Tres virtudes sobresalen en Roma: su cinematografía, la dirección y Yalitza Aparicio. El asombro general del público prueba la calidad de la imagen en cada escena. Ver la película es visitar una galería artística de la vida en los setentas, desde sitios escasamente urbanos hasta puntos en diferentes estratos sociales. Sin embargo la película no busca el realismo absoluto. En su mayoría, los espectadores sabemos que estamos acudiendo a la memoria de su director. La película nace de su infancia. En la obra resalta la presencia de la vida personal en las circunstancias de la época. Por ello es imprescindible el retrato de los lugares (Letras Libres, diciembre 2018): los sitios que hemos pisado conforman el sustrato de lo que recordamos. A través de la cómoda, con los mismos cachivaches de hace cuarenta años, la memoria hila lo que se vivió. El cuidado y paciencia al filmar linda peligrosamente con la obsesión y monotonía.
Los detractores han sido severos ante la parafernalia comercial y la carencia de un guión excitante. Sin embargo, indudablemente, reconocen la belleza de cada escena. Esta labor no hubiera sido posible sin Alfonso Cuarón. Técnicamente es el encargado de cinematografía; un debut celebrado. Sin embargo la idea original, el plan en el montaje de cada secuencia y la coordinación de quienes colaboran, también hacen brillar su labor como responsable ejecutivo. Quizá su mérito más espectacular sea su elenco, especialmente Yalitza Aparicio. Claramente, al ver su trabajo y conocer su trasfondo, es evidente que su oficio no es el histrionismo. Más dudoso si es su talento o vocación. No obstante, la recreación memoriosa aprovecha perfectamente su impericia. El genio de Cuarón sabe encauzarla a un buen fin. Por sus personajes, cada construcción meticulosa se convierte en el segundo piso, el patio, la tienda de muebles, el cine, la arena de entrenamiento, la tortería. Cleo es el punto de inflexión en el realismo y en el melodrama fácil. Su naturalidad favorece al recuerdo; la maestría en filmar trasciende.
Contrastando con la naturalidad de ella, está la tormenta mediática. El evento que supuestamente representa la ha convertido en revelación. Ha sido una estrella en ascenso: superó las barreras geográficas, profesionales, culturales y hasta las concernientes a la fama. Consiguió nominaciones, entrevistas en programas extranjeros y hasta una sesión estelar en Vogue… México. Su portada en la revista fue la bienvenida a la alta sociedad, ese mundo que siempre ha mantenido su rechazo a ella. Una señal de que los tiempos están cambiando. La carne de Yalitza perdió volumen y su espíritu, divino como el de la raza del maíz, queda preservado en el instante temporal: se ha vuelto un estandarte indígena. Tantos años viviendo en la ocultación, así como las trabajadoras domésticas, y Roma es el mensaje social de su existencia.
Quizá la imagen característica del fenómeno es su paso por alfombras rojas: rodeada de su equipo de seguridad, con un espantapájaros defendiéndola de periodistas, y ella con una cara de ingenuidad y terror. Y es comprensible: eso genera la tormenta mediática. La abruman tantos mexicanos que, afanosamente, buscan expiar sus culpas por años de discriminación. Después de la Colonia o el Porfiriato, las buenas consciencias se esfuerzan. Quien sabe si la nominación al Óscar abra más oportunidades fílmicas a las mujeres con rasgos o ascendencia indígena (Teresa Ruiz será la nueva Aislinn Derbez y Maya Zapata, la nueva Cecilia Suárez)*, o la situación será igual. De la condescendencia pende el triunfo de inclusión.
*¿Habré sido discriminatorio?