Dramatismo del intelecto

Dramatismo del intelecto

La presunción de claridad es un instrumento retórico cuyo éxito requiere, también, de pericia para lo oculto. La claridad misma no es un fenómeno aislado, cuya luz se produzca sola: siempre requiere de un intelecto que trabaje claramente por ella, que intente ordenarse conforme a lo que experimentado y lo visible. Hay cosas que parecen demasiado evidentes para quien ha buscado, otras que parecen encarcelarse siempre en perogrulladas. Sancho Panza poseía una claridad práctica que sorprende a quienes esperan poco de los ingenios cultivados vulgarmente, como una finura risible que parece argucia cervantina más que representación pedagógica de los espíritus rústicos; la duda nos mantiene a veces cerca de los burladores antiquijotescos: esos brotes robustos de prudencia destacan sobre el fondo de seriedad, que es la verdadera payasada. La luz de la inteligencia, como metáfora cuyas variaciones no son infinitas, pero sí abundantes, expresa algo que se antoja sencillo, pero, como intento metafórico, como toda buena precisión general, no deja de exigir un intento de hermenéutica para quien intenta usarla. La queja en contra de la vida por la inexistencia de una claridad absoluta es ya un traspié provocado por la ignorancia de nuestra condición.

En su autobiografía llamada Discurso del método, Descartes parece no trazar tan finamente como en sus cálculos la diferencia en el uso de términos referidos a la potencia cognoscitiva. El gancho del buen sentido prueba sólo que todos creemos ser suficientemente sensatos (lo que nos hace pensar que todos poseemos el mismo juicio), y que eso es visible en el conformismo con las dotes intelectuales que poseemos, lo cual evidentemente empieza el juego de manos entre el autor y nuestra inteligencia tan bien dispuesta, gracias a ese oscuro buen sentido, hacia quienes hacen alarde de honestidad, como Descartes. Del tono autobiográfico forma parte esa confusión en los términos para nombrar a la razón, pues parece que la conclusión más clara de un libro escrito con tal calma expresa la confianza en que la vida ha de guiarse por ella, aunque no sepamos a simple vista en qué sentido la razón se relaciona con el ingenio, cómo el método es una producción, y si la claridad y distinción son cualidades necesarias de la verdad (el Método enseña a ver la dificultad moderna de hablar de verdad no científica). Parece gozar de una transparencia inusitada, de innegable prosapia intelectual, aquella conclusión que nos exige ser racionales para guiar la vida con seguridad ante la incertidumbre y el abismo próximo del desconocimiento. Esa dimensión que mantiene al método en los límites de la lectura poco circunspecta revela que en la experiencia primordial es en realidad complicada saber a qué nos referimos cuándo decimos que somos racionales. La racionalidad ingeniosa de Descartes, que también es una luz, abre un panorama especial del drama humano del conocimiento, drama cuyo carácter peculiar en el sentido cartesiano pasa desapercibido cuando el final parece haber sido relatado por una voz antigua, anónima.

¿No es una licencia hablar de dramatismo en un testimonio que pretende ofrecer claridad casi total, ausente de artificios? Ni el autor resiste a presentar su propio discurso como una presentación de su vida en que la arquitectura soledosa del entendimiento contrasta con la turbulencia mundial, distinta en algo a la mesurada expresión de la inquietud por saber que marca la vida personal expuesta con ese orden ya renombrado entre nosotros. No es extraño que la vida que relata Descartes sea tan apta para moralizarnos: en eso consiste la argucia central de una fábula. La luz cartesiana se reviste en este caso no sólo de útil para la librar la oposición entre el hombre y la naturaleza, sino también de inocencia en la descripción de intenciones nobles. Parece casi innegable el paso inmediato de los juicios claros y distintos a las acciones seguras. No obstante, siempre hay que recordar que la duda como medio de la inteligencia para seguir el método implica la flaqueza de todo juicio moral definitivo. Lo que ilumina el entendimiento halla su principio organizador en aquello que es cognoscible de manera indudable, por eso la claridad y distinción cartesianas iluminan primero las relaciones matemáticas no contradictorias. Del espacio lo más claro es la abstracción geométrica. La razón en este caso usa de sus capacidades para lograr la simpleza perfectiva de una técnica que organice lo que puede llamarse verdadero.

La fascinación que produce la herencia cartesiana se reproduce en los intentos de explicar la naturaleza del hombre a partir de su facultad cognitiva. Esa fascinación se reproduce en el empeño positivista de comprender la humanidad a partir de sus fluidos neurológicos. No obstante ese empeño, la pregunta de Nietzsche a los historiadores de la moral también podría a valer para los antropólogos materialistas: ¿qué desean ellos mismos al sostener “desinteresadamente” esa explicación? La confianza actual en que el hombre se revela a través del escrutinio meticuloso y comprobable de la mente supone que la luz misma puede ser examinada, bajo el supuesto de que la humanidad consiste en la racionalidad misma orientada a la captación de ideas, nociones, de preguntas en torno a lo general. La intención científica moderna vive en el análisis a la existencia misma de lo científico. La inteligencia de Nietzsche, esa fina luz de fuerza indeterminada, apela a que el sentido histórico que él quiere mostrar no puede mantener el espíritu científico sin cuestionarse si acaso el sostén mismo del intento filosófico moderno no tiene una base que no puede ser explicada en términos del espíritu moderno. La técnica de la razón ha de entrar en pugna con aquello que rehúsa a iluminarse, dando la apariencia de que la claridad científica al investigar sus propios linderos y vericuetos lógicos, es ajena necesariamente al problema que significa para el alma la existencia de toda posible valoración y poder de un juicio. La pregunta para nosotros, si queremos recabar el aliento necesario para afrontar ese panorama, consiste en saber si la satisfacción de nuestra vida sólo responde a variaciones de una fuerza ignota, en seguridades precisas, o si el secreto elusivo de la verdad nos enseña la remota cercanía de lo eterno en las sospechas más hondas sobre nuestro ser, relación que se aborda en el comercio con el mundo.

 

Tacitus