La mano de Eros
No sé si bastará decir que el mejor beso es el más amoroso. No el más calmo, ni el más fogoso: el más feliz. Porque la alegría se malbarata cuando se halla a donde quiera que se mire sin ver lo mejor. Menos ansiedad de las flechas de la mirada, un tempo en el que el alma pueda sentir todavía la sorpresa de una mano o la discreción casta de una voz en el abismo preclaro de la imaginación, eso también se llega a gozar con la espera. A lo mejor la felicidad es lo más correcto, lo más razonable, no sólo lo más deseado. Si es así, lo bello no sería sólo un efecto de lo placentero. El placer de un beso discreto sería manifestación de esas alas que el alma perdió y que no se recuperan sin que la inteligencia se vea movida con latencia. ¿Inteligencia para los besos en vez de práctica con frutos que semejen falsamente la frescura de unos labios? El alma da un giro entonces: ¿dónde estará Eros en el deseo recto y moderado que nos mueve desmedidamente a querer lo bueno? ¿Puede encarnarse en el espacio que se cierra entre dos personas sin volverse insistencia de la mano o precocidad del interés? Si las alas crecieran con los ardores de la piel, todos serían expertos en vuelo. La experiencia nos enseña pues que el beso más feliz es el más erótico. El adverbio no se indica intensidad, o, mejor dicho, muestra que el lenguaje más intenso es la discreción de la verdad, el recato ordenado y no la ansiedad desesperada: el poder del deseo que sigue con cierta obsesión lo bello porque es lo que más amable.
Tacitus