Necrológica

Necrológica

A mi abuelita

In memoriam

Al cruzar el umbral, me increpa una mirada que agoniza. El aire se enrarece con un halo de misterio: las palabras se vuelven señales inalcanzables, difíciles, fantasmales. Pero todo sucede pronto, porque el aire tiene que agotarse. Se extiende una mano todavía cálida, febril, disminuida, que alcanza a mostrar afecto en la fragilidad de un último estertor. Nos distingue tanto la palabra que al momento de consumirnos se nos vuelve una herramienta ya difícil, que se aleja sin nosotros desearlo. La mirada deambula para buscar una última caricia, pero se nubla tras las palabras. El último asedio a la ciudad del alma se lleva el órgano hecho para la luz, como para sumirlo todo en tinieblas, pero en un rapto tan repentino que no nos permite la desesperanza. Lo que queda intentando aspirar es sólo una mirada perdida, una ausencia que se va apagando. Quien contempla la figura pertrecha sólo puede quedar absorto ante la diferencia terrible que aparece en la helada semejanza. ¿Abandona el espíritu al cuerpo, deja el cuerpo de cumplir sus funciones vitales o lo que muere es una unidad que desaparece dejando los huesos, órganos y músculos inertes, lo cual ya no merece siquiera el nombre de cuerpo? Simplemente, ya no hay vida: sólo lo vivo lo corrobora. ¿No será sólo hybris la sospecha de eternidad? Pudiera bien ser humildad, pues sólo lo humilde reconoce la impotencia radical de verse ligado en su condición a lo intemporal. No se puede presenciar la huida del alma, porque no huye: la eternidad no es un lugar en el tiempo ni en la memoria. ¿Entonces es un recinto de la imaginación, una metáfora que exagera las capacidades de la memoria y la palabra? En el recuerdo tengo el afecto de un alma, el paso quieto, la voz calma que atravesaba la enfermedad en soledad, en una infranqueable soledad. Pero eso apenas es un fragmento del ser. Difícil es creer que mi memoria pueda colegir el misterio entero de la vida en un pequeño trazo. ¿Una luz artificial que allana la desesperación? Pero la fe perfecta no ve en la inmortalidad sólo un consuelo, sino una clave de la vida humana; no la toma únicamente como un bálsamo de la pena, sino también como un alimento del vigor encendido en la búsqueda del Amor. Sin Amor, no hay consuelo que valga. Hay quienes en vida nos enseñan la simpleza del amor para marcarnos con su mano, esa mano que en el frío silencio se tiende para realizar una parábola entre presente y pasado, para despedirse con lo mejor que nos dejó, aunque la muerte esté ya en el umbral de su vista.

 

Tacitus