De los caníbales

Durante mi niñez, al andar por las carreteras que conectan y desconectan la capital de mi país con el campo, siempre me aterraba la sensación de imaginarme viviendo en una casa lejana a la ciudad. ¿Qué era lo que me daba más miedo de vivir lejos de la ciudad? Sentía, por un lado, un hondo frío al ver las casas tan solas, tan lejos una de otra; por otro, sentía que estaba expuesto, que algo saldría de la multitud de árboles para atacarme y nadie podría ayudarme. Ahora, cada que paso por los lugares que engendraban en mí esos recuerdos, el lugar del miedo a un misterioso ataque lo ha tomado el terror a no contar con luz, agua limpia y una tienda cercana. ¿El gusto por la comodidad me habrá vuelto más infantil, me habrá hecho dependiente de la costumbre?

Así como Oriente es invención de Occidente, los bárbaros son invención de los civilizados. De manera semejante, los salvajes son invención de los ilustrados. En los tres casos, las diferencias en el modo de actuar son tan notorias que dificultan el cuestionamiento de por qué los otros han desarrollado sus costumbres; por qué actúan como actúan. Pese a la aparente claridad de las diferencias, los occidentales, los civilizados y los ilustrados no se preguntan sobre sus propias costumbres, su pertinencia e impertinencia para que alcancen una buena vida. Aunque a veces las propias clasificaciones sirven para diferenciar, aparentemente, lo bueno de lo malo; lo conveniente de lo inconveniente; lo útil de lo inútil. Clasificaciones evidentemente falsas, pues tan bárbaros son los denominados bárbaros como los occidentales. Según Michel de Montaigne, inclusive los civilizados eran mucho más bárbaros que quienes eran clasificados así, pues mostraban un tremendo gusto por la crueldad; los bárbaros solían ser caníbales no por gusto, ni tan siquiera por necesidad, sino para intentar arrancarles a sus rivales la confesión de qué tribu era más honorable. ¿Los bárbaros tenían una noción más clara del honor que los civilizados? Visto así, ¿quienes vivían mejor?

La ciudad siempre parece dar mayores oportunidades. Pero las oportunidades no sólo son brillantes, también pueden ser oscuras, destructivas. La sencillez del campo, de lo natural, parecería preferible. Pero el hombre no es un artificio de 60 pisos, como tampoco es una planta con una clara finalidad. Cualquier extremo termina devorándose al hombre mismo.

Yaddir