La ilusión eficiente
Nada nos enciende o nos enfría tanto como la moral. Nos enciende en el deseo de la corrección del otro, ideal avivado por ese rostro de serpiente que la moral tiene (quizá no despertó la moral hasta que la desobediencia bíblica se hizo efectiva); nos disuade y distiende cuando percibimos las limitaciones de un juicio moral al que nuestras vivencias no se acomodan. A la mirada cotidiana, la moral implica una disparidad de criterios, de juicios personales cuyo contenido es siempre controvertible en cuanto vislumbramos el escenario de la ríspida confrontación de voluntades, de elecciones que nunca tienen un carácter trivial, pues sentimos tanto la vida propia como la posible vida en común con otros en el tejido descuidado o blando de las opiniones. No nos deja indiferente la moral, y por eso tenemos que fingir cierta frialdad ante ella; no hay mejor frialdad fingida que la que permite encerrar lo bueno y lo malo bajo el término moral. Difícil parece la pregunta de si la existencia de un juicio moral poco cuidadoso conlleva la irrelevancia definitiva de todo juicio sobre lo bueno y lo malo. Las polémicas morales nos indignan, no ubican en extremos, con intentos de moderación existentes, pero del bien y del mal asumimos que nada preciso podemos saber.
¿Será la moderación algo que la moral puede despertar? Si andamos paso quedo, podemos observar la fisura entre la moral y el bien. Los alegatos públicos para orillar a la moderación se convierten pronto en una farsa: la moderación probablemente no se pueda otorgar predicándola, pues predicar no es lo mismo que argumentar sobre lo bueno. Nietzsche vio de manera genial que para reflexionar sobre la moral había que indagar en lo remoto del fenómeno del poder no sólo político, sino distintivo del individuo que manda. La implicación de ese empeño no puede obviarse: según el cauce de Nietzsche, la justicia, si no imposible, es algo que destaca por su insólita rareza. Aunque el problema ínsito en esa afirmación es la presencia insoslayable de la voluntad de poder, ese embate polémico debería sacudirnos lo suficiente como para notar que la posibilidad de la justicia no se esparce con la semilla de la prédica. Preguntar por la justicia es necesario para quien desea ser justo, y para quien nota lo problemático de la vida en común. Si puede ser una pregunta filosófica, o, mejor dicho, si es la pregunta filosófica en torno a la vida en común, no debe olvidarse que la moral no es la conclusión de la filosofía misma. La moral se inclina a la dictadura en tanto el problema del poder pasa desapercibido en los alegatos. Trasímaco no era justo; Protágoras creía que enseñar era hacer crecer la facultad de acomodar la palabra a la idea del otro. ¿Era Sócrates un moralista, o, como Odiseo, sabía prudentemente algo que nosotros no?
La justicia es una pregunta de dimensiones tangibles por estar orientada a los problemas prácticos más cotidianos en la injusticia presente. Hay injusticias visibles, otras apenas perceptibles. Nos pone en la encrucijada del poder cuando observamos en nosotros mismos ese ímpetu de mover: la justicia no es una pregunta completa si Eros no se hace presente. Eros se moraliza torpemente cuando se establece una aristocracia endeble de la relación entre los afectos y la categorización de ellos. Aquí puede verse la genialidad cristiana: el deseo de lo más alto no difumina, sino que aclara y enfatiza la posición del hombre. La disciplina cristiana es conocimiento de Dios, no sometimiento de los afectos, y por eso requiere del amor como lo concibe la fe. Pero la fe cristiana tampoco es moralizadora de manera necesaria: si la cruz es entendida como una imagen carismática se despoja de la fe en el crucificado, que no es sólo un hombre. La caridad es una virtud que no exalta las cualidades personales ni las ajenas, porque no vive como una disposición del carácter.
Someter nuestros deseos a un juicio no siempre requiere de una dureza extrema, pues una pregunta tomada en serio se extiende con el alcance que nuestra alma le otorga en distintos tiempos unidos por la vida. Las dictaduras requieren de una moral en las que disentir implica consecuencias inmediatas, pues lo moral vive por el influjo que logra el encanto del poder. Quien de verdad busque el conocimiento sincero del otro no puede oponer la obstrucción de la moral de manera repetida, no tanto porque sea imposible juzgar de lo bueno y lo malo, sino porque probablemente la mayor parte del tiempo la presencia compartida apenas logrará comenzar a discutir la cuestión. Lo bueno no se diversifica según las opiniones personales, y por eso mismo no puede imponerse (aunque sí conocerse): nos toparemos en el intento con aquello que creíamos conocer y dominar. Los pasos para el autoconocimiento son dados con una ardiente y esmerada cautela; nadie puede ir rápido sin riesgo de tropezar en la imprudencia.
Tacitus