Sobre la luz tenue
Tal vez aquella aseveración aristotélica tan compleja que lograba establecer una comparación entre la poesía y la historia en términos de su cercanía con la filosofía no pueda entenderse cabalmente si no nos preguntamos por la naturaleza de la sabiduría. Al menos parecería que, si todo se quedara en opinión, nada podría saberse sobre nada, no habría nada que la philia persiguiera. Cualquier aseveración, en dado caso, podría revelar el ordenamiento de los hechos del pasado; cualquier construcción fabulada alumbraría paradigmáticamente algún problema encarnado en los actos humanos. Claro que cualquiera puede tener su versión de la historia, pero la posibilidad de opinar no es garantía de la verdad. El conocimiento de la política puede servirse de los actos pasados, siempre y cuando no pierda de vista que la política requiere practicidad, juicio de lo conveniente en el momento oportuno. La historia no podría juzgarse bien, quizá, sin ese mismo conocimiento. Al parecer, al observar eso podríamos tener un indicio que nos oriente a reconocer cómo la representación de los hechos de manera distinta a lo “ocurrido” se acerca más a lo sabio.
El conocimiento de lo humano no proviene de la percepción. Por más refinado que sea el análisis de la forma humana, la medida del cuerpo no satisface lo que puede saberse. Al mismo tiempo, y en un sentido demasiado general, intentar conocer lo humano siempre es una empresa en el que el buscador se busca a sí mismo. No sólo busca sus motivaciones personales, la representación nítida de sus metas o la permanencia del bienestar: saber de uno es difícil porque siempre pensamos que la práxis se agota en una especie de análisis emocional. Saber de uno no es conocer la medida de lo que se puede y no tener. Saber de uno, preguntarse por uno mismo probablemente no admite una respuesta suficiente. La medicina sabe lo conveniente para ahuyentar la enfermedad, y la gimnasia, aquello que permite al cuerpo mantenerse en vigor. ¿Por qué ninguno de eso ejemplo basta por sí mismo para ser conocimiento de sí? ¿Qué clase de conocimiento es ese de efectos reflejos? No sólo tratamos de conocer lo individual dentro de lo general en la autognosis. Por eso, conocerse no es necesariamente physiologia. El ejemplo socrático que nos empuja a verlo es excelente: de nada me sirve conocer la situación del cuerpo en relación con el todo que lo rige si permanezco ignorante sobre lo que mueve en verdad al alma.
Otra directriz que abre la pregunta por la autognosis proviene de ahí: si permanezco ignorante sobre esa causa, ¿no ignoro a fin de cuentas aquello que me permite dar razón de mí mismo? El cambio en lo que nace y muere no alumbra aquello que perfila las acciones, y que hace del hombre algo tan difícil: el conocimiento de lo que nos mueve, de aquello que nos rige, se escapa a la experiencia cotidiana. El Bien es fundamento inteligible de la realidad, pero eso no implica que todo nos tenga que parecer bueno, o que lo deleznable y lo reprobable no exista. Precisamente porque es el fundamento, sería demasiado pedir que fuera por todos conocido. En ese sentido, la caverna tiene plena relación con la lentitud de nuestra vista: no se puede entender hasta no conocer el Bien. La facultad de la vista no es autónoma, pues requiere del sol, y el conocimiento, que es una actividad, requiere de esfuerzos infinitos emprendidos por la fogosidad del deseo. Los pocos destellos que recibimos nos alcanzan para configurar sombras, para que la práctica sea enjuiciada conforme a esas sombras por las cuales sentimos una fiable seguridad que los dedos simulan. ¿Se quedará el asunto en juicios morales, en más sombras y en la medida perfecta de nuestro pensamiento? La pregunta, más bien, nos acerca a la crisis excitante que despierta el rumor de lo bello. ¿Será entonces que la justicia es imposible sin conocimiento?
Tacitus