veces la moderación con la temperancia y la prudencia con la meticulosidad.
Retomemos el ejemplo del calor en el cenit. Lo natural no existe nunca como abstracción, al menos para el conocimiento limitado que poseemos de él cuando no lo investigamos. Aquello que llamamos natural es una incógnita cercana, pues a pesar de que no poseemos el conocimiento de las causas que gobiernan lo que vemos y sentimos (todas las teorías que damos generalmente para defender nuestra ignorancia son recibidas, creídas, más que verdaderamente argumentadas), tenemos de primera mano la evidencia reiterada que nos da una gota de sudor, el canto de los pájaros al despuntar el frío matutino y la eterna pernoctación de la luna. Nos gusta saber, y por eso la experiencia es la fuente primordial de la defensa de nuestros conocimientos, además de lo más emparentado al parecer, con el saber que apreciamos por más cercano a lo “práctico”: la técnica. ¿Qué determina que la experiencia misma sea manejada o no para entender la verdad sobre lo natural? Esta pregunta puede ayudarnos a notar la razón porque la actividad de la verdad, además de ser limitada, incluye a la razón, en tanto ella discurre sobre lo ordenado. Si el dogmatismo enajena la palabra, no por eso se ha de renunciar a la verdad. En torno al mundo natural, nuestra experiencia clama por una explicación que acaso pudiera no satisfacer la necesidad de lo útil. Esto lo sabremos no al volvernos expertos técnicos, sin al entender mejor lo que deseamos.
Tacitus