Castañón o la lectura como elogio

Castañón o la lectura como elogio

 

yo hasta en sueños fui platónico

 

Fiel a la palabra, así es Adolfo Castañón. Lector, escritor, conversador y nuevamente lector. Incansablemente lector. La lectura parece el centro de su vida. Escribe sobre sus lecturas. Conversa sobre aquello que lee. Lee para leer. Nos escribe para que leamos. Conversa con nosotros para la lectura. Adolfo Castañón es, por ello, el hombre fiel a la palabra. Quizás el reconocimiento de dicha fidelidad (o de la fe) es lo que hace tan gustoso el anuncio por el que se le hace ganador del Premio Internacional Alfonso Reyes. El premio que recuerda al gran hombre de libros de las letras mexicanas reconoce ahora al gran hombre de libros de nuestros días. Celebremos la fidelidad.

         Pocos mexicanos son tan alfonsecuentes como Adolfo Castañón. Castañón ha leído a Reyes, lo ha estudiado, editado, comentado, anotado, investigado, rescatado e interpretado, siempre animando la conversación en torno a él. Don Adolfo ha hecho de don Alfonso ejemplo vital para sí, para los lectores, para los alfonsidílicos de todos lados. En entrevista por la obtención del premio, Castañón dijo: “Reyes ha sido para mí maestro y amigo, confidente y guía, guardián y tabla de salvación”. Encontrar en los libros las ideas que iluminan los momentos tristes de la vida. Reconocer en las letras los vericuetos por los que trastabillan los días. Abrigar en los renglones cada momento, cada amistad, cada amor suspirante y tímida caricia. Adolfo Castañón nos ha hecho reconocer en Alfonso Reyes la más grata compañía, permitiéndonos ajustar el oído al concierto de voces solitarias que es nuestra actual experiencia literaria. Gracias a Castañón podemos leer la mejor prosa del mundo, vivir la fidelidad por la palabra y embellecer la vida.

Si la incuria mexicana por las letras no ha acabado aún con la literatura, mucho se debe al bondadoso trabajo de Adolfo Castañón. En su poemario Había una voz [Universidad Veracruzana, 2000] se encuentra uno de mis poemas favoritos ―a veces confidente, anhelado guía, tabla en mi desesperación―, poema que presenta la bondad de su autor. El poema se intitula “Plegaria del jardinero (Domingo)”.

 

Cultivar un jardín heredado

No sembrar ningún árbol

―regar y podar el ya sembrado

No escribir libros: leerlos

Escribir para pulir la lectura

No tener hijos: alimentar

y educar ajenos

Que otros funden: yo prefiero restaurar

Ahí estaré cuando otros engendren

Cuidando lo engendrado

La muerte será de otro modo          generosa

En primera instancia, el poema aparece con sencillez, como si sólo se comparase la labor del lector con la de quien cuida un jardín. El jardinero ofrece su trabajo al mantenimiento de un jardín ajeno. El mantenimiento embellece el jardín. Como si el jardinero fuese productor de la belleza. Pero leyendo así nos engañamos. ¿Cómo podría alguien embellecer los más bellos jardines del mundo? Además de Alfonso Reyes ―ni jardín ni selva: ¡el mundo!―, Castañón también ha cuidado a Octavio Paz, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Los Contemporáneos, José Revueltas, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, Eugenio Montejo, Juan Rulfo, María Zambrano, George Steiner, Alejandro Rossi, Ramón Xirau y Gabriel Zaid. ¿Tiene sentido considerarlo un jardinero embellecedor?

         El poema puede leerse como una crítica a una opinión muy difundida y poco pensada, aquella que supone a la vida con sentido en tanto se planta un árbol, se tiene un hijo y se escribe un libro. El lector sabe que la escritura no es un requisito de la vida, sino su regalo. El lector sabe que un hijo no es mera continuación de la vida, sino su desafío. El lector sabe que un árbol no es cumplimiento con la vida, sino su compromiso. En las letras nos comprometemos, con ellas nos desafiamos, en ellas nos regalamos. Pero esto no nos explica por qué se habla de un jardinero.

         Quizá podríamos leer el poema atendiendo a sus modulaciones. El jardín es heredado, la lectura pulida, los hijos alimentados. El alimento es un pulimiento de la vida, aprendemos en las Memorias de cocina y bodega; lo enseña Castañón en su bellísimo Grano de sal y otros cristales. La lectura es el alimento heredado a nosotros, los casi huérfanos de ideas. ¿Pero por qué un jardín? ¿Qué paternidad podría ser un día de campo? La lectura, el alimento y la herencia podrían ser la restauración castañoniana: pulir los cristales del alma para enseñarnos a seguir leyendo, cuidar el condimento de las letras para que aprendamos a saborear las ideas, regar y podar el campo literario para que la herencia no se extinga. El jardinero a veces también es albacea.

         Sin embargo, el poema es una plegaria. Y no sólo pliega la vida, ni se repliega en las letras. La plegaria se despliega en domingo. El día del descanso, cuando los más se pliegan en sí mismos para reposar en lo ganado por una semana de trabajo, el jardinero despliega su obra, ofrece una plegaria desde su situación precaria. Gracias al jardinero, nosotros, en nuestra incuria, podemos descuidar las letras. Ya nos llegará el tiempo de encontrar los libros, ya le llegará su tiempo a los versos olvidados. Así como a veces la esperanza se mantiene en el mundo por un solo hombre que ora, quizá la literatura se salve mientras todavía haya alguien que lea. El poema es una plegaria no tanto porque anuncie la salvación segura, sino porque suplica por al menos un jardinero más. Si por el poema, si por la plegaria, alguien más puede cuidar el jardín, puede reconocer la bondad de la belleza, la muerte podría por fin haber sido ser generosa. Sólo por la generosidad, la lectura es elogio de la eternidad.

         Celebremos la generosidad. Celebremos al bondadoso Adolfo Castañón. Celebremos la fidelidad por la palabra. Celebremos con alfonsecuencia el amor a las letras, su cuidado, nuestro afán de seguir leyendo. Celebramos: leamos.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Y en medio de la luz: la soledad”. Adolfo Castañón