El temple del alma

El temple del alma

A veces la tranquilidad es confundida con la displicencia. No siempre poseemos buen ojo para distinguir las peculiaridades más remotas de nuestro estado de ánimo, llegando a creer que el problema en verdad profundo en torno a nuestra natural emotividad se agota en la contraposición entre el sufrimiento y el placer, lo cual determina las ideas que poseemos en torno a la capacidad de entender nuestras satisfacciones y desventuras moralmente (o inmoralmente). Cuando se escuchan palabras que le otorgan peso a la moderación de inclinaciones y propósitos, el prejuicio se mezcla con lo que en realidad deseamos: aplaudimos el tesón de quienes viven con cierta distancia con respecto a la rapidez del impulso, pero también nos vemos impedidos para ser moderados. Una brecha, llena de niebla, se abre en el terreno caluroso y espinoso por el que camina la apreciación de nosotros mismos y de otros, que separa el acto moderado del respeto ante la moderación. Hay grados entre la ofensa, la recriminación y la amonestación que deben distinguirse para lograr reconocer el problema de los buenos actos en la vida cotidiana, y de la exhortación hacia ella, que parecen fácilmente asequibles de manera ocasional, pero que también se envuelven en una ambigüedad que imposibilita las generalidades. La hipocresía no es un deseo del engaño por el placer de la mentira, sino de los beneficios que esta trae: el encubrimiento es placentero porque nos permite saborear algo que sólo nos figuramos, aunque la hipocresía sea la prueba de que lo desconocemos casi completamente.

Quizá esa distancia que hallamos entre la moderación y la posibilidad de encomiarla superficialmente sea paralela a la dificultad que le es inherente a la reflexión poco cautelosa de separar lo vergonzoso de lo reprobable por el ojo público. Es verdad que en la vergüenza la existencia del otro es importante, pero no lo esencial. Lo vergonzoso no es la presencia del otro, sino el acto, o incluso el deseo, eso es lo que da vergüenza y lo que introduce la imposibilidad de referir la vergüenza a lo abstracto. Es claro que la estima de uno mismo y la de los demás nos juega malas pasadas cuando tratamos de juzgar moralmente. El deseo de levantar vergüenza en otros para orientarlos al examen de sí mismo tampoco puede estar exento de examinación. Este problema parecería reducirse incómodamente a la cuestión de distinguir entre las cualidades de otros y las nuestras, para lo cual solemos usar una medida caprichosa. El capricho no consiste en querer un mundo a nuestra medida, sino en el deseo abarcar el bien con una mirada fugaz; la fuga del relativismo ha de llevarnos a caminar con pasos lentos hacia el problema que es la posibilidad de vivir bien. El apasionamiento de la vida buena no se agota en las exhortaciones hacia ella, sino que más bien parecen una consecuencia posibilitada por los encuentros con almas distintas entre quien posee el gobierno de sí mismo y quienes tienden a él, o incluso entre quienes francamente se hallan lejos de él.

¿Cuál es el verdadero problema que se halla bajo el vínculo entre lo erótico y lo vergonzoso? Para orientarnos sin requerir de la confrontación popular entre el prejuicio y la libertad progresista, habría que observar que ambas pueden defenderse de manera vulgar. Lo decisivo no es la exposición del cuerpo: la desnudez no impide la moderación frente a lo bello. Ese misterio del hilo que se tiende entre las miradas y el deseo de una palabra puede volverse digno de distancia sin necesidad de mojigatería. Parecería, por la experiencia de lo erótico de nosotros, que lo fundamental, lo primordial de dicha experiencia siempre se da de hecho: que la posibilidad de escoger escucharla o no supone dicho carácter de importancia privilegiada. En ese sentido, todo discurso sobre las diferencias en el erotismo parece secundario. Pero la naturaleza no es tan sencilla. Probablemente, la idea griega de la existencia de partes contradictorias en el alma, sin romanticismos, explique algo que no se capta cuando pensamos en lo racional y lo irracional sólo en términos de la continencia y el desenfreno. La racionalidad que permitía la buena vida no podía obviar la existencia de lo irracional: la requería. De ese modo apelaba de manera práctica a la experiencia del deseo y su conflictivo despertar y desarrollo en toda pretensión. Lo malo de acercarse a lo no humano no reside en la bestialidad por sí misma, sino en lo impráctico de esta para el hombre: quien vive esclavo de cada ilusión estará encarcelado en la ignorancia. Si no se da cuenta, será peor para él, aunque eso no le produzca dolor. Por eso toda experiencia humana, mucho menos la del erotismo, puede reducirse sólo a la existencia de dolor y placer en ellas.

 

Tacitus