Recuerdo cuando un amigo mío, estudiante de Filosofía, me relató una experiencia que tuvo. Además de tratar de entender las teorías variadas sobre el concepto de verdad y tener una revisión sobre los temas nodales del sistema kantiano, él y sus compañeros se reunían para leer autores jamás revisados, como poetas del estertor modernista, u otros imprescindibles en el mundo de la filosofía. Dentro de éstos, para persistir en la reflexión del clásico, decidieron releer un diálogo platónico. En unas de las reuniones, con el entusiasmo dócil de un futuro profesional, llegó una de las integrantes a contar su hallazgo. Al parecer lo había verificado con uno de sus maestros, el cual le dio su aprobación y confirmó la validez propia de un principiante. Mencionó que las réplicas de cierto pasaje eran mañas retóricas de Sócrates. Las respuestas no eran consistentes, no contravenían al argumento y su éxito se sostenía más en la ingenuidad y candidez del interlocutor. El invicto campeón de las discusiones dio fintas y eso bastó para derrotar mentalmente a su contrincante.
Estas disposición no es inusual al leer un diálogo socrático. El Eutidemo y sus vueltas argumentales previenen al lector descuidado y hacen practicar al lector analítico en busca de congruencia. En sus pasajes se hallan movidas erísticas que podrían servir de ejemplos en manuales de argumentación. Para muchos esta faceta es valiosa en Platón al ser éste el responsable de mostrarnos mitos majestuosos y parte de las más bellas imágenes de occidente a través de las conversaciones socráticas. Lo destacaría no sólo por sus dotes poéticos, sino por su capacidad en racionalizar (algo celebrado a Aristóteles, comúnmente aceptado como su contraparte). En otros lectores el sentido argumental de los diálogos no es tentación crítica. En vez de buscar los errores y desmontar las réplicas socráticas, se aceptan como postulados platónicos. La respuesta a los sinsentidos y trampas de los sofistas, posibles tropiezos y maldades del intelecto. Los conceptos generales y metafísicos, acompañados por la vena oriental y gran fabulación, es parte del entrenamiento del pensador. El diálogo como práctica del gimnasio.
Atender al sentido argumental de los diálogos socráticos es la lectura más fácil. Pero también la más aburrida. Pasa inadvertida la forma literaria y llega a volverse una presentación más de la vasta creatividad humana. Contrariamente, la niega. Es indiferente si Sócrates acude a una fiesta por un galardón, si es llevado a regañadientes a la casa de un anciano fatigado para conversar, si tiene un encuentro fortuito, si decide conversar afuera de las murallas, si las ansias juveniles de alguien lo llevan a una reunión en torno a un intelectual extranjero, si le pregunta al pintor sobre sus obras, si resiste a la cicuta dando su último aliento para filosofar. No hay peripecias, ni aventuras socráticas, ni alumbramientos reflexivos. Todos los diálogos conforman el rumor de Sócrates o el rendimiento de honores por parte de sus discípulos (ya sea con las ideas propias o del maestro). Dialogar es pertenecer a la tradición intelectual, una de sus formas cambiantes. El lector se confina en un éter de monotonía.
Acostumbrados a no prestar mucha atención a los relatos y sin práctica con la poesía, el diálogo no se distingue de otras presentaciones. Sócrates fue hombre de carne y hueso, así como sigue siéndolo en los testimonios dejados por sus discípulos. Lo que suscita leerlos en el alma acerca bastante a lo que es vivir realmente. Con ello, en vez de acentuar la distinción entre idea y acción, las acerca para reunirlas difusamente, así como se encuentran en la propia vida. Esto subraya el cuestionamiento por la utilidad del logos presente en la obra socrática. También advierte que la aproximación a la obra no requiere únicamente la capacidad de análisis o urgencia por validez, sino esa facultad que integra aspectos distintos como imagen y argumento. De no atender como exige, Sócrates nuevamente nos fintará.
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