La alegría inteligente
Gabriel Zaid cumple 85 años; El progreso improductivo, 40. Celebrar el doble aniversario no sólo es festividad de la inteligencia, sino del triunfo de la imaginación sobre las convicciones simplonas, de la creatividad sobre la porfía fanática y de la alegría inteligente sobre el falso heroísmo de quien promueve la leyenda de la propia excelsitud. Leer El progreso improductivo en tiempos en que las respuestas han olvidado las preguntas, en que las críticas sólo son toma de partido o en que las posiciones prácticas carecen de creatividad, podría ser una reconvención a la sensatez, a la alegría sensata.
El progreso improductivo es el libro más extenso de Gabriel Zaid. Dotado de un amplio apéndice (ochenta tablas, seis fórmulas y una gráfica), una extensa bibliografía (más de trescientas referencias) y la lograda integración del panorama cultural del progreso, El progreso improductivo es solamente un ensayo. Zaid pone a prueba una idea: cabe pensar en un progreso diferente si es posible una mirada crítica y creativa sobre el progreso. Así visto, parecería que El progreso improductivo es uno más entre los textos de crítica en que se funda el progreso, que su autor se monta en los detalles delicados del progreso para promocionar otra variación de lo mismo, un progreso del progreso. Y eso no es. Zaid reconoce que el progreso lleva miles de años (y lo comprueba en su admirable Cronología del progreso [Debate, 2016]), pero que la obsesión ideológica con él es relativamente reciente, tanto como ha sido aparentemente efectivo. Ensaya, por tanto, la presentación de un progreso que hace inviable la vida, que nos compromete de modo tal que nos extenúa en el compromiso, que se ha vuelto tan totalitario que ha venido a presentarse como consecuencia histórica, necesaria y perentoria. Zaid exhibe el fundamento de nuestra fe en la necesidad del progreso y con ello hace evidente la falta de creatividad impuesta por la experiencia totalitaria, al tiempo que da luz sobre el fundamento genuino del progreso: la vida. O dicho todo con más claridad: en El progreso improductivo el lector aprende a ver la ilusión del progreso histórico y a reconocer las posibilidades creativas del progreso práctico. El ensayo pone a prueba una idea que ilumina la vida, la vida del lector, no la de los pueblos que se asumen como entidades históricas, de los organismos burocráticos que se asumen como administradores de la práctica, de una colectividad fabulada por revolucionarios de pizarrón, o de una humanidad tan abstracta que se le impide su inhumanidad. El progreso genuino nace en un lector que mira al mundo con creatividad; lo demás es amistad o tiranía.
El ensayo se divide en tres partes. En la primera, Zaid exhibe la improductividad del progreso en su aspecto menos notorio y más problemático: la atención personal. El argumento parece sencillo: hay un límite natural infranqueable en la atención personal, pero para que la promesa de progreso sea realizable ha de omitirse el límite, lo cual genera rencor, melancolía y frustración en quienes no pueden consumir tanta atención personal como creen merecer, en quienes ofrecen la atención personal sin recibir en pago el precio de la misma y en quienes no pudiendo consumir suficiente atención personal abaratan su propia atención para asegurarse un futuro de consumo. Si el rencor, la melancolía y la frustración resultan poco visibles es porque la promesa de progreso también genera un conjunto de sustitutos despreciadores de la vida que ocultan más el problema: cursos de liderazgo, sesiones de relajación, cadenas de memes y debilitamientos consuetudinarios de la ley que facilitan pequeños brotes de violencia, prepotencia y victimización. En una hermosa sección, el autor abrevia el problema: tiempo o cosas. ¿Es comparable la atención personal que se requiere para llenar un informe laboral con la atención personal necesaria para que lectura de un libro nos cambie la vida? Los empleados de nuestros días no necesitan un amigo para platicar sobre los informes, les basta un compañero para intrigar contra los demás. ¿Todavía se leerán en nuestros días libros que cambian la vida?
La idea de la segunda parte es sencilla: para que el progreso funcione se requiere una oferta pertinente. Idea que nos enfrenta con los afanes de igualdad y nos refleja el afán totalitario: para que todos seamos iguales vamos a ofrecer a todos lo mismo, quien no esté aún en condiciones de aceptarlo ha de ser conducido a la altura de la historia, modernizado, pues sólo así podría consumir la oferta que lo hará feliz. Por lo cual se muestra que a los no modernos se les condena a la infelicidad a causa de la confusión del ideal de igualdad, y… ¡los modernos siguen siendo infelices! Entre los ricos, hay unos más ricos que otros. Entre los modernos hay unos más modernos que otros. La felicidad de los modernos fue diseñada con obsolescencia programada. Si nos educamos para leer el libro de moda, ningún libro nos cambiará la vida; por ello, ahora en lugar de libros se acepta la fugacidad de los contenidos, contenidos que no nos cambiarán la vida, pero al menos nos variarán el ánimo entre un consumo y otro. ¿O no habías considerado, lector, que casi ningún contenido ha sido pensado como una oferta pertinente? La posibilidad de compartirlo todo sin integrar nada requiere la suposición de que al final nadie comparte porque todos lo compartimos entre todos. En resumen: no hay amistad sin oferta pertinente.
Hacia el final del libro, Zaid muestra los motivos que alimentan la improductividad del progreso: la acumulación del poder en la piramidación de la vida. Para llevar la ayuda a quien necesita progresar hay que organizarse, y la organización produce empoderamiento. Valga un ejemplo. A fin de igualar a una parte de la población que carece de trabajo y estudios, algún gobernante anuncia que repartirá en efectivo una ayuda económica para que los jóvenes se capaciten. No queriendo levantar sospechas de malos manejos de dinero, se crea una estructura burocrática austera de administración de las dádivas, se acuerda con un conjunto de empresas la contratación de los jóvenes y se selecciona a un banco privado para realizar el movimiento del dinero. Los “beneficiarios”, en lugar de recibir el dinero, resultan “trabajadores” del Estado, pues él financia su capacitación. No hay opción creativa para los jóvenes: sus opciones son las del Estado. Un conjunto de burócratas crea una oferta burocrática que totaliza las opciones. ¿A quién beneficia un programa así? Primero que nada, beneficia al grupo en el poder, que se sirve de la estructura piramidal para enrolar a los no piramidados y con ello consolida su posición. En segundo lugar, a las empresas que negociaron con el Estado, con la gran empresa mexicana. ¿Para qué se preocupa un empresario por saber negociar entre particulares si el gran negocio no depende de él, sino de las dádivas estatales? Así, las empresas trabajan para conseguir beneficios en lo alto de la pirámide, negociando en la tenebra, cabildeando portafolios (y billetitos con ligas); el cliente, lo público o el mercado son secundarios. En tercer lugar, se beneficia el banco, que nada tuvo que hacer para ganarle clientes a sus competidores, que no necesitó mejorar sus ofertas o rendimientos, que le bastó la amistad con el poderoso. Por desgracia, también se benefician los empresarios ilegales del narco, al consolidarse como la opción no burocrática de ascenso, quizás hasta meritocrática; evidentemente, el narco se sabe la otra opción para cuando termine el periodo de capacitación, pues al no depender de las empresas la contratación del desempleado, no hay plan económico interno para mantener a los “beneficiarios”, no hay expectativa de contratación posible… a menos que otra vez se negocie con el Estado. En torno a esto, Zaid pregunta: ¿y si se diera dinero en efectivo directamente a cada ciudadano por el solo hecho de ser simplemente un ciudadano? Dirán los moralistas: es claro que muchos no sabrían aprovecharlo. Pero lo mismo pasaría con la capacitación, aunado al problema de la piramidación. Dando el dinero directamente a los ciudadanos, sin duda habrá quienes no le saquen provecho, pero también habrá muchos que le sacarían provecho ingeniosamente, creativamente. Quizá nuestra mejor educación política implique aprender a reconocer las ofertas pertinentes. ¿No es preferible aprender a reconocer a los amigos que recibir beca para jugar un rato a la amistad? ¿No es preferible leer una obra maestra que nos cambie la vida a leer lo que se nos ordena para entregar un engorroso informe? ¿En verdad es tecnificable la capacidad para reconocer lo mejor?
La prueba toda del ensayo de Zaid, empero, no está en los datos especializados, ni en el análisis adecuado de la situación política, ni en lo “revolucionario” o “progresista” de la propuesta. La prueba se encuentra, misteriosamente, en el buen humor en que está fundado el libro. Todos los argumentos importantes de El progreso improductivo carecen de demostración suficiente, y sólo por ello son perfectamente claros. Gabriel Zaid desarrolla impecablemente los argumentos y al llegar a la conclusión casi todo se vuelve inaceptable, políticamente incorrecto. Y allí, precisamente en lo inaceptable, está la prueba: ¿por qué no nos parece aceptable?, ¿por qué creemos que es incorrecto? Y de pronto, como cuando un libro nos cambia la vida, todo se vuelve claro: mi fe en el progreso me hace intolerable esa conclusión, por ello me aferro al progreso improductivo. Si tomase las demostraciones zaidianas como un manual, no podría evitar la improductividad del progreso. La oferta pertinente, el progreso verdadero, aparece en la propia experiencia de lectura: la fe ciega en el progreso hace que uno se olvide de lo importante. Y lo más importante de El progreso improductivo es la alegría. Alegría del libro que, como el amigo, cambia la vida. Lo demás es tiranía.
Námaste Heptákis
Escenas del terruño. 1. ¡Qué oportuno accidente! Ya se podrá justificar la situación extrema que «obliga» al cierre de los ductos. Si uno pensara mal… 2. División de poderes, le llaman. El presidente manda llamar a los diputados y senadores de su partido y les informa que al día siguiente deben aprobar los cambios legislativos para la creación de la Guardia Nacional. Los diputados, tan autónomos, aprobaron la iniciativa de militarización al día siguiente (sólo se opusieron los diputados del PAN, MC, PRD y los 2 diputados sin partido). Un día después, el presidente dice que a la iniciativa que él mandó se le quitó un artículo transitorio y que eso no le gusta. El autónomo senador Ricardo Monreal dijo que se corregirá la iniciativa aprobada por los diputados (se corregirá de acuerdo al gusto del presidente, claro está). Ahora le llaman división de poderes; aunque antes los críticos le decían borregada. 3. Simulación, digo yo. Al inicio de la nueva administración se advirtió el peligro de que los candidatos a la Fiscalía General de la República fuesen excesivamente cercanos al presidente y, por tanto, su supuesta autonomía fuese puesta en duda. El presidente dijo que no, que sería un proceso legal y democrático. Se abrió la convocatoria para recibir candidaturas a fiscal, se inscribieron 28 personas. El legislativo (¡tan autónomo!) revisó las candidaturas y redujo la lista a 21 candidatos. Se envió la lista al presidente quien redujo todo a una terna. Sorpresa: los tres candidatos propuestos son los mismos que al inicio se cuestionó por falta de autonomía. De los tres, el elegido fue quien el presidente había designado como encargado del despacho. ¿Cuál fue su primer acto oficial? Hoy en la mañana se presentó como uno más del gabinete. Simulación, digo yo. 4. Ayer, Paco Ignacio Taibo II tomó posesión como encargado de despacho del Fondo de Cultura Económica. La ley lo impide. El poder se impuso.
Coletilla. No entiendo a los que defienden la promoción del nuevo régimen a la Cartilla Moral, pues no les importa ni su contenido ni la insuperable escritura de su autor, sólo se interesan en hacer de la literatura propaganda. Tampoco entiendo a los detractores que para ocultar su crítica al presidente sostienen que Alfonso Reyes está pasado de moda, que ni ven el talante literario del escrito ni se dan cuenta del efecto que la Cartilla Moral podría tener en contra de la dictadura moral que se nos viene. Por ello, me parecen muy valiosas las palabras de Jorge F. Hernández: «Reyes fue un erudito sin pedanterías, bibliófilo y bibliómano generoso, pensador incansable, mexicano hasta las barbas y universal en la toga imaginaria con la que deambula aún en el paisaje de los mejores pensamientos, ideas o imaginaciones de México y los mexicanos que no merecen confundirse por los exabruptos de esos pocos dementes o descarriados que han recibido la noticia de la nueva edición [de la Cartilla Moral] con declaraciones fanáticas de abierto rechazo; lo dicho, quien alardea de quemar libros, luego pasa a querer incendiar vidas humanas». Concuerdo.