Drama

— ¿Y qué tenía tu mujer ayer que andaba tan malhumorada?

— Pues lo mismo que tiene siempre: ¡nada!

Mirada de Paz III

Mirada de Paz III

 

A veinte años del fallecimiento

de Octavio Paz

 

Nunca volvemos al mismo sitio tras leer un buen poema. Leer poesía colorea heraclítea la realidad, de ahí que nos sorprendan los nombres que da el poeta. En el poema se nombra lo real aparentando algo más y mirando en la apariencia refulge misterioso lo que de real se había olvidado: la mirada del poeta es espejo del hombre que refleja y especula, que muestra y demuestra, que al decir nos dice y diciendo nos enseña a decir. De ahí que el buen poeta que dirige bien su mirada a otros buenos poetas nos resulte tan clarificador. De ahí que sea indudable la vocación magistral del poeta Octavio Paz leyendo a otros poetas. La mirada de Paz se posa en las obras, atraviesa los versos, entona los acentos, especula, muestra, señala y nombra; nosotros, lectores del lector, nos la habemos entre nombres, entre señales, miramos el juego de miradas en la casa de espejos que son los grandes libros esperando que quizás alguna nos vea de modo tal que algo se nos haga claro. Del buen poema, quizá, volvemos con alguna claridad.

         Octavio Paz describió del siguiente modo al joven poeta José Carlos Becerra: “Me sorprendieron su calor, su capacidad para admirar y maravillarse, la inocencia de su mirada y sus facciones un poco infantiles. A veces la pasión centelleaba en sus ojos y lo transformaba. Hombre combustible, el entusiasmo lo encendía y la indiferencia lo apagaba. […] José Carlos lo oía todo con los ojos brillantes. Descubría el mundo ―y el mundo lo descubría. […] No el mundo, sino el yo: la marea verbal mece al joven poeta que, en un estado de duermevela, se dice a sí mismo más que a la realidad que tiene enfrente”. La mirada de Paz se posa en la mirada de Becerra para reconocer entre sus versos la incandescencia del mundo; el lector, mirando la mirada que mira la mirada, recorre el mundo de José Carlos Becerra admirándose de un fuego nunca visto, guiado sólo por un humo sospechado, confrontado con el recuerdo y la nostalgia del entusiasmo.

         Leo el poema intitulado El otoño recorre las islas:

A veces tu ausencia forma parte de mi mirada,

mis manos contienen la lejanía de las tuyas

y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.

 

A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la aparición que no merecías,

a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya de volver a citarnos,

mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de mi corazón y un movimiento de la noche.

 

A veces tu ausencia aparece lentamente en tu sonrisa igual que una mancha de aceite en el agua,

y es la hora de encender ciertas luces

y caminar por la casa

evitando el estallido de ciertos rincones.

 

En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré de soltarlas,

en tu pecho hubo tardes que al final del verano

todavía miré encenderse.

 

Y éstas son aún mis reuniones contigo,

el deshielo que en la noche

deshace tu máscara y la pierde.

Poema de nostalgia y serenidad. José Carlos Becerra señala a la soledad con el nombre del otoño y transfigura en ello el drama de la ruptura amorosa en la contemplación sosegada del orden. A nuestras vidas, afanadas y surtas, señeras y habitables, de amor y desamor, las recorre el otoño: vemos resquebrajarse las hojas de la costumbre, los vientos barriendo nuestras seguridades, en su desnudo las ramas intimidando la esperanza y la luna coqueta de octubre asoma con un sediento sabor a promesa. El poeta nos brinda un espejo orleando nuestra nostalgia.

         Al inicio del poema miramos la mirada del poeta reconociendo en su luz la soledad. El solitario mira al mundo desde la ausencia del amado. No puede asirlo, el mundo escapa: lejanía contenida, recuerdo que roza las manos hormigueantes. El otoño es la postura que anticipa los días fríos de soledad, la fragilidad triste de las ramas resecas, el encorvado dolor de quien extraña. Miramos al poeta viendo al mundo con su soledad a cuestas. De ahí que encuentre ese rostro entre los rostros, tal apariencia entre las apariciones, los lugares del nunca, los tiempos truncos del futuro, las noches en que late fosca la soledad presente.

         En mejores días, el poeta se mira sonriente, cristalino; ahí la ausencia lánguida se filtra amenazando ignición. El poeta lo sabe, por ello lo acepta: “es la hora de encender ciertas luces”. Recorre cuidadoso los espacios, escabulle los vistazos entre escondrijos, puntos ciegos y resguardos. Pasa lista de lo hallado, inventario de lo que sigue en pie. Finalmente acepta: nunca más hacerse al amor como a la mar. El ausente ha dejado de ser puerto seguro. Se mira hacia lo lejos la señal de las naves encendidas. ¡Somos islas!

         Concluye José Carlos Becerra con una sabía ironía: “éstas son aún mis reuniones contigo”. Que las islas se sepan islas, que se prevengan de la inundación en el deshielo de la noche. Ya perderán su seguridad, su confianza. Ya despertarán cuando amaine para encontrar su máscara deshecha. Ya mirarán la ausencia en la mirada, el otoño recorriendo las islas.

         Octavio Paz miró en la poesía de José Carlos Becerra un humor incendiario. Becerra no negó la realidad del mundo, sino que la vio para iluminarla con su mirada, para encender lo sombrío de la experiencia, para incendiar la experiencia de lo sombrío. Sombras iluminadas entre la certidumbre y la duda. “La certidumbre se alimenta de la duda ―mejor dicho, la duda es la prueba, la llama, donde se quema la certidumbre. Los dedos en la llama”. Becerra mira al fuego e incendia, al incendiar ilumina: la claridad del lector es un incendio que permea por los recovecos del alma. Concluye Paz que los poemas de Becerra “lo revelan como un hombre que vivió cara a la muerte y que, frente a ella, quiso rescatar los misterios del tiempo humano y oír el rumor de los cuerpos encontrados en la memoria, en el chasquido de la nada”. ¿No es precisamente la soledad un misterio del tiempo en que la nada sorprende a la memoria? En el juego de miradas de los poetas el fuego ha mostrado su orden.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. El jueves siguiente se cumplen 43 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. Tras la revelación, por Roberto Zamarripa, de las conversaciones de miembros de Guerreros Unidos, la discusión sobre el tema ha sido nula. ¿Será que algunos están callando en la esperanza de que se olvide y vuelvan en un par de meses con el puño en alto a culpar al Estado? 2. Las unanimidades políticas siempre son sospechosas. Me extraña, por ello, que nadie se pregunte cómo fue posible el «consenso» en la propuesta de eliminación del fuero en la Cámara de Diputados. Más que afán celebratorio, sospecho afán persecutorio. Creo que surge de la adicción a los escándalos mediáticos. 3.  Importante atender a las modificaciones a la Ley de Asociaciones Religiosas. Piénsese que se beneficiarán principalmente los grupos reunidos en torno al Frente por la Familia y al PES. 4. Buena nota de La Jornada: los jóvenes prefieren las dictaduras. ¿Será que eso explica la reacción de la juventud en redes ante la encuesta entre jóvenes que Reforma publicó en la semana? 5. No tengo pruebas, pero la presurosa lectura que se ha hecho de los dichos no me cuadra con los hechos pasados. No creo que el adinerado ingeniero juegue tan mal con el que las encuestas ponen tan arriba. No creo que el candidato necesitado de apoyo decida pelearse con uno de sus promotores tradicionales. Creo que en realidad fue un teatrito para las galeras y que nos lo dice el único punto en que ambos estuvieron de acuerdo. Según Carlos Slim, el problema del nuevo aeropuerto es que el modelo de inversión no fue una concesión al sector privado, por lo que la posible cancelación del proyecto genera incertidumbre; según López Obrador, el nuevo aeropuerto no sería problema si fuera una concesión al sector privado. Especulando, porque especular es bien sabroso (Jorge G. Castañeda dixit), si gana Andrés Manuel y sigue adelante con la idea de cancelar la construcción del nuevo aeropuerto se planteará una solución negociada por la que Carlos Slim se quedará con la concesión. ¿No tiene eso más sentido?

Coletilla. Julio Hubard recuerda a Octavio Paz: el hombre en crisis.

De la búsqueda

 De la búsqueda

La experiencia es a ratos subestimada, a ratos sobrevaluada. La afirmación parece risible y falsa en esa ridícula contradicción: la historia es la gran experiencia, y somos más estrictos con ella en términos científicos. Cuando nos referimos a lo práctico, decimos que nada vale más que la experiencia, como maestra indudable a través del error, como si la verdad práctica fuera develándose en cada tropiezo, esa teoría extraña más ingenua que la brillantemente emotiva pero cándida malicia que distingue a la Emma de Jane Austen. Es difícil hablar de experiencia histórica: tenemos, si somos afortunados y atentos, experiencia de algo que se ha presentado. No todo lo experimentado alecciona por sí mismo, pues de lo contrario los argumentos serían innecesarios. Ya es demasiado aventurado, no obstante, hablar de una necesidad de argumentos: la palabra experiencia es ya tan sorda y trivial que la gracia de la razón parece despreciable. Hemos ido aún más lejos al relacionar experiencia y razón, o al menos eso parece con algo de escepticismo.

De los entes matemáticos no tenemos experiencia, pero sí recuerdo y, por supuesto, conocimiento. La “práctica” de los ejercicios matemáticos no es experiencia, porque lo aprendido no proviene en sentido estricto del número de veces en que realice una operación; la repetición permite que la memoria trabaje en el orden inteligible de las relaciones numéricas, posibles sólo por el primer número como tal. Las cantidades que es posible contar, como los dedos de la mano, no son comprensibles sin el número mismo. La demostración aritmética no requiere de “práctica” para ser verdadera, porque no se elabora a partir del trabajo, y la verdad no es experimentada en ese nivel. Experiencia tengo, en cambio, de la sensación de calor más intenso que percibimos cuando el solo está justo en el punto más “alto” de la cúpula celeste. Se entiende que el fundamento cartesiano del ego no atienda ni a los sentidos ni mucho menos a la experiencia: todo acto en que digo experimentar algo prueba indefinidamente su “ser” en el ámbito del pensamiento en tanto realizado por mí, que soy una cosa que piensa, supuestamente. El cogito no reduce la experiencia a nada, pero sí la limita al acto pensado. El “alma” que experimenta se difumina en la unidad formal de todo acto de pensar.

Experiencia práctica no se tiene sin acción. Los jóvenes no son muy experimentados porque la acción no puede ser determinada estrictamente sin la ocasión pertinente para ella y sin las capacidades que nos acercan a ser libres en la elección de los medios y fines. El gran problema de la práctica es que, aunque sea posible para nosotros estar orientados hacia la elección, no poseemos de manera inmediata la capacidad de elegir sensatamente. La experiencia a la que nos referimos generalmente atribuye una gracia al error como si él nos enseñara en el escarmiento algo de lo indeseable. Pero lo único que poseemos es la percepción del error. ¿No eso es posible porque vemos en parte la verdad? Eso no es necesario: podemos confundir las razones por las que algo es erróneo. La prueba más clara es que, a pesar de que los deseos parezcan patentes en nosotros, podemos pensar que el error se haya sólo en la elección de los medios y los recursos, cuando no observamos que a veces ni siquiera elegimos bien los fines. Por eso el deseo no es, por sí mismo, una iluminación de la experiencia. Sólo el buen juicio se acerca a la libertad; la dificultad implícita en la existencia de la verdad práctica se haya precisamente en lo indeterminado que resulta la acción. La elección es un terreno complicado, por lo que no podríamos afirmar, sin algo de peligro, en que sabemos elegir por el sólo hecho de ceñirnos a lo que queremos. A veces somos deshonestos al plantear incluso la posibilidad de una elección al modo que nosotros mismos lo imaginamos. La experiencia ayuda a disipar la precipitación y a imaginar posibilidades de manera más detallada, pero no garantiza la verdad del entendimiento práctico. Los adultos y ancianos suelen confundir muchas veces la moderación con la temperancia y la prudencia con la meticulosidad.

Retomemos el ejemplo del calor en el cenit. Lo natural no existe nunca como abstracción, al menos para el conocimiento limitado que poseemos de él cuando no lo investigamos. Aquello que llamamos natural es una incógnita cercana, pues a pesar de que no poseemos el conocimiento de las causas que gobiernan lo que vemos y sentimos (todas las teorías que damos generalmente para defender nuestra ignorancia son recibidas, creídas, más que verdaderamente argumentadas), tenemos de primera mano la evidencia reiterada que nos da una gota de sudor, el canto de los pájaros al despuntar el frío matutino y la eterna pernoctación de la luna. Nos gusta saber, y por eso la experiencia es la fuente primordial de la defensa de nuestros conocimientos, además de lo más emparentado al parecer, con el saber que apreciamos por más cercano a lo “práctico”: la técnica. ¿Qué determina que la experiencia misma sea manejada o no para entender la verdad sobre lo natural? Esta pregunta puede ayudarnos a notar la razón porque la actividad de la verdad, además de ser limitada, incluye a la razón, en tanto ella discurre sobre lo ordenado. Si el dogmatismo enajena la palabra, no por eso se ha de renunciar a la verdad. En torno al mundo natural, nuestra experiencia clama por una explicación que acaso pudiera no satisfacer la necesidad de lo útil. Esto lo sabremos no al volvernos expertos técnicos, sin al entender mejor lo que deseamos.

 

Tacitus

Rayitas en las palabras

Así como las alhajas, las capas, los bolígrafos Mont Blanc y las gafas modernas, las tildes son artículos de prestigio. Quien sabe colocarlas se distingue de los demás. Escribir las palabras como las encuentra en el diccionario, da la impresión de que alguien ha leído o se rodea de quienes sí lo han hecho. Las numerosas lecturas imprimen las palabras correctamente escritas. Igualmente el uso de la tilde es testimonio de la escolaridad. Suele creerse que una persona con estudios adelantados sabe poner la tilde adecuada. En caso de que no, causa un bochorno insoportable a propios y ajenos. Nada más ridículo que un doctor sin reconocer a nictálope como palabra esdrújula. El arquitecto no es albañil por darle su tilde a también. Se le incentiva al gerente que sepa acentuar porque un director no es inculto. Hay aristocracias que se deben a los méritos; otras a las tildes.

Cuando no son ornamentos en los hombres, lo son en la hoja de papel. Ver las palabras con su respectiva tilde abona a la presentación. Le otorga elegancia y estética al texto. Si faltan a lo largo de la página, se tiene un elemento para desaprobarla. Aplica lo mismo para los mensajes virtuales que fluyen en nuestros días. Sonreímos no sólo por ser algo cada vez más inusual, sino por cierto placer estético. Un mensaje con palabras bien escritas se ve bonito. Lamentablemente, pese al goce, la importancia de los signos no se visualiza con suficiente claridad. Este lector es víctima de una resonancia de su memoria. Sabe que tráfico lleva tilde, más no acaba de entender por qué. Reconoce que tráfico es palabra esdrújula, pero no acaba de entender su relevancia. Sus clases de español, arrinconadas al fondo, crujen al ser tocadas por el viento.

Recordamos, entonces, que la clasificación resobada en cuanto graves, agudas y esdrújulas se debe a la sílaba tónica. Aquel lugar donde la palabra suena más fuerte, el punto en la palabra donde un golpe de voz destaca. De acuerdo a especificaciones ortográficas, se coloca la tilde. El signo ilumina dicho golpe, es un recordatorio acerca de su correcta pronunciación. La secreta utilidad se manifiesta al enfrentarnos con una palabra desconocida. Quien baraja las reglas ortográficas sabrá cómo decirla. Así con ésta y otras palabras, le dará su pronunciación adecuada. A través del sonido la llevará a su plenitud. La correcta pronunciación no sólo la hace comprensible, sino resplandece cada letra con que fue creada. Es acentuar su unicidad.

Las tildes van más allá de su dimensión gráfica; contribuye a darle justicia a la palabra. Esta importancia aparentemente insignificante es la causa de que nos maravillemos al verla puesta. Se ve bien porque la palabra es perfecta. Además de tener excelencia estética, la correcta pronunciación favorece la conversación. Distinguir lo que se dice es vital para sostenerla. Nada se puede responder si no se escucha. Para solicitar que se repita lo dicho debe haber un mínimo de claridad. En poesía una tilde puede trastocar un verso o el poema entero. Para nuestra expresividad deficiente sólo hay un trazo; para nuestra pobreza auditiva, es suficiente.

De la esposa de Eetes a su infante niña

Lloras porque temes que algún día muera, ya has visto que cuando eso pasa nunca se regresa, no te puedo garantizar siquiera amanecer o poder despertarte para llevarteSigue leyendo «De la esposa de Eetes a su infante niña»

Opinión viral

La necesidad de comportarnos productivamente nos empuja a la rápida y fácil indignación. Siempre que hay algún evento impactante, cuya problematicidad apenas alcanzamos a comprender, debemos tener una opinión al respecto. Opinamos aceptando o rechazando  el suceso.  La guerra, por ejemplo, nos parece indignante. Dicho así de general, cualquier guerra, sea causada por el motivo que sea, nos irrita, nos hace disparar tuits cargados de indignación. Preferimos la paz a la guerra. Debemos de tener una opinión inmediata para poderla ejecutar y darle paso a las demás opiniones que también debemos ejecutar; juntamos teoría y acción. Pero eso nos nubla la posibilidad de ver la complejidad del contexto en el que se suscita una guerra, si es justa o injusta.

De una manera muy semejante, hallamos defectos de manera rápida en los yerros filmados y que encuentran en las redes sociales el pancracio de las acusaciones. Sólo vemos segundos de la vida de una persona que ha vivido millones de segundos. Cualquier juicio sobre esos segundos, quizá minutos, es insuficiente sobre dicha persona. Incluso qué la orilló a actuar de la manera en la que lo hizo cuando fue filmada no se piensa al momento de compartir el cacho de su vida que será el más recordado; el más trascendente e intrascendente a la vez. La mayoría de las opiniones que se tendrán sobre la persona viralizada se reducirán a casi nada de esa persona. Pero tendrá la fortuna de que su accidente no será recordado por demasiado tiempo, pues los videos en la red se reproducen de una manera inalcanzable. Esa velocidad con la que se los recorre, llevará a la necesidad de que cada vez se viralicen cosas mucho más grotescas. El último peldaño de la perversión caerá cuando en el aburrimiento de ver las mismas situaciones viralizadas, los internautas provoquen el contenido grotesco, cuando ellos sean productores, acusadores y víctimas de la viralización.

Al no entender las acciones humanas, pero al querer juzgarlas, se vivirá en un limbo de incertidumbre moral. La opinión rápida es la peor clase de opinión. La segunda opinión peor es la opinión copiada, pues es una opinión pensada por alguien y repetida sin pensarse. La opinión que se viraliza contiene a las dos peores opiniones, las cuales nos alejan de reflexionar la siempre compleja experiencia humana. Si no podemos distinguir entre los justo y lo injusto, ya no podemos vivir bien.

Yaddir

Ahogo

¡Ya sabía que no me llamarías!

Fueron las palabras que se quedaron atrapadas para siempre en el fondo de su garganta aquél lunes.