«Obviamente, esto implica un desafío para nosotros mismos, un desafío que no se satisface ni fácil ni ‹automáticamente›. Que estemos dispuestos a escuchar atentamente al mensaje esencial de esta música y que dejemos que este mensaje encuentre un eco, como si reverberara en las cuerdas de la intimidad de nuestras almas, es decisivo».
Josef Pieper, Thoughts About Music
Si la música no tuviera más de un sentido, no tendría ninguno. Repudio aquella música acediosa, plana, delgada, seca y quebradiza, la que trata de decir que no dice nada, la que aspira a repetir con hipnosis de péndulo la liviandad de una vida desesperanzada, repetida y repetida, descuadrada, desarticulada. La que ni hace falta despreciar porque sola se desprecia, simulacro de una existencia hueca hecha trozos, desconectada. La que quiere que se le corte, que se le consuma a mordiscos entre comidas. Esa música que imagina despedazado al oído gritándole que no percibe; le encantaría que no fuera sino un tambor de pieles como los que están replicados por millones en nuestras bocinas. La repudio, prefiero el silencio. Quiere negar el ritmo y desconocer el canto, convencernos de que no hay voz y de que toda melodía es un invento. Y en todo ello, con su intento de descuido, fracasa. Dice lo que no pretende y con lo que sí dice, entristece. Que no elogie la carestía quien tiene entre sus posesiones el don del elogio. En la riqueza de lo desconocido descubre quien cuida la música la posibilidad de encontrarse más de un sentido de él mismo. Porque la música cuidada refleja al que escucha con cuidado: aquél que se da cuenta de que, como ella, él mismo es más que sólo él mismo.