De los rayitos artificiales

De los rayitos artificiales

El optimismo de nuestros días muestra fielmente su naturaleza cuando, al ser cuestionado de raíz, la respuesta uniforme parece ser una incomodidad lapidaria: ¿quién soportaría la vida sin anhelos de soñador, sin esperanzas de éxito, sin deseos de mejorar? Hasta podría decirse que en ese anhelo habita el rescoldo de todo paralelo con lo quijotesco en nuestra cotidianidad. Tal vez el problema del optimismo actual es que no está bien fundado, que no es suficientemente racional y placentero al mismo tiempo. Claro que se me puede objetar, siguiendo la lógica del optimismo, que en esta vida nada puede ser enteramente racional, que la vida humana está destinada a gozar gracias a ese escape que la necesidad lógica impone a la rectitud, que sería todo muy aburrido si esperásemos a todo momento lo mejor… ¿Contradicción? En tiempos de “optimismo”, en momentos en que todo parece de repente bañado de una luz extraída de quién sabe qué paraíso es fácil revestir la pestilencia con elegante hipocresía. Sólo el pesimista abandona la posibilidad de indagar la verdadera naturaleza de su razón, porque cree que basta con buenos deseos para modificar la materia, o porque define a la práxis como “activismo”, como fuerza que transforma el mundo incómodo por la coerción. ¿Hay tiempo para la verdad, para la única justificación posible de la teorización y discusión sobre nuestros fines, o siempre tendrá el optimista que resignarse?

Debido a antigüedad y concisión, es de sobra conocida la definición del hombre como animal racional, que está emparentada con la de animal político. Pecaríamos de optimismo si pensáramos del todo accesible la relación entre ambas. Hay algo obvio que parece innecesario apuntar: en ambas está presente el carácter del hombre como animal. En ambos casos, si los términos distintos se excluyen, la forma humana ya no queda definida. Lo racional y lo político son propiedades de un ente vivo. Las ideas sobre lo vivo inevitablemente influyen en el entendimiento de nuestro propio ser. Así, por ejemplo, quien piensa lo animal como un término que alude a lo elemental y universal de los instintos y las pasiones. Pero en el hombre no puede haber pasión sin logos: los otros entes vivos sólo tienen ruidos, movimientos bruscos o suaves y gestos para manifestarlas. Las pasiones no son lo imperfecto, porque la imperfección sería inimaginable sin una totalidad manifestada como imperfecta. Ni hace falta negar lo que nos une a otros entes vivos, como el movimiento y los apetitos. La enfermedad y la saludad demuestran un vínculo entre la necesidad que la vida manifiesta al requerir sustento de materia ajena. La palabra no deja de ser un instrumento al servicio de esos requerimientos. Hay incluso la posibilidad de imaginarse el trato humano perfecto en la mínima utilización de ella para defender lo propio. Así empiezan las relaciones elementales entre ambas definiciones.

¿O no era la palabra silenciada por Don Quijote en su evocación de la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados? No es posible confiar en que la palabra sea sólo instrumento de la supervivencia, porque entonces la definición en realidad carecería de sentido. Lo racional es lo que distingue a ese animal. Las organizaciones grupales, las peleas territoriales y la búsqueda de alimento mantienen al animal no humano: puede preguntarse si, así como la vida se deteriora para el animal que falla en sus actividades, el hombre puede también deteriorar su propia condición no sólo a falta de medios para subsistir, sino, ante todo, porque no puede subsistir siendo hombre sin razón. Si uno piensa en mejorar, ha de pensar que su propia constitución es modificada en algún sentido. ¿En relación con qué podemos hablar con tanto optimismo? Las grandes modificaciones son absurdas porque creen que todo está bajo nuestro poder, falacia de la que los demagogos se aprovechan fácilmente, con un optimismo semejante al nuestro. Nuestro optimismo encubrirá la dictadura como un error totalmente racional, como una confusión propia de seres imperfectos, un tropiezo en la búsqueda del futuro: hará malabares ontológicos con la falsedad.

 

Tacitus

La transición

—¡Qué casualidad! Se va tu tío Peña Nieto y también tú te vas.

—Claro, como debía ser.

Álex siempre tuvo simpatía por él. Tal vez fue el único mexicano en hacerlo. En discusiones politiqueras, de ésas que ocurren a la madrugada en una fiesta, lo defendía esforzadamente contraponiéndolo con el candidato puntero. Recurría constantemente al argumento del menos peor, lo cual en términos actuales era el mejor. Quien estuviera interesado en el rumbo de la nación debía proyectar modernidad, avance y poder de administración. Quizá desconocía las corruptelas o las omitía a propósito. Para enfrentar dichas acusaciones, recurría a que el otro igualmente las tenía, sin embargo nadie las sacaba a la luz. La falta de conocimiento no es falta de existencia. Curiosamente estas discusiones no sucedían entre él y sus amigos verdaderos. Ocurría con los nuevos, los que ocasionalmente pasaban la noche ahí: amigos de los amigos, novios del hermano, invitados paracaidistas que les tocó llegar ahí. La típica reserva no era dificultad para él, dado su carisma y el alcohol que lograba desinhibirlo. A veces lo hacía cometer actos de los que se arrepentía horas más tarde. A veces fungía como adhesivo entre sus amigos y él (tantos juegos nocturnos, tantas visitas a clubes novedosos, tantas náuseas, tantas confesiones que sólo pueden darse en la oscuridad de la intimidad). A veces lo animaba a la confrontación política.

Cercano a la medianoche aconteció la pasarela del adiós. La hora mágica, ideal para los buenos augurios. Desde que llegaron a despedirlo, nadie tenía una respuesta para esa última noche. Algunos estaban muy despreocupados; no creían que el cambio fuera permanente y, así como todos los aparente caprichos en la vida de Álex, éste se revertiría en un par de meses. Una osadía propia de un inmaduro. Otros se hallaban dolidos por su amigo. La rutina sería rota. A pesar de ello, tenían una excitación por su futuro prominente. Tras meses de no conseguir empleo, lo más conveniente parecía buscar nuevos aires. Ver crecer al amigo, buscar su independencia y conseguir mantenerse, era el alivio a su pena. Ya no compartirían los tiempos felices, juergas, las idas al cine, viajes, conciertos, pero todo por una buena causa. La nostalgia servía como maridaje a las cervezas de esa pequeña fiesta. Al comienzo de la pasarela, uno tomó la palabra e hizo que bajaran la música:

—Bueno, yo sí quería decir algo antes de seguir. La verdad, siento feo porque ya no veremos más a Álex. Era costumbre salir con él o que nos invitara a su casa. Todos nos acordamos de los juegos de carta, de cuando le habló a su ex a las tres de la mañana o cuando encontramos a su mamá en el billar— el repaso de vivencias era entorpecido por  las risas— pero como dije el año pasado, me gusta verlos que hacen sus caminos aparte. Más adelante, estando más grandes, quiero que me presuman sus planes, proyectos, trabajos; que nuestra amistad crezca con nosotros. Ya ahorita varios de nosotros trabajamos, algunos están acabando la escuela. El cambio se está viendo. Si antes hablábamos de estupideces y cosas de la prepa — rió en intento de ironía— ahora vamos a hacerlo de la familia. Eso es padre, no con todos mis amigos puedo hacerlo. Lo hago con los más grandes y ustedes. Llevamos como seis años, unos más, saliendo y  disfrutando el tiempo juntos. Los quiero mucho, un montón. No importa que unos hablen por allá y yo esté por acá, o que a veces no haya tiempo para verlos cada semana. Los amigos siempre estamos ahí. No dudes que iremos a visitarte a Saltillo. Ya tendremos dónde caer allá, ¿verdad?

La pasarela continuó y cada amigo tomaba palabra. Los discursos variaban entre lo melancólico y lo chistoso. Las anécdotas allanaban el momento para dar paso a lo emotivo. Fácilmente quien hablaba podía sincerarse y relatar lo que sentía hondamente.  Buscaba mostrar su particular afecto y buenos deseos al festejado. Así transcurrieron tres discursos. El quinto fue el de Álex, a modo de conclusión de la pasarela:

—De verdad, gracias por haber venido todos. No esperaba que lo hicieran algunos, siendo sincero, pero qué bueno que así fue. Los llevaré en mi corazón, no importe que yo esté allá o si no vuelvo en años. Les debo mucho de las cosas buenas en mi vida, ya sea por ayudarme o aguantarme muchas veces, o por ser parte de este tipo de cosas, como las fiestas, las salidas, y todo eso. A muchos llevo años de conocerlos, como dijeron hace rato, ya nueve años, ¡qué tanto se podría decir! Será difícil estar sin ustedes. De hecho, estoy contento por lo que viene, pero también triste por dejar mi familia y mis amigos. Gracias por todo; por lo que han sido en mi vida y por hoy mismo.

Al terminar de pronunciar sus palabras, quien había empezado a hablar se acercó a Álex y le dio un abrazo fraternal. Se unió a ellos quien había tomado la palabra en segundo lugar. Aunque no hubiera gritos, podía sentirse la melancolía cálida de la mayoría. La noche era escenario de una comunión accidental. Las palabras de Álex conjugaban con sus predecesores, así como los sentimientos. Desde que los discursos transcurrían, exhortaron a Miguel a decir algo por su amigo más cercano. La complicidad que había era distinta, no tan claro si mayor o menor que las demás. En realidad, era una amistad extraña a la que era difícil hallarle razones de por qué era diferente. A pesar de ser tan peculiar, Miguel se rehúso a hacer lo mismo. Tenía escepticismo. Dentro de sí se cuestionaba: ¿era el mismo de quien consideraba el viaje como una osadía?

II

Hacia el final de la noche, Miguel estaba hastiado. Seguramente haberse levantado temprano y tener un día muy activo influyeron en su decisión de entrar a la casa de Alexis y permanecer sentado. A oscuras, prefería la luz de su celular a la luz de la fiesta. Mientras tanto, como afortunada coincidencia, a su lado se encontraba Gabriela casi desfallecida. Excederse en alcohol la había llevado a abrazar una cubeta. A pesar de esta condición, con dificultad hilaba oraciones que hacían de respuesta a lo que Miguel trataba de platicar.

—He venido platicando con su primo y este año no fue aceptado en el conservatorio. Sin embargo el que viene quiere seguir intentando. Vive con uno de la banda en la que es baterista. Son amigos de años, también. Sigue esperando la oportunidad.

—Pero no ha avanzado.

—¿Qué?

—No ha avanzado.

En ese momento, Miguel sintió un escalofrío a lo largo de su espalda. Una sensación punzante que sacudía internamente. Desde tiempos remotos, la embriaguez ha sido emisora de revelaciones arcanas. Parecía haberle llegado una. Sobreponiéndose, quizá como agradecimiento, dio una caricia fraternal a la espalda de ella. Ya no tenía mucho que decir. La débil conversación murió ahí. Era tiempo de avanzar.