El deseo como escondite

El deseo como escondite

Hay quien elogia el ingenio para granjearse los medios que permitan satisfacer los deseos más ardientes, aquellos que, también dicen, es mejor no cuestionar. Dicen, más bien, que nadie lo hace en realidad. Con ellos, entramos en un territorio desolado, sin muros ni asideros: la aridez del alma que no sabe explicar bien motivo alguno. No habría mérito alguno, según esto, en pensar repentinamente aquello de amarrarse a un poste para evitar la seducción peligrosa y monstruosa. La razón no impide la imaginación: ambas son necesarias al alma. ¿Puede la imaginación guiar hacia lo bueno, o siempre es voluble y caprichosa? En la parsimonia de su hogar, Céfalo no tiene prisa por nada, más que por abandonar tranquilamente una conversación complicada e importante. Para él, todo se subordina a la máquina ritual que la fortuna le ha preparado; las inquinas personales y los posibles agravios se subsanan con la libertad que da el dinero para rezar y deshacer malentendidos. La justicia no tiene lugar cuando todo mundo está tan convencido y complacido consigo mismo de tal modo. Morir tranquilo es alcanzar el Hades sin mancha alguna, con la tranquilidad sensata de un alma ya añosa, que no es lo mismo que saber qué significa ser justo. ¿Valdrá tener la corona senescente de Céfalo sostenida por el corazón de la zorra de Arquíloco?

Evidentemente, la indigencia no nos saca del apuro, que lo justo no parece ser una propiedad adquirida por la fastuosidad o escasez de nuestros medios materiales. Lo justo de retribuir no está en el objeto retribuido, sino en el acto retributivo y en el efecto que este tenga en el alma, que es parte de la estela del acto mismo. Por eso existe aquel argumento socrático aparentemente sencillo en torno a la devolución de las armas. Volviendo al inicio, la voracidad del apetito termina por fastidiar la empresa del apetito mismo: el hartazgo satura el organismo y procrastina la felicidad del metabolismo. Uno puede buscarse la manera de imponerse, pero, en verdad, pudiera ser inteligencia genuina el saber dar el cauce hacia lo mejor. Claro que es fácil objetar que de lo mejor todos sabemos un poco. La existencia de las artes nos disuade un poco de esa opinión: podemos creer que es mejor comer aquello que nos apetezca en todo momento, hasta que un dolor nos revele la imprudencia de incurrir en el desorden del deseo culinario. El panorama de cada momento no impide que escojamos aquello que favorece nuestras intenciones, pero tampoco impide notar la ceguera en que nuestras propias intenciones nos sumergen por andar a sus anchas sin que se les haga ninguna pregunta en torno a su soberanía. Nuestro provecho no siempre coincide con nuestros deseos. Por ahí comienza el problema de saber lo que una ciudad es. La resolución no puede dejarse a las abstracciones más comunes: el pueblo legislador o la voluntad general no ordenan sobre lo justo con sólo tronar los dedos. La experiencia al respecto no se limita a un solo país, ni a un solo momento histórico.

Un reto para el intelecto práctico es no desesperar de lo real. No pára el problema ahí, pues aquello por lo que se realizan las acciones, aquel resquicio que nos empuja al intento de entender lo hecho nunca se aclara por sí mismo. Es tan difícil conocerse a sí mismo que a veces se opta por imágenes simples de lo que nos explica. Se opta por entender el conflicto del alma a la cuestión de la dialéctica entre un modelo y lo real. Es un malentendido recurrente, aunque no por ello menos culpable. Los actos no se comprenden sólo por el hecho de verlos realizarse. Por más nítido que parezca el objetivo inmediato, hay algo que nos permite gozarlo cuando se realiza y vislumbrarlo en su lejanía renuente. Esa tendencia, ¿no hace necesario que nos preguntemos a veces si sabemos en general qué permite elaborar el vínculo entre el agente y su acción, vínculo que por otro lado se traspasa a la gramática? Esa idea de la educación musical para las almas perfectas, ¿es sólo una imagen que revela la verdadera indigencia de nuestro ser o que nos invita e incita a la vez a preguntar si lo musical es un fenómeno un poco desconocido para nuestras almas, desconocimiento que nos permite estar seguros tanto en la confianza ante lo ideal como en la desconfianza ante la exigencia fabulística? El autoconocimiento sería imposible si las preguntas más profundas en torno a uno mismo se resolvieran sólo en la aceptación de un modelo e imagen que apenas entendemos. Mejor rumiar y repensar. Si la respuesta se halla entre los dogmas de la ciudad, no tiene caso la insistencia de permanecer en ella para preguntarle sobre algo que ya sabe. Esto supone quizá ya algo demasiado complicado: que conocerse sea también universalmente deseable.

 

Tacitus