Los conquistadores de la educación

Una de las imágenes más espeluznantes nos la dio la Guerra de Vietnam. Soldados que en medio de una guerra que se sospecha interminable, conquistan una colina sin nombre al precio incontable de jóvenes vidas, la dejan al día siguiente para que la recupere el enemigo, y luego cargan de nuevo para reconquistarla, otra y otra, y otra vez. Allí ningún territorio es propio. Ningún éxito es victoria. Todo es progreso, progreso a ciegas. Se sacan estadísticas de cuerpos, pero los números no tienen mundo donde contarse. Es como si tal imagen se hubiera engendrado de una pesadilla. Parece castigo mitológico, para agrupar junto a Sísifo cargando su piedra y a Prometeo con el hígado expuesto a la rapacidad recurrente de un águila. Pero si acaso tiene el mismo sabor de lo infernalmente repetitivo, lo que hace a la imagen tan temible, y la diferencia de los castigos mitológicos de estos personajes, es la percepción de lo absurdo. Lo que se destaca, por arriesgar un sinsentido, es el hueco que queda allí donde debería haber propósito.

La carencia de propósito es un dolor característico de los últimos siglos. Su falta está innegablemente ligada a la censura de la idea de finalidad en la naturaleza (especialmente la humana) y de la conclusión de que ésta es un bien. Sin pretender despachar problemas metafísicos en tres renglones, diré que deshaciéndonos del bien, no es de sorprender que se siga el pesar del despropósito. Pero esto no es solamente visible en las guerras más infames de los últimos tiempos. Comparten esqueleto con éstas otros grandes proyectos políticos: sistemas económicos, tendencias artísticas, propuestas científicas e, importantemente, programas de educación. La educación sin idea de bien tiene ya para estas alturas una larga tradición. Se desentendió de la finalidad con tal de poder inyectarle progreso a las aulas. Se necesita poder seguir y seguir para siempre, reflejando la vida común y corriente: nadie está nunca en ningún lugar, todo es siempre para después, todo se hace para ganar algo que ya vendrá. Siempre hay que estar avanzando, siempre compitiendo. Si la persona y el consumidor son lo mismo, todo aspecto de la vida debe ser constantemente edición especial. La idea del bien estorba al proyecto moderno porque ella no permite innovar continuamente; no deja que el ser humano se siga construyendo sin otra medida que los retos del futuro. Y se nota en nuestros programas parchados de educación, en los que se admiten los fracasos cada vez más obvios pero tan sólo en la medida en la que esa admisión sirve para afinarlos más y más al avance constante de la vida moderna del consumidor, o sea, del programa mercantil.

No estamos, sin embargo, ciegos. Nomás perdimos los nombres de lo que estamos viendo y en la confusión nos mareamos. Cuando se dice que es educación lo que hace falta en este mundo sembrado de crueldad, que es educación lo que falta para rehabilitar esta imaginación atrofiada, que es educación lo que falta para reconocernos en los otros; cuando eso o cosas parecidas se dicen, se sugiere por ahí y a escondidas que carecemos de quien enseñe docilidad y quien al dócil guíe a buscar el bien. O de otro modo, tal vez sin saberlo decimos que extrañamos al maestro. Pero ante este grito de que falta educación, no sabemos responder. En vez de maestría, buscamos multitud de otras cosas que están más a la mano en las pláticas de expertos o las aulas virtuales de esta estridente era de la información. Afinamos el progreso. Porque se dice que falta educación, se reforman los programas con más y mejores competencias, con innovaciones de las más altas esferas de los exitosos pedagogos de la tecnocracia, con el genio de los más sofisticados especialistas. Preferimos que los niños tengan clases diseñadas por quienes ofrecen el dominio de las emociones y proponen la construcción de la realidad y, en suma, desprecian la palabra, a que aprendan a distinguir lo doble de la mitad, lo útil de lo preferible, lo falso de lo verdadero. No es de sorprender así, que la escuela ya se nos haya convertido en un fútil asalto interminable de colinas sin nombre que, apenas se conquistan con hastío, se abandonan de nuevo a que se les reconquiste otro día, mientras se marcha hacia otras colinas más nuevas, siempre, sin fin, otras más nuevas.