Un rastro de hilo

Un rastro de hilo

Si el alma es una totalidad, es un error buscar el punto en que la experiencia y el cuerpo se unen. No necesitamos suponer lo inmaterial para hablar del alma, y eso debería ser desconcertante. Lo que mantiene siendo a lo vivo en su finalidad constante no es material, porque la materia por sí misma no es viva: por eso es posible distinguir entre réplicas de hombres en mármol y un hombre vivo. No quiere decir que el alma sea un objeto, sino que no la comprendemos a partir de la materia sola. La materia no es inteligente, ni sensible. El alma no es materia, pero no necesitamos negar lo material para dar razón de ella. Lo compuesto no es lo mismo que lo mezclado. La cuestión se viste de una irracionalidad inmediata cuando intentamos atrapar con la sensibilidad lo que explica al ser sensible. Si el alma es lo vivo, ¿por qué ese nombre puede usarse con una especial exclusividad para lo recóndito de cada hombre, para lo que el corazón de cada quien encierra y que se manifiesta en los tropiezos y confesiones personales, en las emociones distintivas y los motivos compartidos, en las euforias y perversiones? Ese reducto parece no accesible a los juicios más prontos de nuestra experiencia, pues en el terreno de nuestras emociones pocas veces hay clarividencia absoluta, negándosenos la explicación. ¿No será que la segunda navegación socrática, esa que se relata en el Fedón, no sólo busca otro camino mejor para la investigación de lo natural, sino también intenta, por ello, dar razón del hombre en tanto alma (¿mortal?) que puede inquirir su propio ser, intentando disipar lo que de oscuro había en la mente irracional anaxagórica?

Al hablar del alma, nos referimos a ese terreno opaco en que cohabitan los pensamientos y deseos, con los que discurrimos a diario, y hacia lo que ostentamos muchas suposiciones sobre lo interior. Pero resulta complicado explicar en qué sentido ese lugar que parece recóndito es un aspecto de la vida, usando esta palabra no como sinónimos de la historia personal, sino de lo que mantiene a lo vivo. ¿Cómo el cuerpo y lo integrado de la materia pueden compartir su asiento en la misma cosa? Pareciera como si el conocimiento “psicológico” fuera siempre algo distinto de la ciencia sobre lo vivo, a pesar de que el ente del que proviene la posibilidad de dicho conocimiento sea el mismo. Pareciera, también, que la experiencia literaria lo prueba: el conocimiento de lo humano a través de la literatura no necesita explicar la razón por la que lo vivo es de tal modo. Si buscamos una explicación a estas diferencias que sea alternativa a la del pensamiento moderno, no podemos satisfacernos diciendo que el conocimiento de lo vivo corresponde sólo a la razón estricta de lo preciso, ¿o no dijo Aristóteles que la poesía era más filosófica que la historia, limitada siempre a relatar lo que sucedió tal como sucedió? Si su afirmación ha de ser tomada en serio, quiere decir que una está más cerca de la verdad que la otra, a pesar de ser una de ellas siempre fiel a lo que fue. El punto en común que hace posible juzgar su cercanía con la verdad son las acciones humanas, en tanto encerradas siempre en un proceso que las hace inteligibles en cuanto a sus motivos y fines, vinculadas no en un todo controlado por una sola razón, sino en un panorama siempre huidizo a la mirada unilateral, sostenido por múltiples voluntades que se relacionan con un centro, con una idea, con un fin oscuro en la claridad con la que se afirman y se defienden los motivos personales o comunes. Sin que eso defina claramente las fronteras entre la poesía y la historia, sí indica la razón por que ambas parecen compartir algo: la palabra de ambas intenta iluminar lo que muda y aparece siempre en el cambio de la historia misma.

Si la poesía era más filosófica por estar más cercana a la verdad de las acciones humanas, ¿revela una capacidad especial para el conocimiento del “alma” a partir de la palabra ajena, de las situaciones imaginables, de la descripción que busca ser perfecta? Cada pregunta reitera la incógnita presente en nosotros mismos, pues no podemos aspirar a abordar nuestras propias experiencias cuando nuestra mirada es demasiado simple: nuestras preguntas brotan siempre de lo que es problemático para nosotros, aunque rara vez alcanzamos a ver que nuestros problemas siempre bordean un terreno que hace posible todo carácter problemático. Nada sería problema si supiéramos en todo momento que hay una sola manera de actuar. Pero aunque la necesidad en ese terreno nos esté vedada, o precisamente por ello, el conocimiento del alma es una fortuna que aguarda en el empuje que nuestro propio ímpetu le impone a nuestro preguntar por nuestros motivos y predilecciones. Toda explicación sobre esa unidad inquebrantable en los cuerpos que mudan y se extinguen junto a sus ideas y recuerdos une lo ignoto que subyace en lo natural con el lógos que intenta fijarlo. La palabra se limita frente a lo eterno, pero también ante lo temporal. La verdad es algo a lo que se tiende, no algo en lo que se está o se es.

 

Tacitus