A veces, sin querer, me gusta escuchar conversaciones ajenas. En ocasiones son tan sabrosos los diálogos de los demás que invitan a que los extraños participen y discutan como si se tratara de un debate público. ¿Por qué si no están hablando de eso (cualquier tema) en el transporte? Por algo éste es público. Si no quieren ser escuchados ni interrumpidos deberían tomar un taxi o irse a una cafetería en una zona libre de interrupciones. Claro, alguien me podría objetar que las condiciones del transporte público son pésimas y no dan el espacio ni la privacidad adecuada para conversaciones inaplazables. Pero ese objetador (¿por qué en español no tenemos registrada la palabra objete como sustantivo para distinguir a aquellos que objetan si parece ser tan precisa?) no aprecia ni tiene el gusto por una buena conversación ajena. Además, si hablan de cosas de dominio público, como la familia, los amigos, el amor, ¿por qué resulta inadecuado entrometerse? Pero algo me detiene a interrumpir pese a lo común de los temas. Aunque tenga una opinión a punto de saltar de mi lengua no dejo que salga. Quizá sea el no querer interrumpir a los interlocutores, pues nada hay tan fastidioso como ser detenido cuando una idea comienza a tomar buena velocidad.
“El diálogo convoca a la democracia”. Fue una buena frase que atrape en una de las tantas conversaciones dejadas al aire. Lamentablemente el resto de la conversación era tan repetitivo como el aire. Pero la frase comenzó a rondar en mi cabeza hasta que uno de los interlocutores dijo que ninguna herramienta posibilita el diálogo tanto como el internet. En ese momento más que querer interrumpir al interlocutor quería darle un zape para ver si así se le ordenaban las ideas. Preferí dejarlo que continuara, si no, quizá yo hubiera sido el revirado, y todo por andar de objete. Su argumento sugería que ningún lugar nos posibilitaba tanto conocimiento (político y de las personas) como el internet; ahí se podían encontrar libros, noticias, disertaciones y miles de puntos de vista. Por un momento me convenció la idea; pensé “qué bueno que no objeté”. Pero la idea era limitada, pensé, mas no por ello me puse a objetar, pues en las redes el usuario difícilmente se compromete con lo que escribe; no hay ninguna clase de filtro, ni una sola autoridad a la cual responder si se dice algo falso, medio cierto, escandaloso o grosero. En consecuencia, las opiniones lanzadas a las redes y a sus fieras podrían con mucha facilidad no ser la verdadera opinión de los usuarios. Esto nos hace dudar ¿para qué opina las personas en las redes?, ¿buscan solidificar la democracia?, ¿buscan socavarla al propalar opiniones desvinculadas de los opinólogos (otra palabra cuya precisión hace falta registrar en la RAE)?, ¿simplemente buscarán entretenerse, como cuando ven un meme, cuando opinan? Si no se sabe para qué teclean los billones de usuarios en redes, no puede haber consenso, ni siquiera disenso; no hay democracia posible.
Yaddir