Noche Buena

Tomó su osito de peluche y lo apretó contra el pecho intentando calentarse bajo las cobijas de su cama. Las sábanas estaban heladas. Habían tomado el tono de aquella flor que tanto le gustaba y que sólo florecía en esa época del año. Se sentían húmedas, pegajosas. Pero esta vez no se trataba de la humedad amarillenta con la que se teñía su cama cada Noche Buena en la ansiosa espera de Santa. Esta humedad era distinta. Era la humedad de quien ha dejado de creer, de quien ha madurado. La humedad rojiza de la desesperación y de la última salida. Santa ya no llegaría a esa casa, a ese cuarto, a esa cama. Junto a la cálida sensación del osito en sus brazos, sintió el frío acero del revolver, mientras entraban desde afuera los cálidos destellos de unas luces rojiazules a través de la ventana.

Gazmogno