Volvíamos a casa en un vagón de metro. Como tantas otras veces antes, sólo que ahora nos encontrábamos en un vagón totalmente diferente. Antes todos eran iguales. Volvíamos de la preparatoria y en adelante nos veríamos por voluntad propia y no por ser aquél trayecto nuestra ruta común. J y yo éramos los últimos en bajar y creo que eso puso un poco sentimental a H.
En meses anteriores H. había pasado por cosas muy duras. Se había vuelto testigo de Jehová, la religión de su primera novia y futura madre de un hijo por venir. No tenían ni dos meses de novios cuando “les cayó del cielo” como acostumbraban decir con aquél extraño gesto que comienza en sonrisa y acaba en mueca. Además, tan sólo tres semanas antes de este episodio en metro había llegado notablemente consternado a la escuela. Se saltó las primeras clases. Nos lo encontramos en la cancha de futbol –cosa rara, porque nosotros jugábamos básket. Arrasado en lágrimas nos relató cómo encontró a su padre con otro hombre en su propia casa. Tratamos de darle un poco de apoyo. Estuvimos cerca de él en las semanas que faltaban para salir.
Ahí estábamos en el vagón. Viajábamos inmóviles, H Tomó la palabra. Nos llamó sus mejores amigos. J lo secundó usando palabras más emotivas y refirió las dificultades de los últimos meses. Los tres nos las veíamos duras, pero un corazón roto y horas extras en varios empleos eran nada comparado con lo que H había pasado. H lloró en cuanto J le dijo que era su hermano. Dijo que deberíamos vernos seguido a partir de ahora y se despidió dándonos un fuerte abrazo. También yo me sentía privilegiado por contar con estos amigos.
Cuando H bajó en su estación (creo que era Popotla) Apenas cerraron las puertas, no tuve oportunidad de decirle a J que nos fuéramos de vagos al centro o a buscar en las librerías de Donceles; apenas salió H de la vista J dijo algo así como
¡Vaya perdedor que es H! Espero que no nos lo volvamos a encontrar nunca más. Siempre tan crédulo. Por eso la tipa ésta lo embarcó, por eso no puede meterse a jugar a que sigue en esa religión de merolicos. Que toque las puertas de quien sea, menos las de mi casa”
—No seas cabrón J ¿entonces todo eso de que eran hermanos?
—¿Es que no viste lo contento que se puso el bruto? Digamos que le hemos dado una última alegría que masticar a ese miserable.
Pero ya quita esa cara —habíamos llegado a La estación en que él bajaba— ya verás que vamos a estar mejor sin él. Nos vemos el sábado para ir al centro ¿no?
Le dije que sí, aunque creo que en el fondo sabíamos que eso no pasaría. Me buscó algunas veces más, pero una clase de repugnancia hacia él me hizo mandarlo al diablo la misma cantidad de veces.
Como al mes busqué a H para salir a vagar por ahí o buscar algún libro, pero también él se negaba a que nos viéramos.
Parecía un triple desengaño el que se había cargado de un plumazo una breve amistad de tres años; yo aborrecía la maldad inopinada en la ocurrencia de J, lo mismo que este menospreciaba la ruda inteligencia, el infortunio y las decisiones de H. Y éste a su vez, parecía reservarse conmigo por una clase de pena y pudor.
Después de todo la amistad agudiza una cierta empatía.