Pareciera un tanto extraño sobre todo en nuestros tiempos pensar que no sabemos cuando alguien ha fallecido. O al menos, para Pánfilo eso no era una duda que le hubiera asaltado la mente nunca antes en su vida. ¿Por qué una mujer podría engañar a la muerte durante tanto tiempo? Se preguntó después tener sumergido el rostro de su esposa en un caso lleno de manteca hirviendo por más de diez minutos. Se lo preguntó en un momento de lucidez en el que la ira había pasado un poco y la mente cobraba un poco de consciencia y culpa. Claro, este dueto no fue causa de su duda, sino más bien el por qué la pobre mujer había sobrevivido siete balazos, una sobredosis de pastillas, un pasón de cocaína y un estrangulamiento. La verdad es que el pobre Pánfilo había tratado de todo, y la pobre Margarita, se negaba a irse.
Sale demás decir que aquél caso y su cálido contenido no fue suficiente para apagar la vida de aquella mujer, hasta que harto de su impotencia, decidió cortar de un tajo la cabeza que otrora llenaba de besos y alabanzas. Si no podía matarla, pensó, se encargaría de poner tanta distancia entre sus miembros como fuera necesario. Mirando hacia abajo con un tono burlón que cubría el odio que seguía apoderado de su cuerpo, Pánfilo miró la cabeza cercenada de su Margarita (y ésta, con la mirada perdida y vacía de luz lo miraba de vuelta).
— ¡Acábate de morir de una vez! Gritó con toda su furia y desesperación.
El rostro desfigurado por las quemaduras, que yacía carente de labios y de párpados, con las mejillas y la nariz derretida dejó rodar un ojo fuera de su cuenca, al tiempo en el que respondía un “Ok” tan fuerte y claro como si todavía tuviera lengua.