La fría gota que se deslizaba sobre sus apretados dedos de los pies, chocó súbitamente contra la pared de tela que los gastados zapatos pusieron para mantener intacto el calor del cuerpo. Sus manos apoyadas sobre las temblorosas rodillas que a duras penas mantenían de pie su cuerpo, buscaban algún asidero dónde encontrar el descanso que a su respiración se le había negado desde hacía una media hora. No es que no valiera la pena tratar de sobrevivir en un mundo infestado por vampiros, pero después de veinte minutos de una intensa sesión de Parkour, de la cuál depende tu vida, es común que más de uno se pregunte si no es mejor ser un juguete de carnaza, de esos que afilan los dientes vampíricos. Tal vez sobreviviría otros dos o tres días, teniendo las precauciones que hasta ahora le habían mantenido con vida, alejarse de las sombras, bañarse en aroma de ajo, y no dejar de santiguarse ni aunque se le pompa la nariz cada vez que una estruendosa blasfemia desgarra el cielo nocturno. Todos los detalles cuentan, todos y cada uno ahuyentan a su modo a esos seres que de la noche a la mañana se habían apoderado del mundo. Fue en ese preciso instante, tal vez el único lo suficientemente largo como para reflexionar acerca del mundo que le rodeaba, en el que César, se preguntó cuánto tiempo llevaba en la huida, ¿dos, tres días? No lo sabía exactamente, y su respiración no había logrado apaciguar su pulso cuando con terror, se dio cuenta de que su suerte era más bien una maldición, o simplemente era lo que acontece en la víspera del fin del mundo. Cualquiera que fuera la causa, el efecto terminó por ser el mismo: al ver el Cielo, César supo que el sol no se volvería a ocultar durante los próximos seis meses.