Un rastro

Un rastro

La amistad prueba que el cuerpo no es un estorbo. Por más absurdo y trivial que parezca, la palabra y la mano no serían símbolo de nada para el que busca dividirse. ¿Por qué entonces hablar de alma? No es una metáfora. En realidad, nuestro uso de la palabra cuerpo tiene más de metafórico de lo que en realidad solemos pensar: ¿cuántos se conocen tanto a sí mismos como para ser fieles a la experiencia? Esto no hace de la metáfora el lenguaje de lo oscuro, como querían los positivistas; aunque supiéramos lo suficiente de lo que sucede con cada órgano y función, demostrando exactitud invariable, ¿no partiríamos de la confianza en que la exactitud es posible porque hay cuerpo? Uno buscaría eliminar las imprecisiones basados en la idea que manifestamos a través de una imagen de nosotros mismos: el término cuerpo. Aquí es donde resurgen otros compromisos de urgencia. Aceptar la corporalidad es no pelearse con los hechos. Pero, en todo caso, el hecho sería que hay algo sobre lo que parece imposible la duda, a pesar de que no contemplemos aquello que sostiene a dicha imposibilidad. ¿Me conozco sabiendo que la fuente de mis emociones se halla en la causalidad inevitable de los fluidos? Sería falso asumir que conocerse es sinónimo de controlarse. Eso impediría que la modalidad más genuina del autoconocimiento sea, también, una actividad que comparte tiempo con el daimon. ¿Por qué el daimon puede sugerir la lejanía sin albergarse en el ser? Si sólo fuera fuerza, ¿cómo determinar su influencia? Volvamos a la amistad. Por ella uno vislumbra que no hay necesidad de dividirse, pero tampoco de reducirse. ¿Qué podría ser ese encuentro sin la efectiva presencia de la sutileza del alma? Incluso al maravillarnos por la pregunta de la posibilidad de la amistad, nada ganaremos hablando de afinidades internas que nada dicen sobre el misterio mismo de la vida que se muestra en el otro y en quien mira al otro. El cuerpo es un prejuicio moral cuando no puede verse a Eros íntegro.

Tacitus