La vista rápida
Alguien debería atreverse a formular un imperativo para explicar ciertas habilidades y manías destapadas por los teléfonos móviles. Así como en el voraz mundo académico lo único que vale es ser citado, lo cual se logra, según parece, publicando más de la cuenta (porque las probabilidades aumentan: todo es cuestión de números), la atmósfera de la “comunicación” “privada” pareciera tener sus exigencias serias y ardorosas. No se puede argumentar urbanismo y cortesía como justificación: más cortés es la paciencia que la atención demasiado desenvuelta. Digo que debería formularse un imperativo porque quiero pretender ingenuidad; no sé qué otra cosa podría explicar ese ferviente deseo de soltar las amarras de la mente en responder cuanto sonido emita el aparato telefónico. Además de esa manía esquizofrénica por contestarlo todo y por hablar solos, existe también el alimento de la impaciencia: ¿cuántos perciben todavía el valor genuino que tiene la privacidad? Me incluyo entre los ignorantes.
Porque las probabilidades aumentan, parecería razonable la suposición de que a mayor número de caracteres escritos durante el día, mayor tiempo se invierte en el futuro posible de una conversación amena y entrañable; mayor se volvería también el contacto con las cosas de este mundo y la voz de los demás. A mayor tiempo invertido en recorrer el dedo por la pantalla, mayor sería la posibilidad de encontrarse con algo sorprendente. Así, no quedamos mal ni con este mundo ni con las amistades, celosas en extremo de procurarnos el bien de su palabra o de alguna risa pertinente vía vídeo o meme extraído de la red. Para que no se crea que sólo busco asustar y disuadir porque estoy lleno de amargura debido a la creciente falta de atención de mis conocidos, piénsese bien en el carácter de ese cosquilleo, de esa inercia compulsiva pero taciturna que nos mueve, tan pronto nos hallamos con posibilidad de un tiempo muerto, a rescatar el teléfono de esa reclusión caprichosa con que nuestro bolsillo lo tenía oprimido. Nos gusta, como con todo lo irracional, pensar que lo tenemos bajo control, que sedamos esos impulsos ciegos y que podemos moderarlos, que estamos en capacidad de elegir qué hacer con cada instrumento. Pero los deseos no son instrumentos: éstos se hallan siempre subordinados. Es más difícil saber si en el deseo existe una subordinación; tampoco es sencillo aclarar ante qué.
¿Qué clase de atención requieren lo privado y lo público? Permítaseme poner en duda que la atención pronta y atinada pueda provenir sólo de la presteza en responder algo. El alma, por su naturaleza, está hecha para configurarse y vivir en esos extremos que se rozan constantemente. No puede prescindir nunca de privacidad: a lo mucho puede exhibirse artificialmente. Ni con la tecnología para tener cerca lo lejano nos mostramos sin reservas. Lo público permite saber el contexto en el que se puede actuar. Comunicarse a veces requiere de ese misterio en que las caras no siempre están fijas por la imagen: la voz que decide hasta donde llega en la exposición de su ser es más preciosa que el rostro que busca presumirse en gestos ambiguamente claros. En vez de posibilidades para la amistad, la obsesión por las respuestas instantáneas muestran algo que nadie puede dar, una falsedad: atención desmedida, que debe ser recíproca. Por otro lado, ¿qué no al compartir lo que debe ser compartido nos vamos haciendo más conocidos, lo cual facilita el surgimiento de la capacidad para sabernos piezas comunes de nuestro ámbito público? Dudo aún que la imagen del entendimiento como un ojo sirva para ilustrar como hay que verlo (con los ojos) todo para saberlo todo.
Tacitus