Artificio de la moral

Artificio de la moral

 

Titubea el que escribe ante la afirmación categórica. Reconoce la gravedad de la afirmación. Identifica la levedad en que su sentido sería situado. Sabe que recurrir a la afirmación categórica lo definirá ante su lector, determinará el sentido pleno de la lectura, la posibilidad misma del escrito. El que escribe se juega a sí mismo ante la afirmación categórica y por ello titubea.

         Siete cuentos morales, el nuevo libro de John Maxwell Coetzee, es una obra maestra. Ahí está la afirmación categórica. El que escribe no sabe si ha traicionado su sentido crítico, o lo ha confirmado. El que escribe no decide si el gusto por el autor lo condujo a la afirmación, si la afirmación se le impuso por la obra misma, o si la experiencia de lectura fue tal que en el intento de acercarla al lector se reconoció la conveniencia de la afirmación.

         Titubea el lector ante la afirmación categórica. El lector no sabe si la gravedad de la afirmación encuentra justicia en la intención del que escribe. El lector no sabe si la levedad del que escribe posibilita una afirmación fácil. El lector sabe que su posición ante la afirmación categórica lo define frente al autor, define su propia actividad, la posibilidad misma de lo leído. El lector se juega a sí mismo ante la afirmación categórica y por ello titubea.

         ¿Por qué dudamos ante la afirmación de una obra maestra? ¿Por qué dudar que una obra maestra es posible en nuestro tiempo? ¿A dónde nos conduce el resquemor ante la afirmación de una obra maestra contemporánea? Los titubeos, las dudas ante la afirmación categórica son, y precisamente eso lo enseña el nuevo libro de Coetzee, un problema moral, un artificio moral.

         La sociedad liberal y globalizada no puede sentirse cómoda ante la afirmación de una obra maestra. Si acaso reconoce superioridad alguna en la literatura, apoya su reconocimiento en la consolidación histórica del prestigio o en la contribución del texto al estado de la civilización. Si acaso podría reivindicar la creatividad del autor, el compromiso de sus temas con los derechos humanos y las libertades. El mundo liberal y globalizado no produce obras maestras, porque ahí la única obra es el progreso.

         La sociedad populista y nacionalista se incomoda ante la afirmación de una obra maestra. Afirma lo popular, denuncia lo comercial, y toda obra literaria nueva está en la disyuntiva de responder al pueblo o al mercado; ninguna obra maestra le es posible. Sin militancia, ninguna obra literaria alcanzaría la grandeza, el reconocimiento y la validación del régimen. La sociedad populista y nacionalista no acepta obra maestras, porque ahí cada obra es una lucha y nada es obra donde todo es un futuro por hacer.

         Si el mundo es un debate político, mal hace el que escribe al presentar el nuevo libro de Coetzee como una obra maestra. Aunque, precisamente son las obras maestras de la literatura las que exhiben la artificialidad de la reducción del mundo al debate político, a la lucha ideológica, al imperio de la praxis. La exigencia moral atenta contra el sentido literario. La exigencia moral de nuestros días nos obliga a rechazar la afirmación de las obras maestras.

         ¿Por qué duda el lector ante la afirmación de una obra maestra? ¿No es precisamente por la exigencia moral de la crítica? ¿Por qué duda el que escribe de afirmar una obra maestra? ¿Acaso no es, nuevamente, por la exigencia moral de la crítica? ¿Cómo fue que la crítica se convirtió en un artificio moral? ¿No es acaso que la ceguera ante la obra maestra literaria nace de la exigencia de objetividad? ¿No es la objetividad la negación de la sabiduría y la afirmación plena de la técnica? ¿Cuándo comenzó a ser la exigencia de objetividad una renuncia a la creatividad? Si la objetividad funda la exigencia moral, nuestra moralidad es un complicado artificio.

         ¿Y a qué viene todo esto en un escrito que intenta presentar como obra maestra Siete cuentos morales, el nuevo libro de John Maxwell Coetzee? Primero que nada a advertir que el acercamiento moral al libro facilitado por el título nos complica la comprensión de la obra. Sí, se trata de siete “historias”, pero su reunión no se logra en una mera recopilación de cuentos. En realidad Siete cuentos morales es la presentación conjunta del artificio de la moral a partir de la construcción de una obra que consta de siete artificios sobre la moral. Podría decirse que son siete maneras de exhibir la artificialidad de la moral, y diciéndolo así se estará malentendiendo la obra. No es que la moral sea artificial, sino que la moral se ha instaurado en un artificio que nos obliga a actuar de cierto modo. El artificio de la moral enfoca nuestras expectativas sobre lo humano hasta uniformar el deber como panorama; la uniformidad del deber deshumaniza. Siete cuentos morales es la presentación de la moral deshumanizante a través de siete artificios plenamente logrados. ¿Por qué se requiere de un artificio para exhibir al artificio de la moral?

         Siete cuentos morales es la tercera obra de Coetzee en que aparece el personaje de Elizabeth Costello. A través de Costello, el autor ha explorado las posibilidades de la novela. En Elizabeth Costello (2003) exploró el modo en que la reflexión teórica se vuelve narrativa. En Hombre lento (2005) exploró a la narrativa como orientación de la vida práctica. Siete cuentos morales (2018) es la exploración narrativa de la vida práctica para la reflexión teórica. El artificio narrativo permite que la praxis sea teorizada. No se trata de hacer una crítica a la moral, sino de que el artificio literario nos muestre el artificio de la moral. La crítica de la moral continúa el intento artificioso del imperio de la praxis. El artificio literario que muestra el artificio de la moral es la posibilidad teórica de pensar lo bueno cuando la acción ha sido tecnificada. Por la exhibición del artificio moral a través del artificio literario John Maxwell Coetzee evita el nihilismo. No viene Coetzee a narrar fábulas de inspiración moral, a componer historias para confirmar militancias, o a hacer de la literatura propaganda. Al contrario, viene a mostrar la exigencia que el artificio de la moral ha hecho a la literatura. Siete cuentos morales es la novela por la que Coetzee explora la posibilidad de la sabiduría práctica. ¿Acaso el temor ante la afirmación categórica no es la desconfianza en la sabiduría práctica?

Námaste Heptákis

 

Nota. Claro, lector, la reseña parece inacabada. Pero es que en las semanas siguientes iré ensayando una interpretación de los artificios de Siete cuentos morales. ¿O hay algún deber para con las obras maestras?

Estantería. 1. Christopher Domínguez Michael escribe sobre el estado actual de la política vaticana. 2. Ángel Gilberto Adame escribe sobre el «problema» de la sucesión de Octavio Paz. 3. José de la Colina afirma que el arte de Juan José Arreola constaba de crear un palacio de la más mínima gruta.

Coletilla. «No sabían si era amor esa urgencia de ademanes ensayados». Odette Alonso

Del problema de la unidad

Del problema de la unidad

La multitud no hace verdad. A veces, compartir con fervor un acuerdo inexistente (cuando no hay razón convincente, sino enardecimiento de la indignación) puede ser únicamente el origen de una fuerza ciega. La unidad no es consenso universal, porque la variedad de opiniones vertidas en un mismo molde no nos asegura que dicho molde sea fabrique con apego al fin más prudente. Hablar así siempre parece digno de sospecha: quien desprecia a la multitud se siente entronizado en alguna cumbre soberbia del saber. La unidad verdadera es el acuerdo en lo justo, y por eso mismo es rara. Cuando la unidad no nos parece una fila mantenida por un sentimiento incuestionable, la pensamos como la asunción de un mismo dogma: o tripa o escuela. Misma dialéctica que critican los teóricos políticos que desean ver la realidad siempre a través de las exigencias de sus propias confesiones. Comparten ese predicamento que bien observaba Chesterton con respecto a los políticos e intelectuales modernos: el cambio siempre será bajo los términos que la buena voluntad del dogma lo marque. No puede dejar de haber creencia de superioridad, pero manejan la retórica de la igualdad y la unidad sin preocuparles lo problemática que es la ceguera congénita al alma humana que no sufre de los esfuerzos por conocerse. En pocas palabras, los acuerdos multitudinarios pueden ser injustos o arbitrarios, pero supongo que eso poco importa ya frente a los tiempos de cambiar o morir. ¿Cuándo existe mareo ante el fétido olor de la nave, lo mejor será ceder el timón a la mejor lisonja, o pensar la raíz de los problemas políticos en el terreno que se abre entre nuestros deseos y los de aquellos que nos rodean? Quizá la pregunta suponga que tenemos la opción de elegir, con lo que se pecaría de optimismo; no obstante, sería más ingenuo pensar que la elección individual implica un cambio universal de voluntades.

La justicia de un régimen no puede sobrevivir sin ley, pero no es la ley lo justo. Si así fuera, nadie tendría ni la menor idea de lo que experimenta y siente cuando ve que un daño ha sido resarcido de algún modo. La ley procura una vida pública dirigida de acuerdo a razones prácticas, quizá falibles, pero preferibles siempre, naturalmente, antes que la barbarie. Resulta más práctico el regirse por leyes no sólo porque dictan lo que se ha de hacer en cada caso, sino porque facilitan que los agravios, siempre inevitables, sean resarcidos de algún modo: se da o se busca dar a alguien lo que le es propio. Por eso las leyes más justas son aquellas que prohíjan mejores ciudadanos, parecidos a un buen hombre porque está más cerca de la buena vida que un infractor constante, ese que nunca mide el problema del desorden en sus deseos. Aquí recobra toda su sensatez que ostentaba la doctrina antigua en torno a las leyes humanas y su relación con la ley natural: todos desean algo, y la manera más práctica de conseguirlo no es precisamente utilizando a otros, sino buscando el mejor orden posible. El egoísmo del hombre no era el problema medular de esa doctrina, sino el conflicto que el alma humana lleva en esta vida en que la observancia de lo bueno siempre posee grados que se revelan en el modo en que el individuo entra en contacto con otros. Lo central del organismo político es aquello que lo une naturalmente, no aquello que nos identifica como especie biológica. En realidad, para aquélla doctrina, lo que nos distingue biológicamente también se manifiesta en la persecución de fines en común.

¿Será que siempre es demasiado tarde para la justicia? La ley podrá cambiar de acuerdo a las ideologías en boga, pero no por ello llegará en sus fluctuaciones a ser justa por sí misma. Tampoco será justo apegarse a toda resolución legal que emane de esa ideología. Hay diferencia entre la integridad y la probidad, y el apoyo moral. En éste último adjetivo habría que reparar bastante, hoy más que nunca. Este mundo procaz y rebelde a nuestros designios apolíneos se ufana en empeorar su condición, dice el moralista en su empeño. Lo malo es que pedir una moral consensuada por el poder es casi un absurdo, digno de risa estridente. Sospecho que a pocos les espanta por el acuerdo implícito con el prócer: él lisonjea y nosotros acatamos. Pero la moral es algo visible en los actos, y en su concordancia con el buen discurso que los alimenta. Lo demás son sólo fábulas que alimentan la leña del autoengaño. Dirán que en política es mejor no hablar de moral, pero eso casi siempre esconde una posición moral que se prefiere no discutir para no embrollar el entendimiento. ¿O no será posición moral eso de decirse realista y no pedir peras al olmo, haciendo de la política y de lo público un fango en el que es imposible pasar sin embarrarse? Hay que mirar como eso se ha reiterado con tal de mantener el apoyo popular de tantos políticos, que la cuenta podría cesar en un mareo infinito. Más realista, insisto, sería notar cómo la salud del cuerpo político no se acerca a la mejor constitución sin lo justo. Lo malo es que se confunda la moral con la mentira necesaria. La verdadera unidad proviene del deseo de lo justo, que da coherencia a la política, como ciencia que es de lo más conveniente.

 

Tacitus

Educados para no ver

Comúnmente el futuro genera incertidumbre. A diferencia de generarle excitación o serle motivo de valentía, al hombre moderno le produce una zozobra explícita o encubierta. Frente a este hecho, urde planes y proyectos para confrontar su porvenir. Su faceta profesional tiene piedra de toque aquí. Busca sustentarse para rehuir de la incertidumbre. No sólo trabaja por un cuantioso salario, uno que le permita llevarlo a la complacencia. Sentirse ocupado lo hace descubrirse como un ser útil o, al menos, como con aspiraciones claras y utilidades bien definidas. En este marco, hay una comprensión interesante de la formación. No es coincidencia que, en tiempos donde el trabajado enajenante es entronizado y sufrimos zozobra, los estudios se perciban urgentes. Estudiamos no para buscar o indagar sobre el futuro, sino para asegurarlo.

La vulgarización más grande de esta comprensión la encontramos fácilmente en las universidades. La persecución de un título es un acceso al mercado laboral. Avala la preparación y acredita las habilidades necesarias, básicas, para desempeñar un empleo. Una vez obtenido el oficio, numerosos universitarios asumen tener una posesión; una base sólida que los respalden. En este caso, la educación no es un acto que refiera a sí mismo ni que se complete por sí mismo. Inherentemente, desde su inicio, su meta es únicamente su conclusión. Comenzar a estudiar para acabar de hacerlo; un acto que acontece con más ceguera que con claridad. El fin laboral cotidianamente legitima la educación, sin embargo oculta algún fin propio. Siendo comparados con el título, tienden  a desprestigiarse otra clase de estudios, como el grado técnico u oficio. Regularmente los primeros se perciben como auxiliares a las profesiones y los segundos como saberes que carecen de la certeza y orden a los universitarios. Lejos de una jerarquía epistémica, hay una jerarquía en función de la utilidad laboral. Con la universidad y escolaridad moderna, la educación no se asume como paralela a la vida humana. Es una recta que parte de la niñez a la adultez y solvencia propia.

Dentro de esta situación, cabe una explicación a la deserción escolar. Intriga a especialistas y políticas por qué, conforme los infantes crecen, abandonan las aulas. El tumulto de niños se ve reducido al par de doctores. Además de la presión de los padres, ¿habrá una cualidad propia del niño que lo ayude a mantenerse en la escuela? Otra respuesta es la limitación de condiciones que permitan la formación del estudiante. Entiéndase limitaciones económicas. Posiblemente. No obstante, si un educado se entrega obedientemente a la presión económica, quizás algo falló en su educación. La pobreza no debería razón últimas de los actos humanos. Vale más la pena revalorar cómo percibimos nuestra propia educación y sus fines inherentes.

Felices esclavos

Bajo un régimen tiránico sólo se puede ser feliz en la esclavitud y la desesperanza: El esclavo feliz no espera cambios cuando obedece a un líder. Y si alguna variación se da, espera que no sea en su plato.

 

Maigo

De risa loca y cascadas de llantos

Todos ríen y todos lloran. Nunca he conocido a una persona carente de afecciones. Por más que nos esforcemos, no podemos permanecer indiferentes al dolor y al placer. Algunos actores intentan ser ajenos a las características más humanas, pero nunca pueden deshumanizarse completamente. Observarlos sin desconfianza es imposible. La fuerza del dolor y de la alegría se remarcan si repasamos nuestro placer por los melodramas, obras de teatro y la literatura en general. Pese al placer que nos provocan en el alma las obras donde el actuar humano se ve en sus peculiaridades más interesantes, el placer por las representaciones cambia; cambiamos nosotros, pues cambian las escenas que nos hacen reír y llorar.

No soy un experto en tragedias griegas, ni mucho menos en comedias del reputado Aristófanes; tampoco soy un asiduo asistente a las obras de teatro; como la mayoría de las personas, me he educado viendo melodramas, telenovelas estelarizadas por irreales actores en situaciones casi irreales, casi tanto como he interpretado novelas. Por eso, si pregunto ¿por qué nos causan risa las situaciones incómodas, donde una caída, un accidente imprevisto que no provoca daños graves se desarrolla en todo su esplendor? No puedo ofrecer una gran respuesta, que muestre la diferencia entre un espectador de tragedias griegas en los tiempos de Sófocles y un fanáticos de telenovelas en los tiempos de Juan Osorio. Tal vez mi falta de experiencia literaria me impide percatarme de mi propio error. ¿Me excedo en perversidad al carcajearme por ver cómo una rata, tras ser pateada, va girando hasta golpear con toda su rateidad el rostro de una niña que no pudo esquivarla? Quizá no sea tan perverso, pues no me da risa el dolor de la mejilla que acarició el veloz y audaz roedor, sino lo inverosímil de la situación; el contraste entre lo que se espera que suceda un domingo de plaza y lo que pasó. ¿Cuántas veces un conejo gris va corriendo en medio de una plaza y una persona, para alejarla cuanto antes y ahorrarle el asco de verla a su acompañante, la patea cual balón de futbol? Tal vez me ría de eso, del pobre inocente que no previó que al disparar al primo incómodo de la ardilla inevitablemente golpearía incómodamente a una niña. Probablemente me ría del egoísmo del delantero mencionado. Aunque esto ya me suena a una exageración de risa loca. La mencionada escena no es como aquella en la que Marmeladova, en Crimen y Castigo, azota dos sartenes en plena calle, e insta a sus hijos a que la acompañen, como si estuvieran tocando música en un concierto, al enterarse de que ha muerto su esposo. Estoy seguro de que la escena de la rata voladora no involucra ninguna reflexión sobre lo risible como paliativo a nuestras desgracias, principalmente no creo que busque borrar nuestras distinciones entre lo cómico y lo trágico; esperaría que la situación descrita no tuviera una confusión de lo bueno y de lo malo.

De qué nos reímos no sólo expresa nuestra inteligencia, como dicen por ahí, sino que expresa y aclara nuestra noción del bien y del mal, de lo correcto y de lo incorrecto. De qué y cómo nos reímos prefigura cómo y de qué nos lamentamos. Comedia y tragedia muestran lo que nos importa en la vida; exhiben lo importante de la vida.

Yaddir

El dolor del tímido

Es grande el dolor del tímido. El del introvertido es diferente, también el del callado, o del penoso que baja la cabeza al llamar la mirada de muchos. Pero el del que merece ser llamado tímido es el dolor de un mudo con voz. Tiene una dificultad más allá de lo común para expresarse. En lo que para los demás es natural él encuentra resistencia. Entre él y los otros siempre hay un obstáculo transparente, pero obvio. Hay tímidos que aprenden cuándo sonreír e que incluso andan entre muchos; pero la evasión de la comunicación se mantiene como modo de ser. Por eso es causa de una gran compasión. Quienes no comprenden al tímido ven en su silencio necedad, en su vergüenza gazmoñería o en su lejanía malicia. Suele ser muy diferente para él. Esta distancia entre lo visto por él y lo visto por otros se agrava por la sequía de comunicación y el tímido no puede acabar con ella. La disputa diaria que él tiene se manifiesta más agriamente en su desagrado con la voz; no sólo con alzarla, sino con toda ella, con lo que dice, cómo se le oye, cuánto llama. Se le ofrecen consejos: que pruebe hablar más fuerte, que mire a los ojos, que se levante si quiere ser escuchado, que reclame la atención en sus palabras. Algo de esto tal vez es de ayuda para hacerse de hábitos; pero al centro el mal se mantiene. El dolor del tímido es un miedo. Se dice que es encogimiento, y tal vez se le ve así porque es un miedo a la apertura, a ser más de lo que uno sería si estuviera solo. Si pudiera con algo aliviarse su dolor, sería tal vez con la cercanía de un amigo, pues es a través de la amistad que uno aprende cómo cada quien es más de lo que sería si estuviéramos aislados y en el fondo incomunicados.

Baño de Pueblo

No pretendo ser un revoltoso, recuerden (aunque a mí no se me olvida) que los violentos siempre serán los otros. Sin embargo sí pretendo señalar que me da más que gusto esto de que el pueblo ya no es un bobalicón. No tiene mucho que un hombre de edad, con toda la lucidez que trae consigo esta condición, hizo público en uno de sus tres informes que Televisa (que a penas hace unos meses fue de los violentos otros también) transmite diario; que el pueblo ya no es un tontín, mensín, pendejín, como quieran llamarle.

Este decreto se aplaudió con bombo y platillo, se incitó al pueblo mismo a que comencemos a dejar de creer esta mentira que la magia y el poder nos había hecho creer con toda su apabullante y violenta fuerza (magia porque con tanto indulto, ahora no tiene sentido que haya mafia). Llegó el tiempo de la cuarta transformación, de tirar ese muro invisible que nos construyeron al rededor de nuestro intelecto y que nos limitaba, que nos quitaba la posibilidad de ser una primer potencia en este mundo globalizado al mismo tiempo de que nos impedía extraer petróleo como si fuera agua. El pueblo ya no somos cabezas de chorlito. A partir de hace algunos días, el pueblo siempre ha sido y será sabio.

No tardó mucho tiempo en aflorar las consecuencias de estas brillantes declaraciones. Y es que, aunque no fuera de una manera directa, es más que evidente que está íntimamente ligado un hecho con el otro. Si el pueblo es sabio, ¿por qué no puede hacer justicia por sí mismo? Ya podemos ver que en éste tema, no hay nada que temer. Se ha estado haciendo justicia, sobre todo en las comunidades pequeñas, se legalizó el sexo público en uno de esos ranchos grandotes que son capitales de nuestros estados y están por repartirse un montón de indulgencias (más). No se hable de los proyectos de desmantelar al poder judicial de la federación, total, el pueblo puede gobernarse sin el más mínimo problema. Qué se yo, hace algunas semanas pensaba que era un mentecato más, ¡y miren, ya no lo soy, ni yo ni mi pueblo!

Como comencé el presente texto, no pretendo ser un revoltoso, por lo que no incitaré al pueblo en su infinita sabiduría a derrocar las instituciones (que salen sobrando y son corruptibles, a diferencia del pueblo que no puede serlo por ser sabio), ni tampoco a gobernarse a sí mismo. ¿Por qué necesitamos de políticos cuando gozamos de sabiduría? Total, ya se nos quitó la maldición de las mentiras que nos contaron, ya sabemos y comenzamos a creer que no somos alcornoques. No diré que todos y cada uno tenemos la capacidad de ver lo bueno por nosotros mismos, por supuesto tampoco, que todos sabemos cuál es el bien común y la mejor manera de llevar la nación (y de hacer justicia). Es más, somos tan sabios que hacer plebiscitos cada que se quiera aprobar una obra urbana, no es más que una pérdida de tiempo y de recursos (ni se diga para mantener al gobernante en curso, porque es obvio que sale sobrando que haya un gobernante). No hace falta hacer pública la opinión, porque esta eudoxa popular es más que sabida y consentida por todos (¿cómo podrían un montón de sabios con el mismo grado de sabiduría disentir en temas importantes como es lo político?). Por último tampoco diré que todos y cada uno (incluidos los menores de edad) saben perfectamente qué es lo bueno (sobre todo porque los niños son más sabios que los adultos y nosotros debemos aprender de ellos a “hacer con cariño” dice Juan Topo y dice bien) por lo tanto pueden tomar sus propias decisiones y las públicas también. No hay espacio en un pueblo sabio, para el engaño, el abuso de confianza (u otro tipo de abuso) ni tampoco para el robo. Todos obramos bien y con miras a lo mejor de nuestro país.

No diré nada de eso, no porque sea motivo de alboroto o se me tache de anarquista revolucionario; sino porque con la sabiduría que el pueblo tenemos, sale de más decirlo, ¡pues todos ya lo sabemos! ¡Daaah! Así que solo diré que me da gusto haber despertado, darme cuenta de que no soy un zonzín y que la justicia, la moral, y las cosas relacionadas con lo público, es lo que sea que se nos antoje. Total, somos sabios, ¿qué puede salir mal?