Es común escuchar que la toma de decisiones que afectan a un país las ejecutan principalmente los políticos, los empresarios y quienes manejan los medios de información. A esta separación de poderes se le olvida mencionar el crimen organizado, una especie de hijo o hermanastro de los tres jerarcas mencionados. El crimen organizado, la mafia, el narcotráfico, etc., incide en la vida pública mermando la libertad de los ciudadanos, exhibiendo qué tanto afectan nuestras vidas con su violencia y presumiendo cómo pueden convertirse en una alternativa para expropiar dinero. Por una extraña concepción de lo que es una buena vida, o una carencia de una idea suficientemente reflexionada de la buena vida, las figuras más representativas del crimen organizado se entronizan como ejemplares. Por ello, en ningún momento resultó extraño que en el inicio del juicio a Joaquín Guzmán Loera “El Chapo” en Estados Unidos, no nos hiciera dudar la declaración central del abogado del narcotraficante, la cual señalaba que el Cártel de Sinaloa pagó sobornos millonarios a los dos últimos presidentes de México; lo más grave no fue la inseminación de la duda, sino que muchos la tomaron como verídica. ¿Qué tuvo que pasar con el ejercicio de la política para que un capo tenga la misma credibilidad, en algunos casos hasta mayor, que un político de alto nivel como un presidente?
Tanto políticos, empresarios y criminales se mueven por la consecución de dinero y el poder que conlleva su uso astuto. Para muchos esto significaría que en nada o en poco se diferencian los tres tipos de poderosos. Pero la legalidad con la cual se maneja cada uno debería ser suficiente para que las diferencias queden claramente marcadas. Un político no manda a matar, así como un empresario no soborna, y ninguno de los dos trabaja codo a codo con los capos para que en tales relaciones se obtengan mayores beneficios. Si la complicidad entre empresarios, políticos y narcos se comprobara, al menos en ciertos casos, los tres serían igual de injustos, y así como habría que creer las palabras del político, habría que creer las del criminal. Decía José Manuel Mireles, ex vocero de las autodefensas de Michoacán (un grupo armado que se oponía a los abusos de un cártel), que un narcotraficante era bien valorado entre ciertos pueblos porque ayudaba a las personas de esos lugares, a diferencia de ciertos políticos que no ayudaban a nadie. Mientras el narcotraficante manifiesta su apoyo público, según se infiere de lo dicho por el ex autodefensa, el político sólo parlotea. Al ex vocero se le olvidó mencionar la violencia que expande un criminal en su hambre de poder. Pero apuntó bien al decir que la percepción pública siempre será favorable para el poderoso filántropo que para el poderoso egoísta.
La maniobra de la defensa del Chapo Guzmán definitivamente llamó la atención, siempre hay sospechas sobre la complicidad entre políticos y criminales y que alguien considerado en el segundo grupo lo haya afirmado causó mucho ruido del que quiere escucharse, pero apenas se le podría dar credibilidad. Es cierto que el recurso usado se dijo en un juicio en el que se busca que el acusado obtenga la menor pena posible; también es cierto que se han comprobado nexos entre políticos y narcotraficantes; no olvidemos que la otra parte de lo que dijo el abogado del capo fue que éste fue víctima de un complot orquestado entre dos expresidentes, agentes de la DEA corruptos y su ex socio, Ismael “El Mayo” Zambada, (de lo cual se infiere que a todos les convenía capturar y extraditar al capo más visible del Cártel de Sinaloa: credibilidad, poder y dinero para los involucrados); pero, como bien lo apuntó un periodista, el mentir durante el “opening statemen” no es delito. La historia todavía tiene muchos más capítulos que contar sobre las intrigas del poder.
Yaddir