Hay ocasiones donde uno reconoce lo valioso hasta verlo perdido. No sabe con cierta cabalidad lo que está viviendo o presenciando. En su momento no logré dimensionar las clases de Francisco García Olvera. Simples a primera vista, complejas al desmenuzarlas. A pesar de sentir agradecimiento y no reservarme en brindarlo, no tenía suficiente claridad. Me movía a dar las gracias, pero en el fondo no sabía por qué. Quizá las circunstancias obraban más para intervenir en mi juicio. Resultaba muy sencillo dar mi aprobación. La vivacidad del maestro y su larga trayectoria despertaba en casi todos una simpatía natural y respeto; en ciertas personas, la confianza necesaria para echar raíces o anclarse a la tierra.
En una licenciatura donde cualquiera puede marearse con términos rebuscados o sentir vértigo con planteamientos densos, sus clases fueron soplos de vida. Su exhortación a la fenomenología era una invitación a la mirada atenta y a la reflexión constante de la vida cotidiana. Sí, tenía un misterio, pero uno que buscaba ser desentrañado, con la paciencia y admiración del investigador verdadero. En esa medida su labor filosófica tuvo una preocupación central por los sentidos; degustar, observar, escuchar, saborear, contemplar, deleitar. Alguna vez, recuerdo, con perplejidad miró que sacamos nuestras libretas para apuntar. Irrumpió diciéndonos que no entendía lo que hacíamos. Según él, era más provechoso recurrir a ellas una vez terminada la clase para saber si hemos aprendido. Sin darme cuenta, fui inducido a la completa atención de lo que tenía enfrente. Tuve mis pininos en la memoria.
Parte de su labor fenomenológica se debía al uso de la palabra. En sus clases el lenguaje con el que fuimos cultivados, ese lenguaje moderno absorbido en las escuelas, fue trastocado. Nos hizo ver que, lejos de ser una limitante, es una oportunidad para el reencuentro. Una pista para la investigación. Tenía muy claro que no se podía dar explicación del mundo sin reflexionar con aquello que pretendemos hacerlo. Su revisión etimológica no fue un análisis filológico, sino una lectura poética de las palabras. Asir sus claroscuros para orientarnos en las tinieblas. Tengo muy presente que a una jovencita jirafona (no por su aspecto, sino por rozar su cabeza con cielo) le disgustaban estas clases y su papel en aula. Le parecía una persona autoritaria y hasta grosera. Lo que nunca entendió fue la seriedad necesaria y excitación en la reflexión filosófica; esa disposición que sólo inspira un buen maestro tradicional.
¡Hasta pronto, Panchito!