De la mentira sobre uno mismo
La moralina es buena publicidad de uno mismo. La buena publicidad es un uso de la palabra, aunque no sé si uno bueno. La buena publicidad requiere una pericia retórica hecha para el acto más elemental de persuasión. La publicidad es eficiente si seduce pronto. La publicidad no es la única manera de estar en público. Nadie apostaría por anuncios llenos de cosas contrarias a la moral común. Pero entonces la publicidad es imposible sin deseos comunes. La discusión moral no debe limitarse a renegar de lo público. Por ese lado también puede haber publicidad de uno mismo. La discusión moral es más interesante cuando se intenta pensar eso que llamamos “juicios de valor”; pedir que eso no se cuestione no es sólo una posición intelectual: es, inevitablemente, publicidad. Si la moral pública puede tornarnos esclavos, creer que el hecho de renegar de ella nos libera es simplificar la libertad. Uno huye de la moral pública en aras de salvar la moral. Pero tal vez el problema nunca ha sido salvar la moral, sino asumir el conflicto de verse pensando lo moral. Ahí no es relevante la publicidad, sino la imposibilidad de asumir a la publicidad como criterio de la palabra usada en público. ¿Qué otro criterio puede haber?
Se pueden hacer mitos sobre uno mismo. Funcionan para soportar a la imagen pública. ¿Cuál es su poder? No sólo convencen a los demás, sino que logran mantener la imagen ante su productor. Uno mismo se puede perder creyéndose encontrado plenamente. Cuando uno se la cree, ha dejado de examinarse. Examinarse es imposible con plenitud si la distinción entre juicios de valor es irrelevante, pues en dado caso nunca puedo saber en sentido estricto en qué términos comprender siquiera mis deseos. El deseo, entonces, no se aclara simplemente respondiendo: ¿qué deseo? Quizás el verdadero problema de la moral sea la existencia misma del deseo. La moral pública puede fingir que los regula y tener éxito, pero la pregunta por lo que hoy llamamos juicio de valor no disminuye por ese éxito. La moral pública bien puede ser ese mito en que uno participa ocultándose a sí mismo. La libertad ilusoria que da huir al deseo nos esclaviza en él. Pero resulta que el juicio de valor es el término público para el conflicto con que se relacionan lo público y privado: no habría sociedad alguna si el deseo no fuera algo comunicable y si aquello que deseamos no fuera algo compartido.
El cuestionamiento de la moral es mucho más sutil: no requiere de obras desmedidas. Eros mismo lo realiza implícitamente. ¿Puede distinguirse sin sabiduría a un sabio de un moralista? Si sólo existen juicios de valor, si la perspectiva del juicio moral nunca puede aspirar a la sabiduría, la ética como pregunta por el modo de vida es imposible. No habría manera de teorizar sobre la acción, porque, al intentarlo, estaríamos olvidando lo más radical: ¿no es la experiencia un acceso ya preparado, ya puesto en algún sentido, a la práxis? Bajo esa pregunta, el cuestionamiento del dogma moral ya no sería lo más importante. No obstante, ¿qué me lleva o me inclina a tal cuestionamiento radical? En esa penumbra, tal vez sólo el intento continuado pueda servir. Sin el conocimiento de Eros, no es posible distinguir entre el falso moralista y el inocente. En tiempos de moral exacerbada, sólo preguntar por Eros podrá desvanecer el engaño público sobre lo privado.
Tacitus