Soltar amarras
Hay cierta fascinación por imaginarse la vida mediante barcas. La vida moderna puede vivirse confiando en la continua superación del astrolabio, en la determinada señalización de la hidrografía, creyendo acaso que las sirenas son enemigas del radar y abstracciones delirantes debidas al ausentismo mental de los debilitados por la lentitud de los viajes marinos. Las imágenes desesperantes de los naufragios se enfocan en la aridez de la boca que no puede saciarse a pesar de estar rodeada de agua, en el aburrimiento disolvente de la soledad y en el temor ante los cambios climáticos que lleva consigo la amenaza de la marea. ¿Cómo no temer ante el infinito mar en tales casos? No obstante, Conrad evidenciaba que el corazón de las tinieblas no estaba precisamente en alta mar. Lo más desolador para una vida tranquila no está en la naturaleza, siempre indiferente ante los dilemas humanos. Cuando uno adquiere los ojos para asombrarse un poco por los atractivos del agua, es doloroso aferrarse a la arena. Los barcos pueden mantenerse encallados por largo tiempo durando más que nosotros, pero inútiles. El arte de la navegación no se aprendió en la tierra. Cuando no hay principios náuticos, cuando aún lanzamos proposiciones pueriles sobre la ley de las estrellas y la posición del objetivo está nublada por el desconocimiento, no hay más que paciencia. Una búsqueda puede requerir de nuestras manos para empujar los remos (artefactos que oscilan entre el primitivismo y el arte de navegar) en el intento de continuar el movimiento, quién sabe si con entera certeza. La idea del Bien era tan difícil que, como el sol, alumbraba sin poder ser captada enteramente; así quien anda con remos sin tener el destino fijo, aunque con un motor constante. Puede uno arrojarse a la indolencia para no zarpar, llorar por la nostalgia de los nombres y puertos que se dejan o mirar fijamente su reflejo en el mar, esperando que las ondulaciones del agua decidan revelarse como espejo fidedigno. Sin embargo, cuando el sueño de arena y el anhelo maternal de la tierra despierten ante el descuido de los frutos soledosos que da la navegación, no será culpa de las dificultades del arte. A fin de cuentas, la infinitud del mar no deja de ser un mito recurrente. Quien anda errante debe recordar aquella imagen platónica del barco liderado por ambiciosos que impiden tomar el timón a quien puede hacerlo. Parece cierto que las cosas que más rumbo dan a la vida disipada se traducen en desorden cuando se ha vislumbrado en el horizonte la posibilidad de una trayectoria.
Tacitus