Anyway, they say she comes on a pale horse,
But I’m sure I hear a train.–Genesis.
El antropólogo se sentó a suficiente distancia. Su asombro era sobrehumano. Su mirada aventajada le permitía observar el ritual y escribir los detalles en su cuaderno mientras todo se desenvolvía con naturalidad. Haber renunciado por meses a la comodidad de la tecnocracia valía tan sólo por ese momento. La aparente contradicción entre lo desarrollados y alejados de la civilización que eran estos nativos le producía algo más que fascinación. De vez en cuando algún aborigen lo miraba a la cara y el antropólogo no podía evitar sonreírle. No olvidaba que haber sido invitado al sacrificio era un privilegio, un lujo. Por supuesto que estaba agradecido. Ellos no sonreían de vuelta, pero no porque desconocieran el agradecimiento, sino muy probablemente por una diferencia cultural fácil de explicar. Una nota más al cuaderno. Las hojas onduladas, pesadas ya por la tinta, contenían interesantísimas observaciones proporcionales a esta interesantísima comunidad. «Viven tan cerca de la naturaleza que…» empezaba el primero de los párrafos sorprendidos que había escrito; pero semanas después había dejado las generalidades y se había adentrado en las complicadas relaciones familiares de los lugareños, en la vastedad y hermosura de sus mausoleos, en su extraña interpretación de mapas de la voluntad de los dioses en artefactos labrados para casi toda actividad, en su cuidada y avanzada técnica para fabricar herramientas resistentes al tiempo y a la torpeza, en su visión jerárquica minuciosamente organizada con todos los seres del universo, en la calidad de sus armas cuyos filos perpetuos eran tan asombrosos que primero arrancaban el habla, etcétera.
Las páginas de esa noche, sin embargo, pintaron un retrato distinto. El antropólogo había empezado como tantas otras veces: con su estudiada combinación de rigor científico en su labor y respeto humanista a sus anfitriones; pero el ritmo de la danza y el sonido entusiasmado de las flautas parecían haber despertado algo en la selva. Algo que no se había mostrado antes, pero que se sentía como si hubiera estado siempre ahí. Se sospechaba su inmensurabilidad, su indiferencia fértil, su mudez infinita. Alguien más se revolvía en el humo, transido de estupor. Y con ello, algo en todos había estado cambiando. Ningún humor se quedó quieto. Llegó el momento en que el documento y sus cientos de datos se volvieron irrelevantes. Era clarísimo: todo este tiempo el antropólogo había pensado que se mantenía afuera mirando el espectáculo, sin percatarse de que en ese sitio no había paredes ni umbrales ni puertas. Había sido una grave equivocación. Se dio cuenta de que sus palabras eran como aullidos, su lengua era inútil. La palabra «ritual» no significaba nada ni podía pronunciarse ya. Ahora, con la colosal luna mirándolo todo, participaba al fin. No importaría la edad del mundo, seguiría siendo verdad que participó. Y nunca volvió. No habría habido manera de hacerlo, de todas formas. En la obscuridad de esa selva le robaron el corazón.