Anhelo

Con sinceridad, lo que más recuerdo de antes de ayer, es el olor. Jamás pensé poder toparme con algo tan asqueroso en mi propia cama. Olía, pues, sí, como es natural, a carne quemada. Pero era una mezcla de puerco con papel periódico y pasto bañado en petróleo. Supongo que experimentar el ruedo desde las gradas, es un tanto más grato que vivirlo desde la arena.

Aquél humo sería la ofrenda perfecta para agradar a un dios trastornado, uno impío y olvidado amigo por interés de los seres humanos. Ese maldito olor fue lo que me arrancó de los brazos de Morfeo, bueno, fue en parte el humo y en parte la confusión: ¿Cómo era posible (me pregunté) que el dulce olor a tabaco se hubiera tornado tan asqueroso de un momento a otro? Fue la primera acción racional que hice al despertar, por supuesto, confundida e impedida de mi mano diestra, sigo sin pensar qué hubiera sido un pensamiento normal de otra persona en mi situación. El dolor, tardó en llegar, y el entendimiento de lo que estaba sucediendo vino hasta que me encontré en el hospital. Entre más lo pienso, más me convenzo de que hubiera sido preferible no haber despertado, quedarme para siempre descansando en el cenicero gigante que ya era  mi cama, sin comprender jamás lo que me esperaba en la vigilia. Pero claro, eso era, a todas luces pedir demasiado. Somos los viciosos y los descuidados los que debemos servir de lección y sacrificio a los dioses más caprichosos. En momentos menos ambiciosos, desearía que mis alaridos hubieran sido bellos como los del toro. Pero no lo fueron, los recuerdo con un poco de tristeza, pero, eso sí, con un montón de vergüenza. No tanto por verme débil y condenada a arder en el cuarto de un motelucho; sino porque en realidad eran feos, horribles con ganas. Toscos y desesperanzados, mucho peores que los que se pueden escuchar desde la tablada más triste sobre la tierra.

Todavía me sorprende que alguien haya actuado tan rápido a mitad de la noche, y no dejo de maldecir la suerte de que la medicina moderna sea tan eficaz en prolongar las agonías. Llevo consciente desde entonces, no he podido mover la cabeza a causa del dolor, no he podido mover la mano con la que solía fumar con tanto estilo; y mucho menos he podido mirar lo que queda de mi cuerpo achicharrado. Solo pido que la muerte me lleve cuanto antes. Mientras tanto seguiré extrañando mis párpados y el poder dormir. Pero sobre todas la cosas en la tierra, extraño poder dar un par de caladas a un cigarrillo, estoy segura de que no hay nada mejor para ayudar a relajarme y a sobrellevar el dolor.

Conjurados

 

Conjurados

Por la idea, dos pueden pensar en lo mismo cuando hablan. También es por la idea que la retórica, la hermenéutica y la “ciencia” de la comunicación encuentran su límite. El diálogo, cuando es de ideas, está más allá que un acto de persuasión, que una interpretación o que la transmisión de un mensaje. Cuando dos dialogan sobre ideas lo importante es que las palabras no oscurezcan las ideas, que sean tan claras como las ideas lo permitan. Sin embargo, hay un rastro que conduce a una cierta comunidad, una cierta conjura, que va más allá del diálogo sobre las ideas: una cierta integridad erótica. Nos ayuda a pensarlo un poema de Emilio Prados.

Levántame despacio

una punta del sueño…

Míralo por debajo.

                   Sentirás

mi memoria latiendo,

igual que un pulso tuyo

conservado.

                   Cuéntalo bien…

Ajústalo a tu paso…

Deja caer de nuevo

la punta de mi alma.

En su apariencia, el poema gravita en torno al encabalgamiento de los versos centrales. En ese centro, notamos la única referencia al del poema que no está acentuada. En este poema de encuentro y comunidad, el aparece en sus acentos: cinco imperativos y un futuro. El futuro es la condición de la comunidad que apunta al centro del poema. El poema se construye desde su encabalgamiento para mostrar la reunión de los involucrados, para hacer patente la comunidad.

         El inicio del poema podría presentarse simplemente como un símil de las sábanas y el sueño. Así como se invita a alguien al propio lecho, el poeta invita a alguien al propio sueño. Aunque no llegamos del mismo modo al sueño que a la cama. Algo ha de pasar, ajeno a nosotros, para que en la cama se produzca el sueño. El sueño aparece cuando nos entregamos a él en la cama. La invitación del poema es la de una cierta entrega, en la cama y en el sueño, a un cierto misterio que da vida al poema.

         Al sueño se le mira por debajo. Quizá nadie ignora que los sueños, más que la naturaleza, gustan de ocultar. Quizá cualquiera podría aceptar que entre los pliegues de las sábanas del sueño es posible encontrar sorpresas y terrores, alegrías y esperanzas, lo sabido y lo por saber. Sin embargo, en la noche, cuando el se aproxima a la cama y levanta la sábana, el sueño se mira por debajo. No es un indiferente, no es un que no me conoce, no es un que no me ha soñado. Mirando al sueño por debajo aparece el yo del poema. Ni ni yo somos nadie o cualquiera. Mirando por debajo nuestros sueños nos encontramos.

         Sólo en el encuentro puede sentir. Sentir la memoria latiendo es la sensibilidad de un pasado común: el sueño torna en memoria cuando nos pensamos juntos. Sólo la memoria hace posible el reconocimiento. Ahí el centro del poema: yo sueña con el pulso de , la memoria reúne a y yo en un mismo pulso. Nos reconocemos en el mutuo palpitar del corazón, en la emocionada compañía, en la mano sudorosa, en la atracción de la mirada, en la vida que pulsa al unísono lo que juntos conservamos. Sólo en el encuentro yo puede sentir.

         Los dos imperativos siguientes indican el cuidado del reconocimiento. Ahora yo pulsa igual que . se conoce en el pulso de yo. Yo y se reconocen en el espejo de las caricias. La caricia como cartografía de la autognosis. Y en el último imperativo las caricias, la memoria, el sueño, la cama, caen en la comunidad que funda el poema: Ícaro se precipita; Eros se concentra. Por ello, “deja caer de nuevo” no es un imperativo como los demás. Ahora yo no ordena a , sino que es el misterio, aquello que permite la comunidad que funda el poema, lo que deja caer. Al final de la sincronía de nuestras pulsaciones sostenemos por la punta nuestra alma. ¿Y no es acaso sólo nuestra alma la que sueña?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1.  Ya lo hemos dicho: la indignación es selectiva. Fernando García Ramírez, sujeto a una campaña oficial de linchamiento, enumera varias indignaciones selectivas de nuestra tetratransformación histórica. 2. Que 2021 será el año de la reconciliación, dijo el presidente. También será el de las elecciones intermedias, elecciones en cuya boleta quiere aparecer el presidente. Ofrecer reconciliación para afianzar el poder. ¡Qué buenos sentimientos! 3. Régimen de la simulación, eso es. En los próximos días se publicarán los datos oficiales sobre homicidios y la versión de la propaganda oficial será que han disminuido. Y claro que podrán probarlo, porque el número que presentarán será el de las carpetas de investigación, no el de individuos asesinados. Así, la ejecución de cuatro personas en un bar de Guanajuato la semana pasada se contabilizó como un homicidio, no cuatro asesinatos. Régimen de la simulación. 4. ¿De veras los funcionarios de la Secretaría de Salud demandarán legalmente a todos los residentes del Instituto Nacional de Psiquiatría para romper un paro en demanda de la protección de sus derechos laborales? Y eso que la 4T decía estar con la clase trabajadora. 5. Desde diciembre se dejó de actualizar. El pasado fin de semana simplemente desapareció el servicio. El régimen de la simulación, que supuestamente tiene el apoyo de la intelectualidad y hasta un presidente historiador, no ha dado explicación alguna. Parece que se ha cancelado la biblioteca Digitalee, uno de los mejores proyectos culturales de la administración de Peña Nieto, quien no podía presumir de sus lecturas.

Coletilla. «México y España comparten un corazón sangrante, un idioma que se multiplica en todas las lenguas indígenas de siglos, un mestizaje de sabores y palabras, párrafos y pensadores; España y México se miran sin necesidad de traducción ni subtítulos… y así pasen otros cinco siglos, nos amanecemos a diario con verdaderas ganas de conocernos», dice el nuevo director del Instituto de México en Madrid, Jorge F. Hernández. Una buena decisión y una buena noticia.

Un rastro

Un rastro

La amistad prueba que el cuerpo no es un estorbo. Por más absurdo y trivial que parezca, la palabra y la mano no serían símbolo de nada para el que busca dividirse. ¿Por qué entonces hablar de alma? No es una metáfora. En realidad, nuestro uso de la palabra cuerpo tiene más de metafórico de lo que en realidad solemos pensar: ¿cuántos se conocen tanto a sí mismos como para ser fieles a la experiencia? Esto no hace de la metáfora el lenguaje de lo oscuro, como querían los positivistas; aunque supiéramos lo suficiente de lo que sucede con cada órgano y función, demostrando exactitud invariable, ¿no partiríamos de la confianza en que la exactitud es posible porque hay cuerpo? Uno buscaría eliminar las imprecisiones basados en la idea que manifestamos a través de una imagen de nosotros mismos: el término cuerpo. Aquí es donde resurgen otros compromisos de urgencia. Aceptar la corporalidad es no pelearse con los hechos. Pero, en todo caso, el hecho sería que hay algo sobre lo que parece imposible la duda, a pesar de que no contemplemos aquello que sostiene a dicha imposibilidad. ¿Me conozco sabiendo que la fuente de mis emociones se halla en la causalidad inevitable de los fluidos? Sería falso asumir que conocerse es sinónimo de controlarse. Eso impediría que la modalidad más genuina del autoconocimiento sea, también, una actividad que comparte tiempo con el daimon. ¿Por qué el daimon puede sugerir la lejanía sin albergarse en el ser? Si sólo fuera fuerza, ¿cómo determinar su influencia? Volvamos a la amistad. Por ella uno vislumbra que no hay necesidad de dividirse, pero tampoco de reducirse. ¿Qué podría ser ese encuentro sin la efectiva presencia de la sutileza del alma? Incluso al maravillarnos por la pregunta de la posibilidad de la amistad, nada ganaremos hablando de afinidades internas que nada dicen sobre el misterio mismo de la vida que se muestra en el otro y en quien mira al otro. El cuerpo es un prejuicio moral cuando no puede verse a Eros íntegro.

Tacitus

21 siglos después

Dicen que Virgilio escribió la Eneida por encargo, y que el encargo no consistió en la métrica o en el tema de la Épica, sino en mostrar que la familia Julia provenía de Eneas, héroe salido de Troya con los penates y su padre en la espalda.

La necesidad de esa demostración tiene algo de sentido cuando pensamos en que Julio César se veía así mismo como descendiente de Venus, quien fuera la madre de Eneas, de modo que tener sus manos el poder Roma fuera algo así como el destino que correspondía al gobernante y a quienes él eligiera.

Rescribir la historia remontándose a viejos tiempos, digamos unos 500 años atrás, es necesario cuando se quiere justificar en mandatos divinos la ostentación del poder que se muestra en la tierra. Los reyes justifican su gobierno en la elección que los dioses hacen de ellos, pero para que el poder del rey sea válido de igual modo debe ser válido el Dios que nombra al rey.

Así pues la entrega de bastones de mando, fundados en la divinidad, sólo adquiere significado cuando ese bastón es válido y por tanto es reconocido como tal por todos aquellos que en algún sentido lo rodearon.

Virgilio tuvo que revalidar la posición de la familia Julia en el Imperio recién formado y hay quienes buscan en tradiciones perdidas la validez de su mandato. Un bastón de mando sólo es significativo cuando el que lo otorga manda y no es conquistado, como nunca lo había sido el hasta entonces pueblo romano.

 Quizá por ello, a tantos años de la Eneida  hay quienes exigen reescrituras de la historia, porque con ellas se crean culpas y se inventan perdones que funden una tradición capaz de mantener en el poder a quienes se sienten por la divinidad tocados.

Maigo

Disculpas

«Los hombres deberíamos agradecer que las mujeres pidan justicia y no venganza» leí hace dieciocho días en una publicación compartida en Facebook. La idea que fundamentaba la veracidad de la opinión era que todos los hombres eran culpables de las acciones injustas de todos los hombres en todo momento. Inmediatamente recordé una frase complejamente bella «todos somos culpables de todo el mal en el mundo». La frase, según la entiendo, muestra nuestro desdén para disponernos a realizar el bien, pues, en la medida en la que no nos importa actuar con justicia, o ni siquiera nos interesa saber cuál es la manera más justa de actuar, estamos siendo injustos. Por ningún lado pude constatar que el comentario compartido tuviera el alcance de la mencionada frase, ni tampoco que dijera que las mujeres podrían haber cometido injusticias, pero, según lo entiendo, daba por supuesto una tradición de maltrato hacia las mujeres por parte de los hombres; tradición que los hombres habían heredado y de la cual eran culpables.

 

El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, le pidió al Rey de España, Felipe VI, que se disculpara por los abusos cometidos por los españoles durante la conquista a los antepasados de aquél. ¿Heredaron los españoles la culpa de lo que sus muy remotos compatriotas le hicieron a los antiguos habitantes del lugar que ahora es México? Hasta donde puedo constatar y mis informantes me han comentado, los mexicanos ya no rendimos ninguna clase de tributo a los españoles: no les enviamos dinero a los gobernantes del otro lado del charco, ningún gobernante mexicano, ni siquiera de la más pequeña demarcación, es español, y, cuando vemos a los españoles, no es necesario rendirles ninguna clase de pleitesía. Así como los españoles de aquellos años no son los mismos que los españoles del presente, tampoco los mexicanos de estos años son como los pueblos que habitaron en este lugar; nadie se ofrece voluntariamente para que se le arranque el corazón a modo de ofrenda. En los años de la conquista no existía México, ¿a quiénes se les va a pedir disculpas? En los años de la conquista, los reyes españoles eran los gobernantes absolutos de España, ¿con qué clase de autoridad se van a dar disculpas? Los mexicanos de la actualidad tenemos más en común de lo que tenemos con nuestros antepasados conquistados.

 

¿Por qué a un gobernante le parecería adecuado remontarse 500 años en la historia para pedir una disculpa?, ¿querrá polarizar la relación entre mexicanos y españoles, que, hasta dónde sé, es buena?, ¿buscó confesar que es una persona rencorosa, pues si no perdona los agravios de hace siglos y que a él no le afectan, de ninguna manera y bajo ninguna circunstancia perdonará los agravios lanzados a él? Además de invocar un patriotismo barato, sin sustento alguno, no se me ocurre alguna razón por la cual le hubiera parecido siquiera digno de mención que mandó una carta para pedir disculpas por una situación que a nadie afecta.

 

¿Se puede ofrecer una disculpa en nombre de otra persona? Me parece que sólo se podría ofrecer en la medida en la que se es responsable de las acciones de la otra persona; en la medida en la que por mis acciones alguien cercano a mí afectó a otra persona. ¿Se le puede exigir una disculpa a algún régimen por la inseguridad, la violencia, los desaparecidos y la corrupción? No sólo se les debe pedir disculpas, como ya en varias ocasiones se han ofrecido, sino exigirles a los gobernantes que actúen para que se pueda vivir en un país con mayor justicia. Un régimen es culpable no sólo por solapar funcionarios corruptos, sino por sus omisiones que le impiden a los ciudadanos vivir bien.

Yaddir

El pueblo sumergido

Se dice que en Xilpatlilco las lágrimas no se ven. El 9 de agosto de 1966, Xilpatlilco de San Onofre fue voluntariamente inundado. Tal vez no deba tomarse eso con literalidad. La voluntad no fue la de los lugareños, ni precisamente de los causantes, tampoco. Es más, hasta podría decirse que al pueblo se lo chupó el agua por casualidad, por mala suerte, como «daño colateral», o algo así. Éste fue un típico pueblo mexicano, alguna vez cuna de un estilo de mariachi muy percusivo sin metales, y del mixiote más rico en 20 kilómetros a la redonda. Más famosa que por todo eso debía haberlo sido por la extraordinaria indiferencia de su gente para cuidarse de los acontecimientos circundantes; y hablando de fama, ahora la ganaría por sus adornos de algas y sargazos si hubiera quien corriera el rumor. No hay. Una guerra politiquera cundía desde entonces: una de ésas que mata de hambre al ya de por sí famélico estado desde hace más de 50 años y que produce discursos esperanzadores como producen lama los tinacos. Se batían dos grupos de profesionales de la rapiña cuyos nombres hoy ya no sirven ni para calles del despoblado. Reñían que por si «la planta» se cerraba o no, que si «el programa Fuerza Social» entraba en vigor en serio o se moría de anemia, que si la gente del sindicato movía más o mucho más…, etcétera; la cosa es que varias jugadas de hábil administración convencieron de cambiar pueblo por presa a un funcionario que en ese instante tenía en sus manos la posibilidad de hacerlo, y así fue como se firmó la institucionalizada inundación para Xilpatlilco de San Onofre con miras a una presa que, abandonada más tarde, ahora no es sino un lago. Malo fue que nadie les avisó cuando pasó.

Lo sorprendente en realidad no es la falta burocrática cuyos vericuetos soporíferos dejaron a los habitantes desinformados del torrente que venía, sino la calma con la que los xilpatlilquenses se lo tomaron cuando empezaron a caer los manguerazos. Habrían podido avisarles que ya había subido la tarifa del transporte público y se habrían preocupado lo mismo. Un día vivían entre el trabajo y las fiestas de los santos, al siguiente ya estaban tapados por litros sobre litros de agua. Casi sesenta años después, durante una transferencia rutinaria de archivos de un formato a otro nuevo (para que el nuevo programa pudiera leerlos antes de que llegara el programa más nuevo) el licenciado Fósforo Rincón se encontró el acta de todo el procedimiento. Él era un funcionario típico mexicano, y como es muy típico, tenía una que otra sorpresa escondida. ¡Qué suerte! Resultaba que además de licenciado, Fósforo era un buzo aficionado bastante capaz. ¡Qué curiosidad! ¿Estaría todavía la iglesia al centro del pueblo? ¿Se notarían las calles trazadas con sus nombres en las esquinas de los edificios? ¿Habría signos de los niños que jugaron en el parque, con bancos de peces paseándose entre los columpios oxidados, anguilas deslizándose donde alguna vez se jugó futbol y mantarrayas bajando y subiendo en torno a los subeibajas? ¡Qué ambición! Si su expedición salía bien (por supuesto que ya estaba planeando la expedición), podría salir de ahí con cualquier cantidad de tesoros y baratijas que de todos modos ya no estarían usando los xilpatlilquenses más que para hacer bulto entre las corrientes.

En tan poco tiempo que no hubo ni para sacar la cuenta, lámpara a la frente, aletas a los pies, tanque lleno con oxígeno, Fósforo estaba puesto ya para hundirse en el pueblo al fondo del lago. El clavado tronó como latigazo en la lluvia. La señora Caraspina fue la primera en ahogarse del puro susto. Le siguieron los hermanos Abadejo y luego un pastor borracho al que le decían «El Tobo». Pudo haber sido peor. Y es que cualquiera se espantaría a morir si de pronto viera deslizarse suavemente por los aires a un buzo, con todo y las burbujas enfrente de los gogles, pataleando hacia uno cuando uno no está haciendo más que estar como se ha estado toda la vida, ocupado de sus propios asuntos. Pobres: apenas se daban cuenta de que habían estado viviendo bajo el agua, terminaba con ellos la urgencia por llenarse la boca de aire. El funcionario no daba crédito a lo que había hallado, pero no empezaba todavía a entenderlo cuando, muy a tiempo, se dio cuenta el alcalde de Xilpatlilco de San Onofre, don Memo, de lo que pasaba (su nombre completo era Nicanor Amnemo de Jesús Torres Gálvez). Ya había sido más que bastante de tragedia. Don Memo invitó al licenciado a una cena en su casa, a una cuadra de la iglesia y éste, educado en lubricología de influencias por sus años de servicio al gobierno (ora de unos, ora de otros), aceptó de inmediato. Al día siguiente fueron los funerales, y se dijo que una plaga había enfermado a los ahora difuntos. Se les lloró como se debe y no se indagó más. Y ahí todavía descansan hoy los cuerpos de Caraspina, los hermanos Abadejo, el Tobo, y el nunca suficientemente ducho Fósforo Rincón.