Del problema de la unidad

Del problema de la unidad

La multitud no hace verdad. A veces, compartir con fervor un acuerdo inexistente (cuando no hay razón convincente, sino enardecimiento de la indignación) puede ser únicamente el origen de una fuerza ciega. La unidad no es consenso universal, porque la variedad de opiniones vertidas en un mismo molde no nos asegura que dicho molde sea fabrique con apego al fin más prudente. Hablar así siempre parece digno de sospecha: quien desprecia a la multitud se siente entronizado en alguna cumbre soberbia del saber. La unidad verdadera es el acuerdo en lo justo, y por eso mismo es rara. Cuando la unidad no nos parece una fila mantenida por un sentimiento incuestionable, la pensamos como la asunción de un mismo dogma: o tripa o escuela. Misma dialéctica que critican los teóricos políticos que desean ver la realidad siempre a través de las exigencias de sus propias confesiones. Comparten ese predicamento que bien observaba Chesterton con respecto a los políticos e intelectuales modernos: el cambio siempre será bajo los términos que la buena voluntad del dogma lo marque. No puede dejar de haber creencia de superioridad, pero manejan la retórica de la igualdad y la unidad sin preocuparles lo problemática que es la ceguera congénita al alma humana que no sufre de los esfuerzos por conocerse. En pocas palabras, los acuerdos multitudinarios pueden ser injustos o arbitrarios, pero supongo que eso poco importa ya frente a los tiempos de cambiar o morir. ¿Cuándo existe mareo ante el fétido olor de la nave, lo mejor será ceder el timón a la mejor lisonja, o pensar la raíz de los problemas políticos en el terreno que se abre entre nuestros deseos y los de aquellos que nos rodean? Quizá la pregunta suponga que tenemos la opción de elegir, con lo que se pecaría de optimismo; no obstante, sería más ingenuo pensar que la elección individual implica un cambio universal de voluntades.

La justicia de un régimen no puede sobrevivir sin ley, pero no es la ley lo justo. Si así fuera, nadie tendría ni la menor idea de lo que experimenta y siente cuando ve que un daño ha sido resarcido de algún modo. La ley procura una vida pública dirigida de acuerdo a razones prácticas, quizá falibles, pero preferibles siempre, naturalmente, antes que la barbarie. Resulta más práctico el regirse por leyes no sólo porque dictan lo que se ha de hacer en cada caso, sino porque facilitan que los agravios, siempre inevitables, sean resarcidos de algún modo: se da o se busca dar a alguien lo que le es propio. Por eso las leyes más justas son aquellas que prohíjan mejores ciudadanos, parecidos a un buen hombre porque está más cerca de la buena vida que un infractor constante, ese que nunca mide el problema del desorden en sus deseos. Aquí recobra toda su sensatez que ostentaba la doctrina antigua en torno a las leyes humanas y su relación con la ley natural: todos desean algo, y la manera más práctica de conseguirlo no es precisamente utilizando a otros, sino buscando el mejor orden posible. El egoísmo del hombre no era el problema medular de esa doctrina, sino el conflicto que el alma humana lleva en esta vida en que la observancia de lo bueno siempre posee grados que se revelan en el modo en que el individuo entra en contacto con otros. Lo central del organismo político es aquello que lo une naturalmente, no aquello que nos identifica como especie biológica. En realidad, para aquélla doctrina, lo que nos distingue biológicamente también se manifiesta en la persecución de fines en común.

¿Será que siempre es demasiado tarde para la justicia? La ley podrá cambiar de acuerdo a las ideologías en boga, pero no por ello llegará en sus fluctuaciones a ser justa por sí misma. Tampoco será justo apegarse a toda resolución legal que emane de esa ideología. Hay diferencia entre la integridad y la probidad, y el apoyo moral. En éste último adjetivo habría que reparar bastante, hoy más que nunca. Este mundo procaz y rebelde a nuestros designios apolíneos se ufana en empeorar su condición, dice el moralista en su empeño. Lo malo es que pedir una moral consensuada por el poder es casi un absurdo, digno de risa estridente. Sospecho que a pocos les espanta por el acuerdo implícito con el prócer: él lisonjea y nosotros acatamos. Pero la moral es algo visible en los actos, y en su concordancia con el buen discurso que los alimenta. Lo demás son sólo fábulas que alimentan la leña del autoengaño. Dirán que en política es mejor no hablar de moral, pero eso casi siempre esconde una posición moral que se prefiere no discutir para no embrollar el entendimiento. ¿O no será posición moral eso de decirse realista y no pedir peras al olmo, haciendo de la política y de lo público un fango en el que es imposible pasar sin embarrarse? Hay que mirar como eso se ha reiterado con tal de mantener el apoyo popular de tantos políticos, que la cuenta podría cesar en un mareo infinito. Más realista, insisto, sería notar cómo la salud del cuerpo político no se acerca a la mejor constitución sin lo justo. Lo malo es que se confunda la moral con la mentira necesaria. La verdadera unidad proviene del deseo de lo justo, que da coherencia a la política, como ciencia que es de lo más conveniente.

 

Tacitus

Educados para no ver

Comúnmente el futuro genera incertidumbre. A diferencia de generarle excitación o serle motivo de valentía, al hombre moderno le produce una zozobra explícita o encubierta. Frente a este hecho, urde planes y proyectos para confrontar su porvenir. Su faceta profesional tiene piedra de toque aquí. Busca sustentarse para rehuir de la incertidumbre. No sólo trabaja por un cuantioso salario, uno que le permita llevarlo a la complacencia. Sentirse ocupado lo hace descubrirse como un ser útil o, al menos, como con aspiraciones claras y utilidades bien definidas. En este marco, hay una comprensión interesante de la formación. No es coincidencia que, en tiempos donde el trabajado enajenante es entronizado y sufrimos zozobra, los estudios se perciban urgentes. Estudiamos no para buscar o indagar sobre el futuro, sino para asegurarlo.

La vulgarización más grande de esta comprensión la encontramos fácilmente en las universidades. La persecución de un título es un acceso al mercado laboral. Avala la preparación y acredita las habilidades necesarias, básicas, para desempeñar un empleo. Una vez obtenido el oficio, numerosos universitarios asumen tener una posesión; una base sólida que los respalden. En este caso, la educación no es un acto que refiera a sí mismo ni que se complete por sí mismo. Inherentemente, desde su inicio, su meta es únicamente su conclusión. Comenzar a estudiar para acabar de hacerlo; un acto que acontece con más ceguera que con claridad. El fin laboral cotidianamente legitima la educación, sin embargo oculta algún fin propio. Siendo comparados con el título, tienden  a desprestigiarse otra clase de estudios, como el grado técnico u oficio. Regularmente los primeros se perciben como auxiliares a las profesiones y los segundos como saberes que carecen de la certeza y orden a los universitarios. Lejos de una jerarquía epistémica, hay una jerarquía en función de la utilidad laboral. Con la universidad y escolaridad moderna, la educación no se asume como paralela a la vida humana. Es una recta que parte de la niñez a la adultez y solvencia propia.

Dentro de esta situación, cabe una explicación a la deserción escolar. Intriga a especialistas y políticas por qué, conforme los infantes crecen, abandonan las aulas. El tumulto de niños se ve reducido al par de doctores. Además de la presión de los padres, ¿habrá una cualidad propia del niño que lo ayude a mantenerse en la escuela? Otra respuesta es la limitación de condiciones que permitan la formación del estudiante. Entiéndase limitaciones económicas. Posiblemente. No obstante, si un educado se entrega obedientemente a la presión económica, quizás algo falló en su educación. La pobreza no debería razón últimas de los actos humanos. Vale más la pena revalorar cómo percibimos nuestra propia educación y sus fines inherentes.