Mirada de Paz IV

Mirada de Paz IV

 

A veinte años del fallecimiento

de Octavio Paz

 

Algunos poemas parecen demasiado claros. Ceñidos grácilmente a su forma, cumpliendo cabales el eco de sus acentos o puntuando precisos los modos de su rima, hay poemas que parecen demasiado fáciles para el lector. Poemas que parecen tan sencillos, quizá tan perfectos, que en ellos parece que nada se mueve. Poemas parmenídeos. Parecería que no le basta al lector más que mirar de frente al poema y ver el claro. Claro, pura apariencia. Precisamente por ello es tan importante pensar cómo aparece el poema. Y la aparición del poema sólo torna visible cuando se piensa en ella.

         Pensando la aparición de los poemas de Alí Chumacero, Octavio Paz dijo lo siguiente: “Hay poemas que me seducen por su hechura estricta y por las súbitas revelaciones que entregan al lector, como si el poema fuese un objeto verbal construido conforme a las leyes de una geometría fantástica y que, al girar en el espacio mental, se entreabriese hacia territorios vertiginosos, masas de oscuridad y precipicios por donde la luz se despeña […] Los poemas de Alí Chumacero son sucesos de la carne o del espíritu que ocurren en un tiempo sin fechas y en alcobas sin historia. Es el tiempo cotidiano de nuestras vidas cotidianas recreado por un oficio estricto que se resuelve en un diáfano equilibrio. No encuentro mejor palabra para definir este arte exquisito que la palabra cristalización”. La apariencia de claridad de los poemas de Chumacero pide del lector la puesta en movimiento de los perfectos versos para que por sus filamentos se refracte la luz de la razón, que es palabra, que es inteligencia.  Poner en movimiento los versos no es la representación dramática de los mismos (un tiempo sin fecha, alcobas sin historia), sino la oportunidad de percibir la transparencia que cristaliza en el poema. La exacta geometría del poema chumaceriano talla en vidrio nuestras vidas. ¿Será?

         Leo el poema “Ojos que te vieron” del poemario Imágenes desterradas.

¿Dónde poner la vista? Si levanto

el rostro, la mirada te apresura;

suspendida persistes en la impura

diafanidad salobre de mi llanto.

 

Si naufraga mi voz, el labio inicia

tu nombre sin cesar, y ahí germina

pues no soy sino sueño, lirio, ruina,

designio de tu lánguida caricia.

 

Desmayas en mis brazos y agoniza

tu casto amor de corazón en celo,

y lágrima y palabra son ceniza

 

cuando a tus ojos miro, porque un velo

de sombra a mí desciende y eterniza

la aspiración amarga de mi duelo.

Un soneto perfecto. Rimas claras, ritmos y acentos en norma. Un poema que parece demasiado claro. En los extremos del poema está la vista, al centro de él aparece la caricia. Los ojos anticipan el tacto, el deseo es un camino del espíritu a la carne. El camino, empero, nunca lo empieza uno a andar: en él se encuentra. De ahí el desconcierto de la pregunta inicial. ¿Está el personaje del poema ante la persona amada? ¿Acaso el personaje sólo está evocando al amor ido? Imposibles ambas, sólo posibles juntas. La presencia y la ausencia piden de un tiempo que el poema reúne bajo un mismo haz: el instante del poema. ¿Cómo se presenta, cómo se llega a, cómo cristaliza el instante?

         El poema presenta cuatro momentos de claridad, filtra cuatro formas de la luz, cristaliza. Primero, “diafanidad salobre de mi llanto”. Si bien se trata de una sensación del gusto, la persistencia es visual: vemos entre las lágrimas lo amado, lo añoramos, pues se aleja y vuelve, inexorable, como el mar. Segundo, “designio de tu lánguida caricia”. No es evocación, no es recuerdo, no es la sensación que una caricia pasada ha dejado. Se trata de la claridad con que crece, germina, la aceptación de la ida, del abandono, de la ruptura. El separado del amor se reconoce sueño, lirio, ruina: la caricia avanza sigilosa como el sueño, irisa como el lirio, torna terrible aceptación de la ausencia: despertar al desamor es marchitarse. Tercero, “lágrima y palabra son ceniza”. ¿Las lágrimas apagan el desamor? ¿Acaso no lo encienden, lo incendian? La palabra, como la lágrima, escapa al enamorado, lo sorprende: no hay superación del desamor, cada separación es una herida. Mas las heridas sanan, ceniza eres. ¿Quién aquí permite la transfiguración? Y cuarto, “un velo de sombra a mí desciende”. En correspondencia exacta con la primera de las claridades, aquí lo visual es táctil: el velo de sombra no oscurece, oprime, rodea, quita el aliento: aspiración amarga. El hombre frente al mar: el drama del amor. De ahí que la segunda y la tercera claridades reduzcan la distancia del espectador de uno mismo, ya no viendo al mar, sino empapado en la tormenta interna. El hombre ante la inmensidad del amor encarna un desamor terrible: el cristal tallado de la vida se quiebra en llanto, el llanto hiere con sus cristales pequeñitos los rincones del alma. La salvación del amor no aparece en las manos del hombre. De ahí que afirme Paz que a Chumacero “lo fascina la encarnación de las imágenes, no su disolución. Su cristianismo es el cristianismo desesperado de la conciencia moderna, en la que la ausencia divina hace más punzante la presencia del mal. Sólo aquel que ha perdido la certeza de la eternidad puede saber realmente el significado de la palabra mortal. Somos nosotros los modernos los que hemos perdido la esperanza”. El solitario se adentra en el mar ahogado de sí mismo. Ante el desamor, como en Homero ante la crueldad, ni el mar puede lavar tantas penas. Quien renunció al amor ni siquiera puede, como Edipo, perder estos “ojos que te vieron”. El instante del poema cristaliza en la última mirada. ¿Para quién es clara alguna despedida?

 

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Historia del metro. Iba de pie frente a dos lectores. Uno, leía a Stephen King. Otro leía a Stephen Hawking. Yo me preguntaba por los límites de los libros de terror.