El amo de las apariencias

Llega un nuevo gobierno que es igual. Ya lo han dicho muchos y muchas veces, porque también es cierto que de nuevo llega un nuevo gobierno que, igual que siempre, es igual. Un anhelo cándido querría que estas palabras caducaran en tres, cuatro o seis años. Que para entonces alguien las leyera y no supiera de qué se tratan. Pero más probable es que si, pasadas muchas temporadas alguien las viera sin fecha, no supiera si son recientes o tienen un siglo. La novedad del gobierno es una apariencia. No estoy diciendo que es una falsedad; no son lo mismo. Ni siquiera me estoy refiriendo necesariamente a algún gobierno particular. Su novedad es una apariencia, porque nada es nuevo más que comparativamente, más que en contraposición. El opuesto de lo nuevo siempre es algo que ya existe y que es viejo. Y entre lo viejo, nada más milenario que el cambio: lo nuevo cambia de dirección y las direcciones son infinitas. La novedad es un aspecto que percibimos en algo por su relación con otra cosa, pero nunca es ese algo. Por eso es una apariencia, y cuál cosa es ésta que llamamos algo es por necesidad más importante. Muchas novedades que llaman la atención por sus vistosos cambios son antigüedades reempaquetadas; otras eran varias y han sido confundidas o son trozos nombrados por separado de algo que fue uno; otras son sombras proyectadas. Hoy hablamos mucho de la mente y bastante menos (y con más recato) del alma, abogamos por los valores y le ponemos mucha atención a las inteligencias de todo tipo (creo que es especialmente popular la emocional), y también, nos emocionamos con cada llegada prometida de un nuevo gobierno. Podemos decir que pagamos impuestos, contribuciones o tributo y hacer exactamente lo mismo. Las formas de hablar pueden quedarse siendo simulacros de nombres sin que haya nadie que les pregunte nada, sin que signifiquen nada nunca. Machiavelli, un osado estratega, hace cinco siglos citó la sabiduría de la virtud de Hesíodo, apenas después de haber dicho que la «inhumana crueldad» de Aníbal era la mayor y mejor de sus virtudes. Un signo sin significado es como una mano de mármol: apariencia. Y así también la novedad de un gobierno no es sino apariencia.

Seamos realistas por un momento. La mayoría de las personas no quiere pensar más allá de las apariencias. Eso es natural. Entonces, aun más, seamos naturalistas por un momento. Nos daremos cuenta de que los comportamientos humanos se explican por lo que las personas suelen esperar de sus vidas. Lo que cada uno desea es la satisfacción de su placer, infinitamente creciente; o si no, en este mundo tan aciago, por lo menos la reducción de su dolor, que más que otra cosa se presenta como enfermedades y expectativas espantosas, miedos, terrores. Toda vida humana entonces es (recuerden que somos naturalistas, por un momento), la evasión del dolor y la persecución del placer. Toda relación con el mundo y sus habitantes está basada en esta experiencia fundamentalmente personal. El funcionamiento de las grandes sociedades y la institucionalización de sus leyes se jerarquiza entonces de acuerdo a esta comprensión del individuo. Con esto se explican toda suerte de actos por igual, los más atroces, los más hermosos y todos los de en medio. Con esto también se saca la conclusión de que pensar en cómo debería ser la vida humana es una pérdida de tiempo, y será mejor si nos ocupamos en cómo es en serio, en crudo. Así nos daremos cuenta de que todo acto llevado a cabo, por ser un hecho, es igual que todo otro acto, sea cual sea y venga de quien venga. Las cosas son lo que son, y el hecho es que los actos más atroces son caudales donde los hermosos caen con gotero. Como es más frecuente la guerra, el vicio, la violencia y, en general, la fealdad, es natural que nos inventemos cuentos para tratar de escapar al horror. Una acción deliberada por un hombre de ánimo seguro es una cosa rarísima. Lo que salvará al hombre, que caza a otros hombres como un lobo, será un aparato de fuerza descomunal que le garantice la seguridad contra los dolores y racione sus placeres. Puede ser un Estado nacionalsocialista, capitalista, comunista, fascista; para este caso da igual, siempre que pueda distraer a sus miembros de su naturaleza licantrópica. Si uno nos pregunta, entonces, qué son las apariencias, responderemos que son lo mismo que las mentiras: la vida de sufrimiento escapando de sí misma, inventando, tratando de saciar poquito a poco los apetitos de los que viven juntos y que terminarán por destruirse si no se creen los cuentos. La realidad es plana y está a la vista desde el primer golpe: no hay fondo oculto, no hay vida interior, no hay ideal. El buen gobernante será entonces el amo de las apariencias. Será quien invente profundidades ventajosas. Algunos lo llamarán pragmatista. Habrá quienes digan que es un idealista pertinaz. Unos lo amarán por su cautela mientras otros lo temen por su osadía. Otros sabrán que él es el conjurador de los horrores de la verdad. La prudencia consistirá en reconocer que hay que llamar «bueno» a lo que en cada caso resulte menos perjudicial. Allí donde el dolor de la sociedad sea tan grande que cualquier cambio complace su imaginación, el amo de las apariencias cambiará los nombres de las cosas, modelará carcasas nuevas para esqueletos viejos, y propagará toda voz que diga que algo ha mejorado mientras apaga la que acuse lo contrario. El nombre que se ponga el amo de las apariencias no importa, diremos mientras seamos naturalistas, lo importante es que siempre aparecerá virtuoso, mientras que actúa como le convenga en cada caso, a veces con eso que los engañados llaman virtud, y la abundante mayoría de las veces, como es natural en este mundo cruel, con eso que llaman vicio.

Toda aquella retahíla realista, naturalista y feísta ha resultado sorprendentemente persuasiva. Dejemos ya de imitar sus argumentos. Su seducción se fortalece por las promesas que hace de comodidad, pues hace pensar que una vez comprendidos los corazones humanos, se controlarán sus más destructivos impulsos con pesos y contrapesos de recompensas o castigos. O sea, que con buena administración los placeres se podrán tener en abundancia y fácilmente, que el camino será suave y yace muy cerca (llevamos cinco siglos de promesa moderna, ¡ya debe faltar poco!). Supónese, para que el proyecto funcione, que un Proteo como este gobernante puede hacer una sociedad funcional a partir de cualquier conjunto de seres humanos, tengan el carácter que tengan. Sin embargo, todo eso es mentira. Lo que el gobierno de la crudeza logra no es una organización de los hombres tal como son, sino un robustecimiento de la crueldad a la que los hombres pueden llegar. Y si es mentira, ¿por qué entonces, seguimos de nuevo y de nuevo confiando en que venga de nuevo el cambio, el que ahora sí haga bien lo mismo? Probablemente porque ante la reflexión sobre este engaño no hay sino sudor, un camino largo, arduo e inclinado. Lo falso no es la abundancia de la guerra, ni tampoco la mayoritaria inclinación a hacer lo que sea con tal de escapar del dolor o la muerte, ni tampoco que sea posible vivir bajo la clase de control que pretende el amo de las apariencias; lo falso es que en esto consista vivir bien. El encantado por la promesa no se da cuenta de lo que tiene más cerca: en la vida pública, en la privada y en todo intento por vivir políticamente confiamos seriamente en nuestra capacidad para reconocer lo preferible, y en ello, para articular la diferencia entre sobrevivir y vivir bien. Las apariencias no son mentiras, no son puros inventos del original ingenio; son verdades parciales, inicios del camino, invitaciones a la razón. Todos, o casi todos, confiamos en que la comunicación es posible y en que la palabra tiene sentido, desde lo más cercano a nosotros: las apariencias. Éstas son posibles porque podemos percibir dicho sentido en las acciones y juzgarlo. Hay acciones que parecen justas. Las hay admirables por valerosas. Esto es independientemente de si en tal o cual caso resulta que sí lo son. Si en serio fuera natural lo que así llaman los dizque naturalistas y la vida humana consistiera únicamente en los hechos como ellos los pretenden, nada sería como es en nuestra experiencia. No habría anhelo, proyectos, expectativas, preferencias, inclinaciones, reconocimiento del carácter de los demás, ni creeríamos tampoco que percibimos quien es buena persona, y a quien nos gustaría parecernos, en mayor o menor medida. Pero todo esto lo hacemos. No habría crueldad tan grande que no pudiera el Estado, con todos sus incalculables recursos abocados a ello, disfrazar de progreso. Pero la hay. ¿Hay misterio entonces en que los naturalistas hayan querido siempre concluir que nadie es dueño de sí mismo más allá de lo que cree por alguna, simple o complicada, ilusión? Lo que confunde a quienes piensan que un gobierno puede cambiarlo todo por su novedad es que éste aparenta que la virtud y el vicio se deciden cada que se renueva la jornada, como movidas de una estrategia diseñada por un administrador tan potente que modela la realidad. Nada impide en principio, pues, que su dominio sea un Estado totalitario. Pero su gobierno es apariencia y al centro de su espectáculo, resulta que el engañador es el peor de los engañados. No se puede reconocer la importancia de la justicia para la vida pública y, al mismo tiempo, querer que la justicia cambie cada quince días según convenga al régimen de renovación y transformación. Si la apariencia no es sencillamente falsa, no podrá el amo de las apariencias ni con todas sus fuerzas encantar al mundo entero para que baile su son. Sólo será amo en apariencia, porque no puede gobernarse ni a sí mismo. Y pasarán cientos o miles de años, pero ninguna moda nueva puede empañar la importancia de preguntar cómo vivir mejor, ni tampoco de si es peor hacerle mal a otro o sufrir el mal. Y escribió alguna vez un osado estratega que virtud es la del gobernante que merece su puesto porque puede defenderlo actuando como sea, ante la contingencia que sea, y que la fortuna es como un río que a veces se calma y a veces se embravece: este maleable modelador de gobernante podrá con anticipación poner diques y hacer presas, y usar el agua como mejor le convenga sin sufrir jamás ni un solo percance por ella; pero como buen estratega, pensó cuánto podía hacer con el agua sin pretender nunca entender qué era.