Preocupado por su salud moral, un amigo me decía que le preocupaba el porqué le gustaban tanto los discursos relativos en la moral. Él no se sabía malo, inclusive le agradaba saber que hacía algo bueno sin necesidad de regocijarse en una falsa superioridad moral. Pero decirse “no hay nada totalmente bueno ni nada totalmente malo y, por lo tanto, no existen el bien y el mal” le hacía sentirse seguro. Le gustaba sobremanera pensar que, como los gustos son variados, las consecuencias de las acciones no deberían ser las mismas en todos; como cada uno decide lo que más le agrada, para no tener problemas con los demás basta con encontrar a alguien de gustos semejantes. No sabía qué le pasaba, aunque ¿quería saberlo?
“¿En el fondo seré un ser tremendamente malvado y no quiero verme en toda mi suciedad?” Mi amigo me había preocupado, pues, como ya muchas veces había podido observar, los discursos de la relativización de la moral eran de un gusto común. Lo único que los relativistas aceptaban de la Biblia era que teníamos un albedrío libérrimo, pero sin pecado, Mandamientos, culpa ni todo lo que trae consigo la libertad de la acción. ¿Pero realmente vivimos con relatividad moral?, ¿actuamos pensando: “no importa si actúo mal, al fin y al cabo para algunos esto será bueno y para otros malo; puede que haya culturas que me conciban como un dios”? Al menos, me parece, actuamos siguiendo lo que consideramos correcto según el lugar en el que nos encontremos. Pero aceptar lo anterior es aceptar otra modalidad de la relativización: lo bueno y lo malo son relativos al lugar donde se vive; “A donde fueres, haz lo que vieres”. Todos relativizamos hasta que padecemos una injusticia y no tenemos manera de reparar el daño.
Con reflexiones semejantes intenté tranquilizar a mi amigo, mostrarle que por más que nos llenáramos la boca con discursos ambiguos, siempre actuábamos de manera cercana a una idea común de bien. Casi en ninguna cultura el asesinato que no implicara algún tipo de defensa era bien visto. Pero él seguía intranquilo, pensando que, pese a todo lo mencionado hasta ese momento, no podía sacarse algo malo de la cabeza. En ese momento descubrí con claridad el problema de mi amigo; no le molestaba hacer el bien, simplemente no sabía por qué deseaba hacer el mal, por qué quería hacerlo. Y no se trataba de que quisiera matar a alguna persona o hubiera cometido algún delito, simplemente no podía darse cuenta de que inclusive cuando deseamos vengarnos de alguien (y vaya que mi amigo tenía intenciones de vengarse de una persona en específico), siquiera mediante las palabras, estamos haciendo mal. Como se trata de algo así como la sombra de un deseo, algo que no se llega a concretizar en alguna imagen, pero cuya percepción nos hace sonreír maliciosamente, se tiene la falsa sensación de que no se hace mal alguno. ¿Cómo decirle eso a mi amigo sin alterarlo demasiado?, ¿cómo decirle que estaba usando los discursos relativistas para sentirse mejor? En el fondo, los discursos que relativizan la moral, aquellos que justifican que todo está permitido, nos quieren hacer creer que no existe el mal.
Yaddir