Hermenéutica del deseo
Gustamos de presentarnos nuestra vida con la seguridad de un proceso. Entre nosotros y nuestros congéneres parecen haber etapas que, por muy diversas que sean las experiencias que las hagan reales, todas tienden a formar parte de dicho proceso. Nos gusta decir, más por comodidad que por una seria reflexión al respecto, que cada etapa del proceso forma lo que somos. Distinguimos las etapas de la vida en conjunción con los años y lo que ellos hacen florecer comúnmente: la edad adulta se alcanza con una madurez e independencia que aparentemente desaparecen en cuanto las energías para el trabajo nos abandonan paulatinamente; la adolescencia es una edad jovial por las aparentes ganas de encontrar almas ajenas. La vida entera se nos dibuja en un plano más o menos claro, por más que el futuro sea siempre incierto. A algo sentimos que tiende la vida, y, afirmamos, hay que obrar en consecuencia. Esa tendencia general no tiene un camino finito, pues parece que cada cabeza ejerce una diferencia sobre lo natural. La edad adulta entra en conflicto con la juventud primera por la discordia que la severidad de un carácter que ha cobrado seguridad establece con un movimiento todavía precoz. Solemos ordenar el mundo práctico moralmente, sólo que nadie quiere aceptarlo. La renuencia se debe, o al menos eso es lo que se dice, a que, a pesar de esa tendencia general de la vida, no es posible saber bien si lo que escogemos puede soportar un juicio definitivo en cuanto a su carácter elegible.
De tal modo, nuestras palabras y horas se convierten en armas de doble filo sin que lo percibamos claramente. El trabajo obliga a la formalidad, al cumplimiento de la norma para comprender el lugar que nuestra supervivencia tiene dentro y fuera de la vida de otros, pero también establece la ilusión de que con la supervivencia el mundo puede seguir en su marcha ciega, mientras se busquen las maneras más pacíficas y cómodas. Las relaciones personales son un campo fértil para la conversación en que nuestra alma empieza a notar que nuestros problemas pueden ser escuchados, a la par que permite un entramado de desgracias, deshonras, burlas y jactancias en que se afana el tiempo propio, aunque también es cierto que mientras más parecemos afanarnos en dar de nosotros una palabra en todo momento nuestro empeño social se convierte en la sucursal de nuestra vanidad. Por algo somos más libres cuando profanamos el silencio con una risa provocada por un pasaje novelesco que cuando sólo reímos de los tropiezos risibles de un anónimo incauto. La civilidad de la opinión se puede mostrar en cuanto somos capaces de no tensar el hilo delgado que nos une en la expresión de nuestras preferencias, pero la desidia por tomar en serio al menos una opinión muestra también una profunda falta de civilidad. Es muy cierto que a veces nos falta sutileza para distinguir la valentía del oportunismo, tanto en las palabras como en los actos. Todos tenemos preferencias, y no es necesario someterlas despóticamente para poder esforzarse en comprender de dónde provienen, qué muestran y cómo nos limitan o cómo distinguen aquello que llamamos carácter.
¿Sabemos qué es lo que se desarrolla con el paso de la edad como para estar tan seguros del rumbo que se establece para la vida humana? La pregunta no pretende igualar nuestras aspiraciones en un sinsentido, antes bien busca mostrar las contradicciones presentes al igualarnos de manera sospechosa y automática. Probablemente, al distinguir entre aspiraciones y actividades humanas, el énfasis no tiene que estar en la persona como tal. Por algo, de nuevo, la vida puede ser materia eterna de un poema que la muestre en todo su esplendor, con la precisión digna de la actividad mimética, que muestra que confundir a un personaje con un “hombre real” (signifique lo que signifique) es un error interpretativo que subsiste y se sostiene en nuestra propia vida. Los deseos nos muestran la complejidad involucrada en todo movimiento de nuestro ser. Quizá la insistencia en creer que el intento de preguntar si hay algo en verdad mejor o más afortunado es públicamente reprobable esté profundamente asociado con el hecho de que cada vez es más difícil rebasar nuestra individualidad para juzgar en general. Otra contradicción interesante y preocupante de nuestras vidas proviene de la extraña relación que hemos urdido entre libertad y esclavitud: creemos que la última se ha abolido en la decisión política y la prohibición legal, respetando el carácter innato de la primera, pero no somos capaces de ordenarnos en nuestra supuesta libertad, perdiendo así el carácter que la educación antigua establecía para los hombres libres. Nadie tomará las decisiones por nosotros, pero eso no quiere decir que esa es condición suficiente, como tampoco lo es la manera en que la edad se acopla con el funcionamiento del mundo, para decir que tomamos decisiones propiamente.
Nietzsche hizo ver cómo, al conocer, al sentir que parte de nuestro progreso se observa en que la cultura moderna tiende por fin a desentrañar metódicamente los vericuetos de nuestra alma, permanecemos ignotos para nosotros mismos. Por más que queramos rasgar nuestras vestiduras con el desaliento ante el fracaso escéptico de la comodidad cotidiana, o por más cómodos que estemos pensando que así hemos triunfado sobre otras eras, es evidente que la observación citada es útil no sólo para cuestionar la moral como él parece hacer (otro camino de Nietzsche tan fácil de interpretar superficialmente), sino para observar cómo ese cuestionamiento requiere de la reflexión del orden mismo de nuestra vida. Sin necesidad de que esa reflexión se inscriba en el esquema moderno que hace de todo pensamiento un procedimiento necesario para una acción conveniente, habremos de observar que nuestra constitución siempre cercana a lo irracional se halla en pugna por la palabra que logre navegar en las confusiones y claridades de nuestra alma. Probablemente sea esa relación parte de la expresión heraclítea que se ocupó misteriosamente del lógos y que hizo del alma algo que nunca tiene las mismas aguas.
Tacitus