Incansable

Ya casi nadie se acuerda de la venida de Dios a la Tierra, no porque haya sido un evento que pasara desapercibido, no, no crea que El Señor no hizo gala de todo Su Poder al venir: se torcieron los Cielos como un trapo mojado al que se le exprimen espesas lágrimas de sangre, el suelo perdió su negrura y las estrellas cedieron por fin al cansancio que llevaban sus alas a cuestas por tanto volar. Pocos se acuerdan de aquél día, porque tantos fuimos los sobrevivimos al Hambre que cortaba nuestras cabezas de un tajo, como quien desgrana una mazorca. Los menos, sobrevivimos a la sed, esa que reseca la boca después de airarse contra el prójimo y que ahora solo se sacia con lágrimas de duelo. Quienes tuvimos la desdicha de vencer a nuestros hermanos para sobrevivir, vimos nuestra vana victoria empañada por la gruesa niebla que se desprende del hedor de los caídos, de los recuerdos del pecado que nunca acabarán de atormentarnos. Solo algunos recordamos aquél día, recurrimos a él sin cansancio, con devoción, buscando paz, pues somos ellos los que ya no encontramos a La Muerte más que en el pasado.