El dolor del tímido

Es grande el dolor del tímido. El del introvertido es diferente, también el del callado, o del penoso que baja la cabeza al llamar la mirada de muchos. Pero el del que merece ser llamado tímido es el dolor de un mudo con voz. Tiene una dificultad más allá de lo común para expresarse. En lo que para los demás es natural él encuentra resistencia. Entre él y los otros siempre hay un obstáculo transparente, pero obvio. Hay tímidos que aprenden cuándo sonreír e que incluso andan entre muchos; pero la evasión de la comunicación se mantiene como modo de ser. Por eso es causa de una gran compasión. Quienes no comprenden al tímido ven en su silencio necedad, en su vergüenza gazmoñería o en su lejanía malicia. Suele ser muy diferente para él. Esta distancia entre lo visto por él y lo visto por otros se agrava por la sequía de comunicación y el tímido no puede acabar con ella. La disputa diaria que él tiene se manifiesta más agriamente en su desagrado con la voz; no sólo con alzarla, sino con toda ella, con lo que dice, cómo se le oye, cuánto llama. Se le ofrecen consejos: que pruebe hablar más fuerte, que mire a los ojos, que se levante si quiere ser escuchado, que reclame la atención en sus palabras. Algo de esto tal vez es de ayuda para hacerse de hábitos; pero al centro el mal se mantiene. El dolor del tímido es un miedo. Se dice que es encogimiento, y tal vez se le ve así porque es un miedo a la apertura, a ser más de lo que uno sería si estuviera solo. Si pudiera con algo aliviarse su dolor, sería tal vez con la cercanía de un amigo, pues es a través de la amistad que uno aprende cómo cada quien es más de lo que sería si estuviéramos aislados y en el fondo incomunicados.