De la impericia violenta de Trasímaco
El rumor es el signo vital con el cual nos atrevemos a juzgar constantemente el cuerpo a veces inasible de la acción y la vida política. Nos gustaría que se materializara ese cielo positivista de las opiniones imparciales, que sus ángeles salieran tocando sus áureas trompetas con la música de la verdad desnuda en el momento en que hacemos sabido el consenso político, y reducimos a discordias frívolas las opiniones que parecen desenfadas a nuestro criterio, por creerla cortas de compromiso casi siempre. La esperanza no tiene nada de malo, mientras no sea ingenuidad producto de la desidia. Nunca terminará de ser una palabra con olor a eficiencia, a tacto de lo posible, aunque esconda también el dramatismo retórico del desengaño tardío. Sirvió un poco para la violencia escondida en el mito de Lenin, perpetuada aun en su cadáver momificado. Conocer un poco la naturaleza nos hace ver que casi nada dura una eternidad: ¿será la política un proceso natural por conocer, un ámbito que hace que la ambigüedad misma del término “natural” revele algo así como conocimiento especial cuando se aplica al hombre? El sueño del politólogo es hacer de la historia el tribunal certificado por la experiencia para el interés humano, pero ¿pueden compenetrarse la historia y la política sin preguntar por lo que es justo? La pregunta está supuesta incluso en la interpretación más objetiva del hecho histórico, aunque no se responda explícitamente.
Esta primera divagación nos encauza, un poco caóticamente, hacia la posible existencia de un conocimiento de lo político. No a una catalogación de datos diarios, ni a una discusión de la teoría política más conveniente, sino a la pregunta: ¿qué es el conocimiento de lo político? En este caso, la consciencia histórica exhibe sus límites para responder, aunque también sus fortalezas: poco puede ahondarse si la historia no sirve de exploración, de motivo para renovar el esfuerzo por lo presente, aunque la pregunta que ordena mejora a la mirada en la historia no sea de naturaleza “histórica”, en el sentido de que cambie radicalmente su objeto. No es cierto que uno no puede saber quién es tirano hasta ver sus actos. Esa afirmación nos entrega, como ovejas, a la boca del lobo. En la República (en donde no hay base teórica alguna de ningún modelo de gobierno en el sentido en que se piensa hoy), Trasímaco no sólo representa la necesaria intolerancia de los voraces; antes bien intenta hacer valer de manera forzosa la afirmación de que la justicia es lo que conviene al fuerte. Nuestras almas son prontas en ponerse en el bando socrático que intenta sobreponerse a dicha opinión. ¿Salimos bien librados en nuestro candor, o en nuestros actos y opiniones reluce más el eco de Trasímaco que la pericia socrática?
La justicia comparte una reputación con todo aquello que consideramos ideal. Sería más acertado decir que, antes que un ideal, es de aquellas palabras que alimentan la tendencia del alma a la opinión. Con algunas variaciones, tenemos cierta idea de lo que nos gustaría ver en nuestra vida cotidiana. Pero eso, lamentablemente, nunca basta para hacer vida en común. Puede que la intención de lograr un consenso de opiniones sea buena. No obstante, las intenciones no son el elemento decisivo de la acción, además de que casi siempre permanecen encubiertas al ojo público. Defender la injusticia sin escatimar fuerzas puede ser cuestionable hasta para los más limitados, pero lo importante siempre será preguntarse, una vez establecido lo que consideramos justo, ¿qué es la justicia? Los prejuicios de Trasímaco lo terminan metiendo en un lugar indeseable para él: su voz y risa atronadoras lo convierten al mismo tiempo en una víctima del desconocimiento. Como su imagen del hombre justo se reduce al ideal del bueno e ingenuo, la ambigüedad de sus propias palabras le hace justicia. Pero todo termina por volver a la ambigüedad: ¿cómo que no sabemos qué es la justicia si ya dijimos que parece una virtud, y que la virtud es más deseable por parecerse al conocimiento “práctico”? Se ve que las “buenas” intenciones nos pueden ser vistas con soltura.
El PRI era alérgico a la crítica: no podía terminar con ella, como no puede un organismo librarse por medio de la voluntad de los males que sufre, pero no le faltaban deseos de desaparecerla. A pesar de eso, tenía devaneos de “popular”. Una cosa no impide la otra: los famosos gobiernos populares son también tiranías, aunque sus apologistas no quieran aceptarlo. Gabriel Zaid señaló inteligentemente algo que se relaciona con lo anterior: los pudores homicidas no son cosa del gobierno nada más. Si se trata de apegarse a la experiencia para juzgar la relación entre las buenas intenciones y los malos resultados, el catálogo del PRI se extiende a niveles inauditos. Uno de los indicadores a observar es, de nuevo, la imposibilidad de democratización en su sistema: el Presidente era la figura central. Sería peligroso interpretar ese patrimonio histórico de la corrupción para llegar sólo a entender que el problema no era de fondo, sino sólo de forma: que lo que hace falta para la democracia genuina es un Presidente honesto. Peor sería no sopesar lo difícil que es juzgar la honestidad cuando el carisma personal, la prestidigitación de lo político y la parcialización de la historia sirven como guías del juicio político. ¿Cómo reza esa frase de Santayana que tranquiliza tanto nuestra sed de justificaciones?
Tacitus