Comiendo en un restaurante me encontraba cuando me percate que en la mesa de a lado todos los comensales se odiaban. Quizá no sea exagerado decir que comer con quien odias es uno de los peores errores que se pueden cometer. La comida, ese momento tan preciado del día, sabe peor en mala compañía que si estuviera excesivamente salada o terriblemente insípida. No exagero al decir que entre mis recuerdos felices saboreo aquellos cuando como con amigos. ¿Por qué alguien quisiera comer con una persona que odia? Más aún, ¿por qué varias personas que se odian entre sí quisieran comer? Con esta pregunta en la boca, me puse a mirar con atención la obra de arte que tenía ante mí y a escuchar con atención el melodrama de mi derecha. “Bueno. Al menos estamos juntos comiendo y eso es lo que importa.” Dijo uno de los asistentes a la mesa salada como respuesta a un recuento de las diversas ocasiones en las que se habían reunido y en las que, como era de esperarse, varios de los asistentes no habían estado. Por lo que pude entender, en ninguna ocasión habían estado todos reunidos; siempre se dejaba de invitar a alguno. Siempre era uno, nunca dos o tres. Era demasiado sospechoso como para no creer que estaba cuidadosamente premeditado. Tal vez les hubiera convenido seguir con esa dinámica, pues aproximadamente hubo quince minutos de perplejidad cuando cada asistente se percataba de que existió una reunión en la que no había estado. La confusión era tremenda. La comida, pese a toda la evidencia, todavía duró unos treinta minutos más. La seca cordialidad sonaba más que los cubiertos al chocar sobre los platos y las copas al brindar.
Al parecer los comensales que no disfrutaron de su comida se reunían porque eran compañeros de trabajo. Por algún motivo consideraban necesario llevar su obligada relación laboral a un ámbito personal. Si se odiaban, y era muy notorio, ¿por qué consideraban imprescindible reunirse? Saboreando lentamente un delicioso flan napolitano me puse a reflexionar en la cuestión. Estaba comiendo las últimas gotas del caramelo cuando me di cuenta que ellos no sabían que se odiaban. Eran demasiado cordiales entre sí para percatarse de ello. Cuando llegaron, los caballeros ayudaron a las damas a sentarse y les pusieron, a las que así lo solicitaron, sus bolsas y abrigos en los percheros cercanos a la mesa; al irse, las mujeres se levantaron primero y los hombres se cuidaron de no estorbarlas para que pudieran salir cómodamente; al despedirse, todos usaron fórmulas como “Que Dios te bendiga”, “que estés de lo mejor” o “cuídate mucho”; aparentemente se cuidaban mucho de mostrar interés. Sus descontentos nunca llegaron a la discusión. Lo más que lograron expresar fueron caras de ligero descontento y un par de ellos no pudo evitar mover la ceja como en un tic nervioso. Pero en su mayoría fueron sonrisas las que se lanzaron, con las que entraron y con las que salieron del lugar. Si así eran afuera de sus trabajos, supongo que en sus oficinas eran puntualmente cordiales. Al terminar mi primer taza de café y pedir otra una pregunta me asalto con tremenda curiosidad: ¿es preferible evitar el conflicto a discutir cordialmente en alguna ocasión? Posiblemente sea bueno para cierto grupo de personas discutir sobre los peores aspectos de la otra persona; con ésta presente, por supuesto. Así, pensaba sorbo a sorbo, se podían contener las explosiones causadas por los rencores añejados. Se podría, teniendo unas gotas de optimismo, intentar ser mejor persona al identificar la causa de los conflictos. Se sabría qué nos aleja de ser buenas personas; en el mejor de los casos, se podría intentar ser buena una persona. La seca cordialidad es un eufemismo del egoísmo.
Yaddir