Cuando un gato se hace en la alfombra, la rasca después como si pudiera sacarle tierra. No entierra nada, pero se contenta con hacer el intento. Para el observador tranquilo, es fácil pensarlo como una tontería chistosa. «Ay, gatito, no sabes que ahí no hay tierra», dicho con esa ternura condescendiente que luego les tenemos a las mascotas. El pobre parece enredadera trasplantada, nomás que se echa siestas; parece una declaración sacada de contexto, una que maúlla y ronronea. Lo que no se nos hace tan chistoso, tan zonzo, ni tan extraño (sospecho que por lo acostumbrados que estamos), es hablar por teléfono; pero ¿no es algo muy parecido?
La naturalidad expresiva resalta por estar separada del otro al estar al teléfono. Nos da la oportunidad de observar este extraño trasplante. Los teleparlantes guiñan, fruncen el ceño, inflan los cachetes, mecen la boca, relajan y aprietan las narinas. La mayoría incluso señala con las manos y, si no camina en el radio que el teléfono le conceda (especialmente si es de pared), quizá afloje de vez en cuando las rodillas o se levante de estar sentado. Los ojos nos anuncian aún más lo que está pasando en la mente del conversador vía satélite: enfocados en una distancia invisible, perdidos, soñantes, posados en algo que estaría, si estuviera. Raro sería que alguien le dijera «Ay, humanito, no sabes que tu interlocutor no te está viendo». Y además restringirse de todos esos visajes no es cosa sencilla: para ello uno tiene que esforzarse conscientemente, como quien se aguanta la risa en una muy solemne ceremonia. Mejor soltarse, no vaya a ser que a uno se le atrofie el entramado de la cara por andar afanándose de más. La soltura, además, es lo más abundante. Muchos hemos tenido la experiencia de pasar en la calle junto a un estrambótico extrovertido que tanto se vierte fuera de sí, que parece ensayar un discurso de premiación frente al espejo. Lo que pasa es que tiene un chícharo vociferante metido en el oído y eso, por supuesto, justifica que hable a pecho hinchado como si se hubiera vuelto loco. Hay que admitir, eso sí, que se ha ido debilitando la impresión de esta citadina forma de locura mientras más nos hemos habituado a su ocurrencia (como nos pasa con buena parte de nuestras locuras citadinas). Y si a esas vamos, no es tampoco demasiada la diferencia que hay, juzgando con ojos de visitante de otro mundo, con quien lee una carta. Traídas desde las lejanías como cuando brincan los electrones por los cables de telefonía, nomás que brincando los carteros y las motos sobre los baches que conducen a la encomiable consumación del servicio postal, las palabras entintadas hacen que el lector suelte risas a solas, que exclame, que le bailen los labios en silencio mientras modela las voces que quiere escuchar. Pero por supuesto, todo esto está ensalzado aún más en el intercambio en vivo que nos permite ese aparatito que es el teléfono: simples bocinas y micrófonos conectados a kilométricas redes tejidas por todo el planeta.
Tanta es, pues, toda esta gesticulación y pantomima, que mucho acaba diciéndosele al testigo fortuito y no al dialogante en cuestión. ¡Qué grande ha de ser la medida de ademanes que se desperdician! Es como ver llover y sacar una cubetita. Y ni el más ahorrador puede hacer con ese sobrante nada. Qué generosos somos, cuánto derroche. Apenas atiende uno el ringtone de moda y ya se está señalando sin que el otro vea señal alguna, se sonríe y el otro no puede sino figurar en el timbre la brillante dentadura, se lleva uno la palma a la frente y, si bien nos va, aquél sospecha que es un necio exasperante. Se monta, en pocas palabras, todo el armadijo de un solo lado de la charla y es por pura fe que faltándole la otra mitad, se mantiene en pie. Quizás embonaría ajustado con el que se va armando lejos, pasado el Atlántico, o quizás necesitaría unos empujones (porque se hicieron, después de todo, a ciegas). Ojalá fuera como esa bonita historia sobre nuestra palabra «símbolo», que viene de las dos mitades separadas de una prenda que, ni bien se juntan, dan fe de su común origen; aquí, por mientras, nos conformamos con que escuchemos fuerte y claro todo el andamiaje tonal de la voz ajena y damos por completado el santo y seña. El chiste es que, sea tersa o arduamente, las dos partes embonan. Lo raro no es conversar de día por un lado del mundo y de noche por el otro, lo raro es lo normal que se nos hace. Si no fuera nuestra naturaleza imaginarnos constantemente en el otro, nunca habría podido servirnos para nada tan estupendo artefacto, ni con todos los megas gratuitos del mundo ni toda la fidelidad del Surround Sound 5.1. El hecho es, pues, que expresamos. Expresamos hasta cuando nos separan distancias a las que ya no se ve nada. Audiblemente, si bien nos va; porque también sucede que la fuerza de esa costumbre nos trasplanta más lejos, nos saca peor de contexto y, si de por sí ya separamos la voz de la gente que encontramos sin mueca al teléfono, fácil se vuelve olvidarnos también del ritmo por completo: y así, sin necesidad de enfrentar a nadie, nos mandamos unos textazos y reímos en sonoras letras «jajajaja» mientras sonreímos modestamente desde la comodidad de nuestro silencioso hogar.