Cerró Ignacio la puerta del estudio. Esperó a que la voz de su esposa dejara de oírse desde el otro lado y luego se sentó a acomodar los papeles del trabajo. Ésa fue la primera vez que vio a Pablo y Lourdes. Ignacio estaba a un par de años de retirarse de una longeva carrera de médico pediatra. Su estudio era un cuartito con un librero de piso a techo que habían ensamblado ahí mismo los carpinteros, un escritorio con película protectora de vidrio y alfombra verde. Tenía un olor a madera y encierro que se fortalecía año con año. Estaba separado del resto de la casa por un pasillo en el segundo piso y su ventana observaba un callejón empedrado, demasiado angosto para que cupieran los carros, demasiado empinado para ser recorrido con frecuencia y demasiado viejo para haberse llamado de un solo modo. «Callejón de Bulevar de Manzanares» podía leerse en el letrero de la esquina; pero ese nombre era un desatino. Cualquiera de sus nombres anteriores fue mejor. En el librero del estudio unas seis novelas acompañaban los abundantes textos de medicina, desde libros especializados hasta artículos de conferencias. Eran artículos como éstos los que ese día acomodaba y revisaba Ignacio.
Reposó los anteojos de vista cansada sobre el escritorio cuando vio de reojo al par en el callejón. Ahí estaban: una joven de ojos acogedores y un alto muchacho sonriente. No se alcanzaban a oír sus palabras desde lo alto. Él cargaba una maleta negra, probablemente con un instrumento musical. Ignacio se imaginó un saxofón, estrenado por primera vez hace muchos años y probablemente puesto a prueba frente a una audiencia benévola un par de veces, que estaba protegido por esa maleta nueva. ¿Qué dirían? Se los figuró descubriéndose los pensamientos encantados. Duró poco el momento. Regresó a su labor después de la distracción.
La segunda vez que los vio fue una semana después. Reían y jugaban, se empujaban y jalaban suavemente, por momentos se quedaban callados. Era miércoles. Él había recargado la maleta con cuidado sobre el muro de la casa frente a la que se encontraban, cerca del ufano pirul que había llegado a habitar el lugar muchos años antes de que Ignacio y su esposa se mudaran. Abajo, a unas dos cuadras del callejón había una escuela de música, la Academia C. P. Emanuel Bach. Junto a la entrada tenía un letrero que decía «Estudios musicales sin reconocimiento oficial», cosa que siempre despertó la curiosidad de Ignacio: ¿era un requisito avisarlo o habría sido algún signo de modestia?, ¿o tal vez un desafío a la autoridad? Nunca supo la respuesta, pero ahora recordaba que la primera vez que vio a los chicos por la ventana también era miércoles. Probablemente el muchacho tomaba ahí una clase semanal de saxofón y aprovechaba la cercanía para venir a visitar a la joven. Ignacio se imaginaba que hablaban de sus escuelas, sus familias, sus miedos… Ahora se habían sentado. Él mostraba a ella algo en su celular, algo muy chistoso. Ignacio hubiera querido atestiguar más tiempo, pero el trabajo lo reclamaba y se distrajo de la ventana por fin.
Pasaron las semanas y, a exceptuar una vez en que lo visitaron sus hijos y otra en que fue junto con su esposa a una cena, cada miércoles Ignacio se alentaba con la compañía de Pablo y Lourdes. Se habían estado quedando más tiempo juntos. Ahora obscurecía antes de que él se forzara a irse. Nunca tocó su saxofón para ella, pero varias veces platicaron de música. A Lourdes le gustaba más la que era para bailar, pero después de un poco de persuasión de Pablo, admitía que había un mundo desconocido para ella y sin duda muy meritorio en la música para escuchar. Él había tenido problemas para avanzar en las prácticas semanales; especialmente porque se salía de clase antes de lo debido para aprovechar más tiempo al lado de Lourdes. No se arrepentía de ello. Cuando Lu, como él la llamaba, se sentía culpable, él la aliviaba: de todas maneras no aspiraba a ser John Coltrane. Ninguno de los dos había estado prestando mucha atención a la escuela tampoco. Ya el padre de Pablo (su madre los había abandonado) estaba desasosegado. Lourdes era mucho más avispada para las materias tradicionalmente difíciles. Se llevaba mucho mejor con su familia, que además era numerosa; pero por razones ajenas al interés juvenil les esperaban meses de carestía. Ella siempre estaba de buen ánimo, entre faltas o abundancia. Y así se estaban horas. Si abandonaban el callejón, era nomás cuando caminaban o se iban al cine; pero casi siempre se quedaban a la ventana de Ignacio.
El último día Ignacio miró a Pablo solo en un trance. Desesperaba, veía su teléfono al acecho de mensajes, buscaba explicaciones en los rincones, vagaba en círculos y miraba por largos ratos al pirul. Pero no pasó nada más. El muchacho recogió la maleta con su saxofón y se fue al caer la noche. La había traicionado. Ignacio no volvió a ver a ninguno de los dos, aunque cada miércoles se encerraba en el pequeño estudio y arrojaba los ojos por la ventana. Su esposa entró al estudio un día y lo vio. Tenía la mirada empinada hacia el callejón. Trató de abrazarlo, pero fue muy tarde.