Que no es lo mismo administrar la vida que cuidar el alma.
Esta tarde vi a alguien con quien no creí que volvería a hablar. Por supuesto que no iba a desperdiciar la oportunidad de cambiar su parecer acerca de mí. Siempre me había juzgado con malicia, exageradamente. O eso pensaba yo, por lo menos. La excusa para encontrarnos era que me compartiría el último disco de su banda; pero lo esperanzador era que había venido de él la idea, no de mí. Todo parecía inclinarse a mi favor. Si estos días se sentía tan bien dispuesto a mí como para hacerme un regalo, para compartirme algo suyo, seguramente me permitiría convencerlo de que había sido todo un malentendido. No de ésos que surgen de armar las frases con torpeza, o de escuchar selectivamente, ni tampoco de dejar que las palabras salgan tan calientes que queman. El malentendido era de mí, me había malentendido a mí, completo.
Elías tocaba el saxofón en una banda de free jazz. Nunca se lo dije, pero me parecía que además de lograrse suficientemente en lo demás, echaban las piezas a perder con ritmos latinos que brotaban casi siempre hacia el final. Era un dejo maloliente de nacionalismo de ésos que inflan la imaginación de aires dizque superiores cuando acusan malinchismo en los demás, como el que inclinó a Carlos Chávez –toda proporción guardada– a despotricar contra cualquier asalto a la pureza de nuestras raíces. Ridículo buscar la pureza de lo mestizo. Pero mi opinión sobre música no era lo importante y, francamente, nunca me he considerado un conocedor (aunque tomaba a mal que me dijera que yo no sabía escucharla). Ahora que sabía que nos encontraríamos, me había puesto a escuchar los casetes que tengo de su banda, no fuera a agarrarme en curva sin nada que comentarle. Ya tienen quince años, pero no era mucho riesgo confiar en que la banda se mantendría en la misma amplitud. Si tan sólo hubiera usado sus talentos para llegar a algún lado… Pero ya no dependía de mí decirle esas cosas, ya era muy tarde y yo no era más que un contacto con su vida pasada. Lo único que no esperaba era llegar y ver al mismo Elías, tan terco, tan severo, tan irreverente y tan desubicado como cuando era joven.
Me dio los discos: uno para mí y otra copia para que se la diera a mi padre cuando lo viera. Se disculpó por haberse separado deliberadamente de mí. Estuvimos en un restaurante modesto tomando agua de horchata y comiendo lo que sugiriera la mesera, mientras Elías iba y venía en sus ideas. A veces, hablaba del pasado. Otras, me contaba de sus proyectos próximos. Ni idea tenía de que había estado trabajando en la industria de la fotografía (¿había tal industria?, me pregunté) o de que tuviera gusto por ello. En un puñado de ocasiones intenté tomar la palabra, pero no me dejaba ahondar en lo que más me importaba a mí: la causa de su disculpa, eso no dicho aún, lo que él había entendido ahora y que no sabía cuando decidió alejárseme. Ya casi terminando el postre me había hecho a la idea de que no iba a poder decirle todo lo que había planeado: no parecía haber mucha oportunidad para la confrontación. Cuando por fin conseguí preguntarle por qué había querido disculparse, no supo bien qué decir. ¿Qué clase de reencuentro es ése? No sé si sea común que alguien con tino para la improvisación en el saxofón no pueda hilar tres alientos congruentes. Quise decirle que él nunca me había juzgado bien, como quien soy, y quise describirle los modos en que él se había portado conmigo; pero me detuvo. Interrumpió preguntándome quién era yo «entonces». Tanto puede querer decir ahí ese entonces, que ni sentido tiene usarlo. No supe atajar su pregunta. Estaba ahí con él ¿no? ¿No era obvio quién soy? Soy el mismo que él conoce, pero supongo que para Elías eso siempre tendrá algo de malo; como si hubiera yo elegido las cosas que he hecho; como si fueran mi responsabilidad. Puede ser que lo imprevisto de la pregunta me revolviera la cabeza, o la seriedad con que me la hizo, o tal vez lo más obvio no se presta tan bien para ser dicho; no lo sé, pero ahora fui yo quien vaciló.
Después de eso su mente divagó de nuevo y nos llevó a lugares más dulces. Así nos despedimos, en la tranquilidad sonriente del reconocimiento, deseando nuevos encuentros y prometiéndole yo que le escribiré aunque sea un mensajito con una reseña semiprofesional de su nuevo disco. Sin embargo, lo que menos hablamos es lo que me ha seguido todo el camino de regreso, mientras evado los charcos cochinos de la lluvia, protejo los discos de los apachurrones en el metro y me imagino su música ecléctica insistiendo en lo mismo, en lo que hace quince años yo hubiera podido decirle que no lo llevaría a ningún lugar.