Del saber de sí

Del saber de sí

¿Qué clase de sapiencia inaugura en nosotros la capacidad de amar? Si amor sólo es locura, no hay sapiencia que valga. A lo mejor ya no creemos posible sapiencia alguna. Creemos que las ideas limitadas, infantiles, se templan al calor de la experiencia. ¿No templa el amor mismo? La sapiencia amorosa es hermana, curiosamente, de la pregunta por uno mismo. Si la pregunta por uno mismo sólo cabe en el alma en tanto hemos de definirnos para actuar, entonces la pregunta se convierte más en un ensalmo. Amar es una partícula de la experiencia total: experimentar es recibir impresiones para juzgarlas. Existe ese panorama general en el que nuestra vida se enmarca: el amor no ordena, no es la fruición que nos revela frente a lo inmortal, sino una marca de la potencialidad natural, una evidencia, mas no el centro de la vida. ¿Será la sapiencia entonces la facilidad, la docilidad para amar al otro? A lo mejor el límite que llaman decencia siempre es una farsa: la famosa dignidad del yo que se sabe independiente de todo o que busca mantenerse libre, sosegado, puede ser también una ilusión ante la ignorancia de nosotros mismos. La fruición amorosa es radical insuficiencia; no ignorancia ni abandono. ¿O sólo nacerá quién sabe de dónde la cómoda imagen, con tal de saber qué nos pasa, antes de preguntar? Aquí se nos vuelve la tranquilidad un enemigo: la experiencia no prueba nunca que estemos completos. El origen de la sapiencia, como diferencia natural, está en el amor, que permite el autoconocimiento.

 

Tacitus